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– ¿Y el enmascarado? -pregunté.

– Ha preferido no venir, por razones de prudencia elemental. Ruega le disculpes.

Le entregué la carpeta, ella la cogió con fuerza, la colocó sobre su regazo y empezó a cerrar la ventanilla.

– Oiga -alcancé a gritar-, ¿y mi remuneración?

– Mañana, mañana -respondió una voz incierta, que quedó flotando en el lugar donde segundos antes había estado el taxi.

Perseguirle habría sido inútil, de modo que me quedé donde estaba, solo y progresivamente invadido por la ingrata sensación de haber sido víctima de un engaño

burdo y algo peor: merecido. Por lucirme delante de aquella chica que ahora no habría dudado en calificar de pérfida, había cometido el más imperdonable de los lapsos morales: no cobrar por adelantado. Gracias a este sistema me había quedado sin el dinero y sin la chica. En un gesto de aflicción levanté los ojos al cielo y, no hallando allí cosa alguna que mereciera la pena mirar, los bajé de nuevo al suelo y eché a andar por la Vía Augusta hasta dar con una parada de autobús y sumarme a la cola de parias que esperaban el nocturno.

3

Llegué a mi casa poco antes de clarear la aurora, sano, salvo y cansado. Me reintegré en el pijama ya descrito y antes de acostarme traté de restituir con un quitamanchas el traje a su estado anterior a mi caída en el garaje. A continuación, vencido por la fatiga y aletargado por los efluvios tóxicos del quitamanchas, me quedé dormido.

Al cabo de una hora me desperté sin necesidad de despertador (es una habilidad que poseo y que me ha ahorrado una fortuna en pilas), me lavé la cara, me peiné, me puse el traje, del cual, a costa de un severo encogimiento y algún que otro orificio, habían desaparecido las manchas casi por completo, y acudí con puntual ejemplaridad a la peluquería.

Por fortuna, la mañana transcurrió sin incidentes, al menos para mí, que me la pasé durmiendo como un leño. Poco antes del mediodía me despertó una mujer para preguntarme si podía teñirle de rubio el husky. Le dije que sí, pero cuando me enteré de que era un perro monté en cólera y la eché con cajas destempladas. Cuando se hubo ido, vi que había olvidado sobre la repisa donde tengo los aerosoles en impecable formación el periódico que al entrar traía bajo el brazo, bien con la intención de leerlo, bien con la más cívica de remediar los desaguisados de su perro, pues es sabido que el instinto lleva a muchos animales a demarcar el territorio por medio de zurullos y que los perros son muy dados a practicar esta inoportuna forma de cartografía tan pronto salen a la calle.

Debo confesar, no sin vergüenza, que no soy lector asiduo de periódicos, los cuales desperdician conmigo lo mejor que tienen, es decir, la periodicidad. Y no porque los haga de menos. Antes al contrario, yo opino que los periódicos pueden ser una fuente de información, siempre y cuando se lean con la atención debida y en un lugar adecuado. Es ésta, por desgracia, una práctica de la que yo carezco, porque al manicomio sólo llegaban números sueltos e indefectiblemente atrasados de algunos diarios, y aun éstos eran objeto de pillaje, trifulca y altercado, porque nada despertaba tanto interés, entusiasmo y agresividad entre los internos como las noticias y comentarios sobre el Tour de Francia, que todos se empeñaban en suponer perpetuo y no, como en rigor es, limitado a unas pocas semanas de julio, de resultas de lo cual el contenido íntegro del periódico era interpretado como alusivo al Tour de Francia y de ello se seguían, como es obligado cuando prevalece la obcecación sobre la cordura, vivas discusiones hermenéuticas, agresiones de palabra y obra y a la postre la decidida intervención de nuestros cuidadores y sus cimbreantes estacas. Y allí era entonces el salir todos en pelotón, pedaleando sin bicicleta, quién a la manera de Alex Zulle, quién a la de Indurain, quién, más modestamente, a la de Blijevens o a la de Bertoletti, y quién, por razón de su edad, a la de Martín Bahamontes o a la de Louison Bobet. Y ésta no es forma de leer el periódico con aprovechamiento.

Todo lo cual, sin embargo, no impidió que al verme yo en posesión del que había quedado por olvido en la peluquería, y no habiendo en aquel momento ningún apremio, le echara un vistazo, yendo mi vista a tropezar, en una de las páginas interiores, con una noticia que a continuación transcribo en su total integridad.

ASESINATO DE UN POBRE HOMBRE DE NEGOCIOS

En la noche de ayer, es decir, anoche, fue asesinado el conocido hombre de negocios M. P. (Manuel Pardalot), anciano de 56 años de edad, accionista y directivo de la empresa El Caco Español, cuando se encontraba en su despacho, adonde había acudido fuera de horas de oficina, según declaró a este periódico el guardia de seguridad del edificio, con el pretexto de haber olvidado el susodicho Pardalot unos documentos de importancia que, en palabras de éste, dijo aquél, había de necesitar a la mañana siguiente o la otra. Una vez en su despacho, el conocido empresario (Pardalot) resultó muerto de varios disparos que en número de siete le afectaron diversos órganos vitales para la vida de Pardalot. Según fuentes allegadas al muerto, éste fue llevado al hospital, donde ingresó cadáver y fue dado de alta. El ya citado guardia nocturno del edificio, un tal Santi, empleado de una agencia privada de seguridad y ex profesor adjunto de la Universidad Pompeu Fabra, manifestó no haber oído nada, ni haber advertido la entrada de extraños en el edificio, cosa que, afirmó rotundamente el guardia, no habría permitido de ninguna manera, en cumplimiento de sus funciones de guardia de seguridad, consistentes precisamente en eso, aunque sí recuerda haber visto entrar al tantas veces mentado, conocido y ahora difunto hombre de negocios M. P. (o sea, Pardalot) poco después de la medianoche, hora local, y de haber tenido con él unas palabras, de las que no infirió en su momento que aquél fuera a ser asesinado tan en breve, así como tampoco vio salir a nadie. Aunque todavía no hay indicios acerca de la autoría del crimen, la policía ha desmentido que el asesinato de Pardalot guarde relación con el Tour de Francia.

