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– Bienvenido, Herr Malone -saludó la desconocida-. Le estaba esperando.

OCHO

Maryland 12.15 horas

La casa estaba desierta, en los bosques circundantes no había una alma, y sin embargo el viento seguía susurrando su nombre.

«Ramsey.»

Se detuvo.

No era una voz, sino más bien un murmullo que arrastraba el invernal viento. Había entrado en la casa por una puerta trasera que estaba abierta y se hallaba en un espacioso salón salpicado de muebles con la tapicería de un color marrón sucio. Las ventanas de la pared opuesta enmarcaban un paisaje de extensos prados. Seguía teniendo las piernas heladas, el oído fino. Se dijo que no había oído su nombre.

«Langford Ramsey.»

¿De verdad era una voz o tan sólo su imaginación, que se embebía del espeluznante entorno?

Había ido en coche a la campiña de Maryland directamente desde la reunión del club Kiwanis, solo y sin uniforme. Su puesto de jefe de inteligencia de la Marina requería una apariencia más discreta, razón por la cual solía evitar la vestimenta y el conductor oficiales. Fuera, nada en la fría tierra indicaba que alguien hubiese puesto un pie en ella recientemente, y la alambrada se había oxidado hacía tiempo. La casa era un laberinto con añadidos evidentes, muchas de las ventanas tenían los cristales hechos añicos, y en el tejado había un boquete que no tenía pinta de que lo estuvieran reparando. Siglo XIX, supuso él. Sin duda en su día la estructura había sido una elegante casa de campo que ahora estaba condenada a convertirse en una ruina.

El viento seguía soplando. Según los partes meteorológicos, la nieve por fin se dirigía al este. Escrutó el piso de madera para ver si había alguna huella en la mugre, pero tan sólo distinguió sus propias pisadas.

Algo se rompió o cayó en el otro extremo de la casa. ¿Un cristal? ¿Algo metálico? Era difícil de decir. Ya bastaba de tonterías.

Se desabrochó el abrigo, sacó una Walther automática y se dirigió hacia la izquierda. El pasillo que tenía delante estaba a oscuras, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Caminó despacio hasta el final del corredor.

Volvió a oír algo. Arañazos. A la derecha. Luego algo más. Metal contra metal. Procedía de la parte trasera de la casa.

Al parecer, eran dos.

Enfiló el pasillo con cautela y decidió que un ataque relámpago tal vez le diera ventaja, sobre todo teniendo en cuenta que, quienquiera que fuese, seguía anunciando su presencia con un continuo tap-tap-tap.

Tomó aire, amartilló el arma e irrumpió en la cocina. En la encimera, a unos tres metros, había un perro. Se trataba de un cruce de gran tamaño, las orejas redondeadas, el pelaje pardo, de un color más claro por debajo, el morro y el cuello blancos.

El animal soltó un gruñido. A la vista quedaron unos colmillos puntiagudos. Mantenía los cuartos traseros en tensión.

Se oyó un ladrido procedente de la parte de delante de la casa. ¿Dos perros?

El que estaba en la encimera se bajó de un salto y salió disparado por la puerta de la cocina.

Él corrió a la parte delantera de la casa y llegó justo cuando el otro animal salía por una ventana abierta. Exhaló un suspiro. «Ramsey.»

Fue como si la brisa se hubiese tornado vocales y consonantes que a continuación pronunciara. No claramente ni en voz alta, tan sólo allí.

¿O tal vez no?

Se obligó a pasar por alto algo tan absurdo y salió del salón delantero, enfiló un pasillo y dejó atrás más habitaciones con muebles cubiertos con fundas y papel pintado abombado debido al paso del tiempo. Vio un viejo piano sin tapar. Los cuadros proyectaban un vacío fantasmagórico desde sus fundas de tela. Se preguntó cómo serían y se detuvo para echar un vistazo a unos cuantos: grabados en sepia de la guerra civil. Uno era de Monticello; otro, del monte Vernon.

