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– ¿Podemos ponernos en marcha después?

Taperell asintió.

– Ningún problema, ésas son mis órdenes. Tengo un helicóptero listo. ¿Adonde se dirigen?

Malone miró a Henn.

– Su turno.

Christl se adelantó.

– A decir verdad, soy yo quien tiene lo que necesitas.

Stephanie vio que Davis se levantaba de la silla y le preguntaba al presidente:

– ¿Cómo que lo ha encontrado?

– Hoy le he ofrecido a Ramsey la vacante en la Junta de Jefes. Lo llamé y aceptó.

– Supongo que tendrá un buen motivo para haber hecho eso -apuntó Davis.

– ¿Sabes, Edwin? Da la impresión de que nuestros papeles están cambiados. Es como si tú fueras el presidente y yo el viceconsejero de Seguridad Nacional, y lo digo poniendo especial énfasis en lo de vice.

– Sé quién es el jefe, usted sabe quién es el jefe. Sólo díganos por qué ha venido aquí en mitad de la noche.

Ella vio que Daniels no se molestaba por tan impertinente insolencia.

– Cuando fui a Gran Bretaña hace unos años me pidieron que me uniera a la caza del zorro -explicó el presidente-. A los británicos les encanta toda esa gaita: vestirse de punta en blanco a primera hora de la mañana, subirse a un caballo maloliente e ir detrás de un puñado de perros aulladores. Me dijeron que era estupendo. Salvo, claro está, si eres el zorro. En ese caso es una putada. Siendo el alma compasiva que soy, no paraba de pensar en el zorro, así que rehusé.

– ¿Vamos a salir de caza?

Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.

– Pues sí, pero lo bueno de esta cacería es que los zorros no saben que vamos hacia allá.

Malone observó a Christl desplegar un mapa y extenderlo en una de las mesas.

– Nuestra madre me lo explicó.

– Y ¿qué te hace tan especial? -quiso saber Dorothea.

– Supongo que pensó que no perdería la cabeza, aunque por lo visto me considera una soñadora vengativa dispuesta a arruinar a la familia.

– Y ¿lo eres? -le preguntó su hermana.

Christl la atravesó con la mirada.

– Soy una Oberhauser, la última de un largo linaje, y tengo intención de honrar a mis antepasados.

– ¿Y si nos centramos en el problema que tenemos? -terció Malone-. Hace un tiempo excelente, y hemos de aprovecharlo mientras podamos.

Christl había llevado consigo el mapa de la Antártida con el que Isabel lo había tentado en Ossau, el más reciente, que entonces no quiso enseñarle. Ahora él veía que aparecían señaladas todas las bases del continente, la mayoría situadas a lo largo de la costa, incluida Halvorsen.

– Mi abuelo estuvo aquí y aquí -dijo Christl al tiempo que señalaba dos lugares marcados como puntos 1 y 2-. Según sus notas, la mayoría de las piedras que llevó proceden del emplazamiento 1, aunque pasó mucho tiempo en el 2. La expedición transportó una cabaña, desmontada, para que fuese erigida en algún lugar y así reivindicar los derechos de Alemania. Decidieron levantar la cabaña en el emplazamiento 2, aquí, cerca de la costa.

Malone le había pedido a Taperell que se quedara. Llegado ese momento, lo miró y le preguntó:

– ¿Dónde está eso?

– Lo conozco. A unos ochenta kilómetros al oeste de aquí.

– ¿Sigue en pie la cabaña? -se interesó Werner.

– Sin duda -aseguró el australiano-. La encontrará en buen estado, aquí la madera no se pudre. Estará como el día en que la montaron. Y sobre todo allí: la zona entera ha sido declarada área protegida. Se trata de un emplazamiento de «especial interés científico», según la Ley de Conservación de la Antártida. Sólo se puede visitar con el visto bueno de Noruega.

– ¿Por qué? -inquirió Dorothea.

– La costa pertenece a las focas, es una zona de cría. No está permitido el acceso de personas. La cabaña se sitúa en uno de los valles secos del interior.