Esta inquietante noticia iba acompañada de una fotografía del muerto, hecha, como se echaba de ver, cuando aún estaba vivo, en su propio despacho, allí donde según la crónica había sido asesinado. Huelga decir que este despacho no era sino el despacho que yo había visitado la misma noche del crimen con el objetivo de sustraer de allí la carpeta azul. Un análisis más meticuloso de la fotografía, efectuado con ayuda de las gafas que pedí prestadas a la señora Eulalia de la mercería, confirmó mis sospechas.

El señor Mariano, que regentaba el quiosco, hizo la vista gorda mientras yo hojeaba el resto de los periódicos locales. En todos aparecía la noticia del asesinato del difunto señor Pardalot, pero ninguno aportaba datos adicionales ni hablaba de mí en relación con el luctuoso episodio. Lo que me alivió un poco, pero no mucho.

Al mediodía cerré y después de efectuar la oportuna consulta en la guía urbana que me prestaron los concesionarios de la librería-papelería La Lechuza (el señor Mahmoud Salivar y la señora Piñol), regresé en autobús al lugar del crimen. Ante el edificio no se aglomeraban los curiosos ni había policías en forma visible. La puerta principal, la de cristal, parecía cerrada, bien por haber declarado la empresa luto oficial, bien por estar las autoridades competentes realizando sus pesquisas en la más estricta confidencialidad. En la parte posterior del edificio, junto a la puerta del garaje, vi a un hombre que examinaba con detenimiento la pared. Me acerqué a él y le pregunté si se sabía ya cuál era el móvil del crimen. Se volvió muy sorprendido y comprendí que no se trataba de un investigador, sino de un transeúnte que estaba orinando. De poco me salpica.

Me aposté de nuevo frente a la puerta de entrada. A través del cristal vi dos individuos discutir acaloradamente. En uno de ellos dos creí reconocer al guardia de seguridad, cuya vigilancia habíamos burlado la noche anterior quien esto escribe y posteriormente el asesino o los asesinos del difunto Pardalot, y a quien los periódicos atribuían el nombre genérico de Santi. No era raro que ahora le estuvieran echando una bronca de mil demonios. Al otro individuo, un caballero maduro y canoso, elegantemente vestido con un terno gris, no lo había visto antes, pero de su porte y actitud deduje que no era un policía, sino un alto ejecutivo de la empresa. De buena gana habría llamado su atención y les habría hecho unas cuantas preguntas, pero ni la prudencia lo aconsejaba ni la buena marcha de la peluquería me permitía seguir ausente de ella. Volví a coger el mismo autobús en dirección contraria y conseguí abrir con sólo diez minutos de retraso sobre el horario anunciado, cosa tan meritoria como inútil, porque ni había nadie esperando ni vino nadie hasta que a las ocho menos cuarto entró la señora Pascuala a que le recortara las puntas, la cual, advirtiendo al cabo de un rato mi hosco silencio y los horribles trasquilones que le estaba haciendo, dijo:

– Muy taciturno te veo.

A lo que respondí con un gruñido, porque durante la tarde se habían ido condensando en mi cerebro negras nubes de sospecha. En vista de lo cual se levantó de su asiento la señora Pascuala sin esperar a que yo acabara de dejarla pelona y arrojando de sí el peinador salió de la peluquería exclamando:

– Te has vuelto un maniático, un melindroso y un engreído. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Tan agradable como parecías cuando llegaste.

La señora Pascuala era la propietaria de la pescadería La Toñina, en la que yo nunca compraba nada desde que una vez, años atrás, ella misma, la señora Pascuala, me vendió, al exorbitante precio de 150 pesetas el kilo, una espléndida lubina que más tarde, puesta por mí con esmero en la sartén, perdió el color, el sabor, las aletas, las escamas, la forma y la textura, conservando únicamente de sus atributos originales una insoportable y persistente fetidez abisal, de la que sólo me libré tras incontables sahumerios. No era esto, sin embargo (agua pasada), lo que había motivado mi actitud huraña con respecto a la señora Pascuala, pero su marcha repentina me impidió darle una satisfacción. Y como a la hora de cenar le refiriera lo sucedido a la señora Margarita, amiga de la señora Pascuala (en cuya tienda se surte de unas anchoas en salmuera que luego, en número de tres y camufladas bajo el tomate, agreden y lesionan la lengua, el paladar y las encías de quien comete la equivocación de pedir pizza napolitana), suspiró aquélla y me contó que a mi llegada al barrio la señora Pascuala se había hecho con respecto a mi persona ciertas ilusiones, que luego mi indiferencia había trocado en despecho.