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Steve Berry

La búsqueda de Carlomagno

4º- Cotton Malone

Título originaclass="underline" The Charlemagne Pursuit

Estudia el pasado si quieres adivinar el futuro.

Confucio

Los antiguos maestros eran sagaces, misteriosos, profundos, receptivos. Sus conocimientos son insondables. Dado que son insondables, lo único que podemos hacer es describir su aspecto: observadores, como quienes vadean un río en invierno; vigilantes, como quienes son conscientes del peligro; corteses, como los invitados; dúctiles, como el hielo a punto de fundirse; sencillos, como la madera sin tallar.

Lao tse (604 a. J.c.)

El que perturba su casa heredará viento.

Proverbios 11, 29

PRÓLOGO

Noviembre de 1971

La alarma sonó y Forrest Malone se puso en guardia.

– ¿Profundidad? -preguntó.

– Ciento ochenta metros.

– ¿Qué hay debajo de nosotros?

– Seiscientos metros más de agua fría.

Sus ojos barrieron los activos cuadrantes, los manómetros y los termómetros. En la minúscula sala de mando el timonel se sentó a su derecha, el primer oficial se acomodó como pudo a la izquierda. Las manos de ambos hombres se aferraban a sendas palancas. La luz iba y venía.

– Reduzca a dos nudos.

El submarino dio una sacudida.

La alarma cesó, en la sala de mando se hizo la oscuridad.

– Comandante, informe de la sala de reactores. Un cortocircuito ha afectado a una de las barras de control.

Él sabía lo que había sucedido: los mecanismos de seguridad que incorporaba el caprichoso chisme habían bajado automáticamente las otras barras, y el reactor se había apagado. Sólo se podía proceder de una forma.

– Utilice las baterías.

Las tenues luces de emergencia se encendieron. Su jefe de máquinas, Flanders, un profesional bueno y prudente del que había terminado dependiendo, entró en la sala de mando.

– Dime, Tom -dijo Malone.

– No sé cuál es la gravedad ni cuánto va a llevar arreglarlo, pero tenemos que aligerar la carga eléctrica.

Habían perdido potencia antes, varias veces a decir verdad, y él sabía que las baterías podían proporcionar potencia temporalmente durante dos días siempre y cuando fueran cuidadosos. Sus hombres habían recibido un entrenamiento riguroso para hacer frente a esa clase de situaciones, pero cuando un reactor se paraba, el manual decía que había que volver a ponerlo en marcha en el plazo de una hora. Si pasaba más tiempo, era preciso llevar la embarcación al puerto más cercano.

Que se hallaba a más de dos mil kilómetros.

– Apaguen todo lo que no sea necesario -ordenó.

– Comandante, costará mantenerlo estable -observó el timonel.

Él conocía el principio de Arquímedes: un objeto cuyo peso fuera igual que el del volumen de agua equivalente ni se hundiría ni flotaría, sino que mantendría una flotabilidad neutra. Todos los submarinos se regían por esa regla básica, permanecían bajo el agua gracias a unos motores que los impulsaban. Sin energía no habría motores, timones horizontales ni propulsión, problemas que podían solucionarse fácilmente emergiendo, pero encima de ellos no había mar abierto: se hallaban bajo un techo de hielo.

– Comandante, la sala de máquinas informa de una fuga menor en el sistema hidráulico.

– ¿Una fuga menor? -repitió él-. ¿Ahora?

– La vieron antes, pero ahora que no hay energía solicitan permiso a fin de cerrar una válvula para detener la fuga y cambiar un manguito.

Lógico.

– Háganlo. Y espero que no haya más malas noticias. -Se volvió hacia el operador de sonar-: ¿Hay algo delante?

Todos los submarinistas seguían el ejemplo de los que los habían precedido, y los primeros que lucharon contra mares helados enseñaron dos lecciones: no golpear nunca algo helado si no es necesario y, si eso no fuera posible, situar la proa contra el hielo, empujar con suavidad y rezar.

– Despejado -informó el operador.

– Se inicia la deriva -dijo el timonel.

– Compensen, pero cuidado con la potencia.

De repente, el morro del submarino se inclinó hacia adelante.

– ¿Qué demonios ocurre? -farfulló el comandante.

– ¡Los planos de popa han caído en picado! -gritó el primer oficial, que se puso de pie y tiró de la palanca de control-. ¡No responden!

– ¡Blount! -vociferó Malone-. ¡Ayúdelo!

El aludido dejó el sonar y corrió a prestar ayuda. El ángulo descendente aumentó. Malone agarró la mesa de ploteo, ya que todo lo que no estaba sujeto se deslizó hacia adelante en un alud frenético.

– Emergencia, ¡control de planos! -chilló.

El ángulo se incrementó.

– Más de cuarenta y cinco grados -dijo el timonel-. Sigue cayendo en picado. No responde.

Malone asió con más fuerza la mesa y pugnó por no perder el equilibrio.

– Doscientos setenta metros y bajando.

El batímetro cambiaba tan de prisa que los números se desdibujaban. La embarcación podía alcanzar una cota de inmersión de casi mil metros, pero el fondo se aproximaba con rapidez y la presión del agua exterior aumentaba demasiado de prisa, y el casco implosionaría. Sin embargo, estrellarse contra el lecho marino en picado tampoco era una perspectiva muy halagüeña. Sólo se podía hacer una cosa.

– Emergencia, ¡atrás toda! Den aire en todos los tanques de lastre. El submarino se sacudió cuando la maquinaria obedeció la orden. Las hélices cambiaron de sentido y el aire comprimido irrumpió en los tanques, expulsando el agua. El timonel se mantuvo firme, y el primer oficial se preparó para lo que Malone sabía que se avecinaba.

Se recuperó la flotabilidad positiva. El descenso se ralentizó. La proa se enderezó y a continuación se niveló.

– Controle la corriente -ordenó el comandante-. Manténganos nivelados, no quiero subir.

El primer oficial obedeció la orden.

– ¿Cuánto queda para el fondo?

Blount regresó a su puesto.

– Sesenta metros.

Los ojos de Malone se clavaron en el batímetro: setecientos metros. El casco acusó la presión pero aguantó. Malone comprobó los indicadores de estado: las luces mostraban que todas las válvulas y las brechas estaban cerradas. Por fin una buena noticia.

– Descendamos.

La ventaja de ese submarino con respecto a los demás era que podía posarse en el lecho del océano. No era más que una de las numerosas características especializadas de su diseño, al igual que el molesto sistema eléctrico y de control, del cual acababan de ver una demostración gráfica.

El submarino se acomodó en el fondo.

En la sala de mando todos se miraron. Nadie hablaba, no era preciso. Malone sabía lo que pensaban: «Nos hemos salvado por los pelos.»

– ¿Sabemos qué ha ocurrido? -inquirió.

– La sala de máquinas afirma que cuando cerraron la válvula para repararla fallaron los sistemas de navegación e inmersión normales y de emergencia. Nunca antes había sucedido.

– ¿Podrían decirme algo que no sepa?

– Han reabierto la válvula.

Malone sonrió al oír la manera que tenía su oficial de máquinas de darle a entender: «Si supiera algo más, se lo diría.»

– Muy bien, dígales que lo arreglen. ¿Qué hay del reactor?

Seguro que habían consumido un montón de batería intentando contrarrestar el descenso imprevisto.

– Sigue sin funcionar -anunció su segundo.

La hora de puesta en marcha pasaba de prisa.