– Pero Herbert Rowland sigue vivo gracias a vosotros.
«Pobre consuelo», pensó Stephanie, y a continuación preguntó:
– ¿Qué lo trae por aquí?
– Me escabullí de la Casa Blanca y puse rumbo al sur en el Marine One. Bush lo puso de moda: solía ir en helicóptero a Iraq antes de que nadie se enterara. Ahora contamos con procedimientos para hacerlo. Estaré en la cama antes de que nadie sepa que me he ido. -La mirada de Daniels se dirigió hacia la puerta de la cámara refrigerada-. Quería ver qué hay ahí dentro. El coronel Gross me lo ha dicho, pero quería verlo.
– Podría cambiar nuestra manera de entender la civilización -dijo ella.
– Increíble. -Stephanie vio que el presidente estaba realmente impresionado-. ¿Tenía razón Malone? ¿Podemos leer los libros?
Ella asintió.
– Lo bastante como para que tengan sentido.
El presidente parecía mantener a raya un carácter por lo común bullicioso. Stephanie había oído que era una ave nocturna y dormía poco. El personal no paraba de quejarse.
– Perdimos al asesino -contó Davis.
Stephanie captó la derrota en su tono, tan distinto de la primera vez que habían trabajado juntos, cuando derrochaba un optimismo contagioso que la había empujado a viajar a Asia Central.
– Edwin, lo has hecho lo mejor que has podido -replicó el presidente-. Pensé que estabas chalado, pero tenías razón.
Los ojos de Davis eran los de alguien que había renunciado a esperar recibir buenas noticias.
– Así y todo, Scofield ha muerto, Millicent ha muerto.
– La cuestión es, ¿quieres coger al que los mató?
– Como le he dicho, lo perdimos.
– Verás, ése es el quid: yo lo he encontrado -repuso Daniels.
OCHENTA Y TRES
Maryland
Ramsey tomó asiento en una desvencijada silla de madera, las manos, el pecho y los pies atados con cinta americana. Se había planteado atacar a McCoy fuera, pero comprendió que Smith sin duda iría armado y no podría zafarse de los dos, de manera que no hizo nada. Decidió esperar el momento adecuado y que alguno metiera la pata.
Quizá no hubiese sido buena idea.
Lo metieron en la casa. Smith encendió un pequeño camping gas que iluminaba débilmente la estancia y daba un calor agradable. Qué interesante: habían abierto una parte de la pared del dormitorio, el rectángulo que se extendía al otro lado, negro como boca de lobo. Ramsey necesitaba saber qué querían esos dos, cómo se habían aliado y cómo apaciguarlos.
– Esta mujer dice que he pasado a formar parte de la lista de los prescindibles -dijo Smith.
– No deberías escuchar a desconocidos.
McCoy estaba de pie, apoyada en el antepecho de una ventana, empuñando una pistola.
– ¿Quién dice que no nos conocemos?
– Eso es algo fácil de deducir -repuso él-: los dos jugáis a dos bandas. Charlie, ¿te ha dicho que me ha sacado veinte millones?
– Algo mencionó, sí. Otro problema.
Ramsey se enfrentó a McCoy.
– Estoy impresionado: identificaste a Charlie y te pusiste en contacto con él.
– No fue tan difícil. ¿Crees que nadie presta atención? Sabes que los móviles se pueden controlar, que se puede seguir el rastro de las transferencias bancarias, servirse de acuerdos confidenciales entre gobiernos para acceder a cuentas y documentos a los que nadie más podría acceder.
– No sabía que tuvieras tanto interés en mí.
– Querías que te ayudara, y eso es lo que estoy haciendo.
Ramsey tiró de las ataduras.
– No es lo que tenía en mente.
– Le he ofrecido a Charlie la mitad de esos veinte millones.
– Y por adelantado -añadió el aludido.
Ramsey cabeceó.
– Eres un idiota desagradecido.
