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Por supuesto, no volví a ver a Raimundita ni a ninguna otra persona relacionada con este interesante y raro caso, a cuyo desenlace hemos llegado. Sólo en una ocasión, a mediados de diciembre, al regresar una tarde a mi apartamento, al cierre de la peluquería, encontré un sobre enganchado a la puerta sabe Dios con qué. Era una carta dirigida a mí, que el cartero no se había atrevido a tirar a la basura, como suele hacer con toda mi correspondencia (con arbitraria malicia), sin duda por la proximidad de las fiestas navideñas y la expectativa (ilusoria) de un aguinaldo. Entré en mi apartamento, encendí la luz y examiné sello y sobre. No traía remitente, pero el matasellos indicaba haber sido enviada desde Nueva York, también llamada la ciudad de los rascacielos por la altura de sus edificios. Abrí el sobre con dedos temblorosos y leí lo que sigue:

Hace un montón de tiempo que debería haberte escrito para darte las gracias por tu amabilidad y especialmente por haber dicho a la policía que me morí aquella noche en el chalet de Castelldefels cuando sabías que no era verdad porque me viste salir a gatas del salón en cuanto empezó el tiroteo. Espero que esto no te haya causado problemas ni con la policía ni con nadie.

Pero no te escribo sólo para darte las gracias. También quería decirte otra cosa. Aquella noche, en el chalet, hice ver que aceptaba las acusaciones que mi antigua condiscípula Ivet Pardalot tuvo la frescura de verter o vertir sobre mi persona, mi conducta y mi pasado. Si no le respondí como se merecía fue en parte porque así, de repente, una nunca está segura de no haber incurrido en todos los males que se le achacan, y en parte porque no era cuestión de llevarle la contraria a semejante alimaña cuando la vida de mi padre, de mi madre, la mía propia y la de otra gente estaban en juego. Pero quiero que sepas que lo que dijo de mí no era verdad. O que no era del todo verdad, salvo que sólo nos atengamos a los hechos. En Nueva York las cosas no me fueron mal. Tampoco bien. Como modelo de ropa interior pude sobrevivir, con algunos altibajos, pero no tan mal que de cuando en cuando no me sobraran unos dólares para darme algún capricho, como ropa cara, un viaje al Caribe o estupefacientes. Nunca ejercí la prostitución, en el sentido de que nunca he cobrado por dispensar mis favores a ninguna persona física o jurídica, aunque siempre he procurado que no le saliera gratis su disfrute. En cuanto a si estuve o estoy colgada, eso es asunto mío, de mis allegados y, como máximo, de la sociedad en general, pero en nada concierne a una alimaña como Ivet Pardalot, que nada sabe de mí y que sólo pretendía justificar su estúpida existencia de alimaña pintando la mía a su gusto y conveniencia. Lo siento, guapa: quizá yo no he triunfado como otras, pero no soy una metáfora de nada, y allá cada cual con sus problemas. Te digo todo esto porque no quiero que te formes de mí una idea equivocada, ni para bien ni para mal. Por supuesto, eres muy libre de formarte la idea que te dé la gana. Pero para mí era importante explicarte lo que te acabo de explicar. Sé que siempre has desconfiado de mí, y no te faltan motivos. Es cierto que te metí en el lío del robo a conciencia y por dinero. Pero luego cambié de actitud. Tú no supiste verlo. La noche que fui a tu apartamento con la excusa de que un hombre me seguía, te mentí: no me había seguido nadie. En realidad fui a pasar la noche contigo. Quizá ahí habría podido empezar algo entre nosotros, si tú no te hubieras empeñado en resolver el caso. Seguramente hiciste bien. Tú tienes tu vida organizada y yo soy un trasto.

Como ves he vuelto a Nueva York, de donde nunca tendría que haberme ido, y donde esta vez espero conseguir un trabajo estable en breve, o al menos antes de que se me acaben las joyas de mi difunta madre, gracias a las cuales he podido vivir hasta ahora sin apuros. Llevo una vida ordenada y tranquila. Si entonces me metí en lo de la droga fue porque estaba muy sola. Ahora sigo igual pero no es lo mismo. Quedarme huérfana de padre y madre en una sola noche me ha supuesto un gran alivio. Por primera vez soy dueña de mis actos y no sólo responsable de sus consecuencias. Espero que tú también hayas sacado provecho de las experiencias que vivimos juntos y que te vaya muy bien en la peluquería. Nueva York está mejor que nunca, sobre todo en estas fechas. Te encantarían los escaparates de Sacks.

Cordialmente, Ivet.

Oí un ruido a mis espaldas y casi se me para el corazón. No sé quién pensé que podía ser. En realidad era mi vecina Purines. En mi precipitación por leer la carta había dejado la puerta del apartamento abierta de par en par y Purines me había sorprendido enfrascado en la lectura al volver del supermercado vestida de Santa Claus. La Navidad estaba al caer y sus clientes no podían escapar al influjo de estas fechas señaladas. Ella, personalmente, habría preferido vestirse de pastorcito o de oveja y escenificar la anunciata o cualquier otro episodio de nuestro tradicional pesebre, pero el que pagaba, mandaba, aquí, en Belén y en todas partes, y si lo que les apetecía a sus clientes era vestirse de reno y tirar de un trineo cargado de juguetes, allá ellos con sus lomos, afirmó. Luego dejó en el suelo del rellano las bolsas, se quitó el gorro y dijo:

– Al salir vi el sobre en tu puerta. Carta de USA. ¿Buenas noticias?