En el comedor vaciló e imaginó a grupos de hombres blancos dos siglos antes dándose un atracón de filetes y bizcocho templado. Tal vez después se sirvieran whiskies con soda en el salón y se jugara una partida de bridge mientras un brasero caldeaba el aire dejando un olor a eucaliptus. Naturalmente, los antepasados de Ramsey estarían fuera, congelándose en los barracones de los esclavos.

Recorrió con la mirada un largo pasillo y se sintió atraído por una estancia del fondo. Comprobó el suelo, pero el polvo era lo único que cubría la madera.

Se detuvo al llegar al final, ante la puerta.

Por una lúgubre ventana se disfrutaba de otra vista de la desnuda pradera. Los muebles, al igual que en las otras habitaciones, estaban todos tapados a excepción de un escritorio. Madera de ébano, vetusta y deslucida, la marquetería recubierta de una capa de polvo gris azulado. De las paredes color topo colgaban cornamentas de ciervos, y unas sábanas marrones protegían lo que al parecer eran estanterías. En el aire flotaban motas de polvo.

«Ramsey.»

Pero no lo decía el viento.

Tras identificar el origen, fue directo a una silla y le quitó la funda, levantando otra nube neblinosa. En el ajado asiento vio una grabadora con una cinta a la mitad.

Agarró la pistola con más fuerza.

– Ya veo que has encontrado mi fantasma -dijo una voz.

Ramsey se volvió y descubrió a un hombre en la puerta. De baja estatura, cuarenta y tantos años, el rostro redondo y la tez tan blanca como la nieve que se avecinaba. El cabello, negro y ralo, alisado, lucía mechones plateados.

Y sonreía. Como siempre.

– ¿A qué viene tanto teatro, Charlie? -preguntó Ramsey mientras se guardaba el arma.

– Es mucho más divertido que decir «hola», y me encantaron los perros. Creo que les gusta esto.

Llevaban quince años trabajando juntos y Ramsey ni siquiera sabía cuál era su verdadero nombre. Sólo lo conocía como Charles C. Smith hijo, con énfasis en lo de «hijo». Una vez preguntó por Smith padre y el otro le largó una historia familiar durante media hora que sin duda era una patraña.

– ¿De quién es este sitio? -inquirió Ramsey.

– Ahora, mío. Lo compré hace un mes. Pensé que un refugio en el campo sería una buena inversión. Me estoy planteando acondicionarlo y alquilarlo. Lo voy a llamar «Bailey Mill».

– ¿Acaso no te pago lo suficiente?

– Hay que diversificar, almirante. No se puede vivir dependiendo sólo de un cheque. Bolsa, propiedades, ésa es la manera de estar preparado para la vejez.

– Arreglar esto costará una fortuna.

– Ya que lo mencionas, debido a una subida anticipada del precio del carburante, a unos gastos de desplazamiento más altos de lo previsto y a un incremento general de los costes, vamos a experimentar un ligero aumento de tarifas. Aunque es nuestra firme intención impedir que se disparen los gastos y seguir proporcionando un extraordinario servicio de atención al cliente, nuestros accionistas exigen que mantengamos un margen de beneficios aceptable.

– Vaya una sarta de gilipolleces, Charlie.

– Además, este sitio me ha costado una fortuna, y necesito más dinero.

Sobre el papel, Smith era un asalariado que realizaba servicios de vigilancia especializada en el extranjero, donde la legislación en materia de intervenciones telefónicas era laxa, en particular en Asia Central y Oriente Próximo, así que a Ramsey le importaba un bledo lo que cobrara.

– Mándame la factura. Y ahora, escucha: ha llegado el momento de actuar.

Se alegraba de que todo el trabajo preliminar se hubiese realizado a lo largo del año anterior. Los informes estaban listos; los planes, desarrollados. Sabía que acabaría presentándose la oportunidad, no cuándo ni cómo, tan sólo que se presentaría.

Y así había sido.

– Empieza por el objetivo principal, tal y como hemos hablado, y luego ve al sur por los dos siguientes.