Smith se adelantó y le cruzó la cara con el dorso de la mano.
– Llevo mucho tiempo queriendo hacer esto.
– Charlie, te juro que lo vas a lamentar.
– He hecho lo que me has pedido durante quince años -replicó él-. Querías que alguien muriera y entonces yo lo mataba. Sabía que tramabas algo, siempre lo he sabido. Ahora es el Pentágono, la Junta de Jefes de Estado Mayor. ¿Qué será lo siguiente? Nunca estarás satisfecho, no te retirarás. No es propio de ti. Así que me he convertido en un estorbo.
– ¿Quién ha dicho eso?
Smith señaló a McCoy.
– ¿Y la crees?
– Lo que dice tiene sentido. Y también tenía veinte millones de dólares, porque ahora la mitad son míos.
– Y tú estás en nuestras manos -terció McCoy.
– Ninguno de vosotros tiene agallas para matar a un almirante, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina y candidato a la Junta de Jefes. Os costará taparlo.
– ¿De veras? -intervino Smith-. ¿A cuántas personas he liquidado para ti? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Doscientas? Ni siquiera me acuerdo. Y ni una sola de esas muertes ha sido considerada asesinato. Yo diría que las tapaderas son mi especialidad.
Por desgracia, esa rata engreída tenía razón, así que Ramsey decidió probar con la vía diplomática.
– ¿Qué puedo hacer para convencerte, Charlie? Llevamos mucho tiempo juntos, y voy a necesitarte en años venideros.
Smith no dijo nada.
– ¿A cuántas mujeres ha matado? -quiso saber McCoy.
Ramsey se preguntó a qué vendría eso.
– ¿Acaso importa?
– Me importa a mí.
Entonces cayó en la cuenta: Edwin Davis era su compañero.
– Esto tiene que ver con Millicent, ¿no?
– ¿La mató el señor Smith?
Él decidió ser sincero y asintió con la cabeza.
– ¿Estaba embarazada?
– Eso me dijo, pero ¿quién sabe? Las mujeres mienten.
– Así que la quitaste de en medio.
– Me pareció la forma más sencilla de atajar el problema. Charlie trabajaba para nosotros en Europa, así fue como nos conocimos. Hizo bien el trabajo y es mío desde entonces.
– No soy tuyo -escupió Smith, el desdén tiñendo su voz-. Trabajo para ti, me pagas.
– Y hay mucho más dinero que puede ser tuyo -dejó claro el almirante.
Smith se acercó a la abertura practicada en la pared.
– Por ahí se baja a un sótano oculto. Probablemente fuese útil durante la guerra civil. Es un buen sitio para esconder cosas.
Ramsey captó el mensaje: como un cadáver.
– Charlie, matarme no sería en absoluto un buena idea.
Smith se volvió y lo apuntó con su arma.
– Puede ser, pero estoy completamente seguro de que me hará sentir mejor.
Malone dejó atrás el radiante sol y entró en la base Halvorsen seguido de los demás. Su anfitrión, que los estaba esperando en el hielo cuando bajaron del avión para ser recibidos por una ráfaga de aire helado, era un australiano moreno y con barba -bajo, fornido y con pinta de competente- llamado Taperell.
La base constaba de distintos edificios de alta tecnología enterrados bajo una gruesa capa de nieve que funcionaban mediante modernos sistemas de energía solar y eólica. «Lo último», aseguró Taperell, y acto seguido añadió:
– Han tenido suerte: hoy sólo hay trece grados bajo cero, lo que no está nada mal para esta parte del mundo. -Los condujo hasta una amplia habitación con las paredes revestidas de madera, llena de mesas y sillas, que olía a comida. Un termómetro digital en la pared del fondo marcaba diecinueve grados-. En un pispás les servirán hamburguesas, patatas fritas y algo de beber -ofreció-. He pensado que querrían comer algo.
– Buena idea -apuntó Malone.
– Claro, amigo -contestó el risueño australiano.