– Oh, sí, muy buenas -respondí doblando la carta y metiéndomela en el bolsillo.

Purines se me quedó mirando, levantó del suelo las bolsas de plástico y dijo:

– Oye, estas fiestas son un palo: la clientela no está por la labor y las calles están imposibles. Así que he pensado irme a pasar unos días a un hotelito que me han recomendado, limpio, barato y tal. Y digo yo que, si te animas, nos podríamos ir juntos. Si no conoces Benidorm, te gustará. Un cambio de aires te sentará de miedo… y yo soy muy callada y de buen conformar.

Sin darme tiempo a encontrar una respuesta aceptable a su proposición, agregó:

– Ella no volverá. Y si volviera, no te avisaría.

– Ya lo sé, Purines -dije yo-, pero aun así…

– Entonces -suspiró Purines-, no seas tonto y ve a buscarla.

– ¿A Nueva York? No digas disparates. No sé ni dónde cae. Y aunque fuera, ¿qué haría allí?

– Trabajar. Una amiga que estuvo una semana entera todo pagado me contó que en América se aprecia y se recompensa la iniciativa privada, al revés que aquí. Créeme, si no lo haces, te volverás idiota. Y si aceptas mi propuesta y te vienes conmigo, idiota y gordo.

Purines tenía razón: a pesar de que la peluquería iba mejor (en términos comparativos) gracias al nuevo secador eléctrico y que las fiestas hacían prever un fuerte o al menos un débil incremento (estacional) del trabajo, el entusiasmo de antaño parecía haberme abandonado. Me propuse darme un tiempo para reflexionar y no tomar ninguna decisión hasta fin de año.

*

Una tarde, poco después de la escena descrita en los párrafos anteriores, entró en la peluquería un extraño individuo. Su enmarañada melena y su espesa barba habrían hecho de él un magnífico cliente si el andar cubierto de harapos y descalzo y el ir por las calles pidiendo limosna no hubieran sido índice de escaso poder adquisitivo por su parte. Era el día de los inocentes y arrastraba una estela de llufas. Le dije que no podía darle nada y que si hubiera podido darle algo tampoco se lo habría dado para no fomentar la mendicidad, y respondió él muy dignamente:

– Caballero, yo no soy un mendigo. Si pido limosna es por pura necesidad. Mi verdadero oficio es estrella de la pantalla. Soy Robert Taylor. Por desgracia, hay un loco llamado Cañuto que se cree que soy yo y tiene liadas a las grandes productoras de Hollywood.

Al decir esto apartó la corriente de aire las greñas de su rostro y lo reconocí al punto.

– ¡Cañuto, cuánto tiempo sin saber de ti! -exclamé echándole los brazos al cuello y retirándolos de inmediato-. La última vez que nos vimos fue en una autopista, el mismo día que nos echaron del manicomio, ¿recuerdas? Yo te hacía incrustado en el macadam. ¿Qué ha sido de tu vida?

– Ya ves -repuso Cañuto encogiéndose de hombros-. Como Robert Taylor no me puedo quejar. Pero como Cañuto las paso magras. ¿Y tú?

– Aquí, haciendo de peluquero -dije-. La empresa es de mi cuñado, pero la llevo yo.

– Jolín -dijo Cañuto-, a esto lo llamo yo prosperar.

– Y que lo digas. ¿No has vuelto a robar bancos?

– No, chico -suspiró Cañuto-, con los adelantos de la tecnología las cosas se han puesto complicadísimas. Que si detectores, que si alarmas, que si cristales blindados, que si circuitos de televisión… Están acabando con el oficio.

– Bah, no hagas caso -repuse-. Toda esa tecnología es una chapuza, te lo digo yo. Cuanta más tecnología, más sencillo debe de ser dar el golpe. Todo consiste en encontrarle las vueltas. ¿Tienes prisa?

– No mucha.

– Pues siéntate aquí -le dije- y déjame hacer.

Le lavé el pelo, se lo corté, le afeité, le hice la permanente (con el secador nuevo) y cuando lo tuve hecho un dandi, me puse la bufanda y, aunque todavía faltaban dos horas largas para la del cierre, nos dirigimos de bracete, bajo el llamativo resplandor de los adornos navideños, a la pizzería, donde me proponía obsequiarle con una cena digna de un rajá y, de paso, hablarle de ciertos proyectos que desde hacía unos días me rondaban la cabeza o por la cabeza, porque ya llevaba invertidos en la peluquería ilusión, tiempo y esfuerzos sobrados y si finalmente me decidía a imprimir a mi vida un sesgo nuevo, y quién sabe si a cambiar también de residencia, las habilidades de Cañuto podían resultarme de mucha utilidad.