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Por la tarde atendí a dos viejos que desde hacía más de treinta años compartían un bisoñé y de pronto, sin causa aparente, habían decidido dividirlo en dos partes iguales y no volverse a hablar. Este trabajo, que en circunstancias normales me habría animado, me sumió en una inexplicable melancolía.

Poco antes del cierre se detuvo delante de la peluquería una furgoneta de reparto de la que se apeó un individuo, extrajo de la parte posterior del vehículo una caja de cartón enorme y entró acarreándola en el establecimiento. Una vez allí, sin hacer caso de mis atentos saludos y educadas preguntas, empezó a abrir la caja y dejó al descubierto un magnífico secador eléctrico de pie con casco adaptable, de un precioso color rojo metalizado. Se disponía a enchufarlo y a explicarme el abecé de su funcionamiento cuando le interrumpí para agradecerle su presencia y su intención y para desengañarle respecto de mis posibilidades, pues, aunque necesitaba desesperadamente un secador nuevo, ni estaba en condiciones de pagar aquel magnífico aparato ni, a fuer de sincero, las proyecciones más optimistas me permitían adquirirlo a plazos. Pero el individuo me atajó diciendo que él no venía a ofrecerme aquel secador, sino a dejarlo allí, puesto que el secador había sido comprado y pagado íntegramente, incluidos los gastos de transporte, instalación, seguro obligatorio, mantenimiento e IVA. Viéndome perplejo y a ruegos míos se avino a contarme que la tarde anterior se había personado en la tienda un caballero de aventajada estatura y tez oscura, el cual, después de haberse asesorado largamente, había elegido aquel modelo, había dejado las señas de la peluquería donde debía efectuarse la entrega y había abonado la factura al contado, en metálico y sin regatear. El vendedor, siguió diciendo el individuo (que por azar era también el vendedor), se había interesado discretamente por las razones y propósitos de la compraventa, no porque desconfiara de un negro vestido de chófer, sino porque desconfiaba de todo el mundo y en particular de los especímenes de otras razas, y entonces, siguió diciendo el vendedor, el comprador le había contado que después de varios años de hacer el ganso, había decidido poner orden en su vida, casarse con una chica a la que acababa de conocer y entrar a trabajar como socio de un peluquero al que también acababa de conocer.

Por lo visto, dijo el vendedor, los antepasados del comprador, allá en el África ecuatorial, además de valerosos guerreros, habían sido todos peluqueros, por lo que al conocerme a mí había sentido en lo más hondo de su ser la llamada ancestral de aquel noble oficio. Y era precisamente para ser aceptado como socio en la empresa, había seguido explicando el comprador al vendedor, por lo que estaba adquiriendo aquel secador, que se proponía aportar al capital fijo de la misma. Esta aportación, había dicho a renglón seguido el comprador, no habría podido hacerla si la casualidad no hubiese permitido al comprador obtener una crecida suma de una sola tacada, si bien para ello había tenido que participar en el secuestro de un inválido de una residencia de Vilassar.

Después de darme estas explicaciones y hacerme firmar el albarán correspondiente, se fue el individuo, dejando en la peluquería el secador instalado y a mí confuso y maravillado.

Al día siguiente, a media mañana, se detuvo ante la peluquería un coche oficial y de él descendió el señor alcalde, el cual me saludó con su habitual cordialidad.

– He aprovechado el día libre -dijo- para hacerle una visita de cortesía. Lo habría hecho ayer mismo, pero hube de intervenir en el mitin de clausura de la campaña. Estuve colosal, amigo mío, realmente colosal. Fue una pena que no viniera usted a oírme. Fue una pena que no viniera nadie a oírme. En fin, no importa. Mañana son las elecciones; y hoy, la jornada de reflexión. Como yo no reflexiono nunca, para mí es día de asueto. Esta tarde me llevan al circo. Pero antes he querido venir a visitarle. Usted se preguntará por qué. Ahora se lo diré. No sé si recuerda que anteanoche, en un chalet de Castelldefels, se produjo un ligero altercado. Nada inusuaclass="underline" un tiroteo es un cambio de impresiones por otros medios, como dijo Platón. El caso es que, por un malentendido, yo también estaba presente. No en los diálogos de Platón, sino en el chalet de Castelldefels. Pero ya he olvidado lo sucedido. ¿Y usted?

– Yo también, señor alcalde -respondí sin demora.

– Por favor, no me llame así. Todo depende de los resultados de mañana. El pueblo tiene la palabra. Hasta entonces, sólo soy un humilde candidato, un simple, modesto, ridículo y abyecto ciudadano como los demás. En cuanto a usted, si la memoria no me falla, yo no le había visto nunca antes de ahora. Ni usted a mí. Tiene una peluquería muy bonita. Muy bonita indeed. Claro que todo es susceptible de mejora. Tal vez un secador eléctrico no le vendría mal. Este de aquí parece muy antiguo.

– Es nuevo de trinca, señor alcalde. Y no necesito nada más.

– Bien, bien -exclamó el señor alcalde-, así me gusta. Los catalanes de las piedras sacan panes duros como piedras, ¿eh? Bueno, bueno. Le supongo al día en materia de tasas y contribuciones. Pero si vienen a molestarle por algún devengo, ya sabe, déme un telefonazo. El Ayuntamiento está en la Plaza Sant Jaume las veinticuatro horas del día.

*

Por la noche me esperaba una pareja conocida en el portal de mi casa. Los invité a subir a mi apartamento y me dijeron que no tenían orden judicial para proceder al allanamiento de morada, pero que si yo, ejerciendo mis derechos constitucionales, decidía incriminarme como un imbécil, allá yo. Una vez en mi apartamento, uno de ellos me dijo que el motivo de su presencia era interrogarme.

– Joé, Baldiri, no me seas sieso -rectificó el otro-, que sólo haimo venío a tené un ten con ten con el amigo.

– Valen -admitió Baldiri-, pero si el txoriso se incrimina, lo trinquem.

Aceptadas estas condiciones por mí, me mostraron una fotografía de Ivet en bragas y sostén. En realidad se trataba de una página de publicidad arrancada de una revista femenina. Como el texto que acompañaba a la foto estaba en inglés, deduje que correspondía a la época en que Ivet había trabajado de modelo en Nueva York. Me preguntaron si conocía a la chica de la foto y respondí que sí. Me preguntaron si conocía su paradero actual. Les pregunté a mi vez para qué querían saber el paradero de Ivet y me contaron que la noche anterior, aprovechando la ausencia de los señores Arderiu, que se encontraban realizando un largo viaje, alguien había entrado en la mansión de dichos señores (señor Arderiu y señora de Arderiu) y se había llevado las joyas de la señora de Arderiu, muy conocida en los círculos sociales con el sobrenombre de Reinona.

– No acierto a comprender -dije yo- qué relación puede haber entre el robo que acaban ustedes de contarme y la chica de la foto.

– Esto lo decidirá el señor jutge cuando li entreguemos la chica -repuso Baldiri.

– Esposa, maniata y pasa por las armas -agregó su compañero.

– Me temo, señores, que tal cosa no tendrá lugar -dije yo-. Sus sospechas yerran de plano. La señorita en cuestión pereció hace dos noches en un incendio ocurrido en Castelldefels. Yo mismo fui testigo presencial del hecho y no sólo estoy dispuesto a ratificarme delante del señor juez, sino a pedir la comparecencia del señor alcalde, que la noche de autos también se encontraba…

Los dos agentes me dijeron al unísono que mi colaboración les había resultado muy útil, que daban crédito a mis palabras y que no querían causarme ninguna incomodidad adicional. Además, añadieron, tenían mucha prisa. Les pedí la foto, me la dieron alegando tener copias y se largaron sin más.

*

Después de este encuentro pasaron varios días sin incidentes que alteraran la dinámica monotonía de mi descansado oficio. Luego, un jueves por la tarde, cuando me hallaba enfrascado en el estudio del manual de instrucciones del secador eléctrico, entró en la peluquería una muchacha de quien la escasa luz sólo me permitió entrever la bonita figura. Cerré el manual de instrucciones, lo guardé en un cajón y empecé a quitar la funda de plástico con que protegía el secador del polvo, de la humedad, de los ácaros y de cualquier otro elemento que pudiera dañarlo antes del estreno, pero ella me atajó diciendo:

– Sólo he venido a platicar con usted. Soy Raimundita, ¿se acuerda usted de mí?

– Oh, Raimundita, perdona -dije yo-, al pronto no te había reconocido. ¿Qué te trae por aquí?

La pregunta era innecesaria, porque de sobra sabía lo que me venía a preguntar. De todos modos le dejé que la formulara y luego respondí que yo tampoco había visto a Magnolio recientemente ni esperaba verlo, porque unos amigos comunes me habían informado de que se había vuelto a su país con el dinero que le había sacado al abogado señor Miscosillas. Con aquel dinero, me habían dicho, tenía pensado establecerse en su poblado y casarse con su novia de infancia. Al oír esto, una súbita agitación nubló el agraciado rostro de Raimundita y sus ojos se empañaron. Previendo una escena, me apresuré a añadir:

– No te sorprenderá que se haya ido, como se suele decir, á la françoise. Estos tipos, ya se sabe, son así. Vienen a ganar dinero y a pasarlo bien, pero ni se integran, ni se adaptan, ni leen a Josep Pla, ni nada de nada. Ingratitud, incultura y, luego, si te he visto no me acuerdo.

Raimundita se restañó los ojos con el dorso de la mano, se encogió de hombros y dijo que en el fondo se alegraba de que se hubiera acabado así un asunto engorroso que ella había empezado sin el menor interés, sólo para pasar el rato y en realidad para darle celos al mayordomo, que era el que verdaderamente le gustaba y con quien acabaría casándose a la corta o a la larga. La felicité por su decisión y nos despedimos con gran algazara, no sin antes prometer que nos llamaríamos para salir a tomar unas copichuelas y reírnos de los peces de colores.