– Mi madre dice que mi padre le contó que iba a llevar a los americanos al emplazamiento 2 -dijo Christl-. Mi abuelo siempre quiso volver para seguir explorando, pero no lo dejaron.

– ¿Cómo sabemos que ése es el lugar? -preguntó Malone.

Captó la mirada traviesa de Christl, que metió la mano en la mochila y sacó un libro delgado y colorido con el título en alemán. Él lo tradujo para sí: De visita a Nueva Suabia. Cincuenta años después.

– Es un libro ilustrado que se publicó en 1988. Una revista alemana envió un equipo de filmación y un fotógrafo. Mi madre se topó con él hace cinco años. -Se puso a hojearlo en busca de una página en concreto-. Ésta es la cabaña. -Les enseñó una sorprendente imagen en color a dos páginas de una estructura de madera gris enclavada en un valle de piedras negras, veteada de reluciente nieve y eclipsada por peladas montañas grises. Pasó la página-. Ésta es una foto del interior.

Malone la estudió. No había muchas cosas: una mesa con revistas, unas sillas, dos literas, cajas de embalar convertidas en estanterías, un hornillo y una radio.

Christl lo miró risueña.

– ¿Ves algo?

Estaba haciendo lo mismo que él había hecho en Ossau, de modo que aceptó el desafío y escudriñó la fotografía a conciencia, al igual que el resto.

Entonces lo vio. En el suelo, grabado en una de las tablas.

– Es el mismo símbolo que aparece en la tapa del libro que se encontró en la tumba de Carlomagno -dijo Malone, señalándolo.

Ella sonrió.

– Tiene que ser el sitio. Y además hay esto. -Sacó una hoja de papel doblada del libro, una página de una vieja revista, amarillenta y deteriorada, con una imagen granulosa en blanco y negro del interior de la cabaña.

– Estaba entre la documentación de la Ahnenerbe que conseguí -intervino Dorothea-. Recuerdo haberla visto en Múnich.

– Nuestra madre la recuperó y se fijó en esta foto -explicó su hermana-. Mira el suelo: se ve claramente el símbolo. Esto se publicó en la primavera de 1939, era un artículo que escribió el abuelo sobre la expedición del año anterior.

– Le dije que esa documentación era valiosa -afirmó Dorothea.

Malone se dirigió entonces a Taperell.

– Al parecer, es ahí adonde vamos.

El australiano señaló el mapa con el dedo.

– Esta zona de aquí, en la costa, es una plataforma de hielo con agua de mar debajo. Se extiende unos ocho kilómetros hacia el interior, formando lo que sería una bahía considerable de no estar congelada. La cabaña se encuentra al otro lado de una cordillera, a un kilómetro y medio desde lo que sería la orilla occidental de la bahía. Podemos dejarlos ahí y recogerlos cuando estén listos. Como ya les dije, creo que han tenido suerte con el tiempo, hoy hace un calor de mil demonios.

Trece grados bajo cero no era precisamente lo que Malone consideraba un calor tropical, pero entendió a qué se refería.

– Necesitamos equipo de emergencia, por si acaso.

– Tenemos dos trineos preparados. Les estábamos esperando.

– No hace usted muchas preguntas, ¿eh? -observó Malone.

Taperell negó con la cabeza.

– No, amigo. Yo sólo estoy aquí para hacer mi trabajo.

– Pues entonces demos cuenta de esa comida y en marcha.

OCHENTA Y CUATRO

Fort Lee

– Señor presidente -dijo Davis-. ¿No podría usted explicarse sin más? Sin anécdotas ni acertijos. Es muy tarde, y no tengo fuerzas para ser paciente ni respetuoso.

– Edwin, me caes bien. La mayoría de los capullos con los que trato me dicen o bien lo que creen que quiero oír o lo que no me hace falta saber. Tú eres distinto: me dices lo que tengo que oír. Sin dorarme la píldora, sin rodeos. Por eso, cuando me hablaste de Ramsey, te escuché. Si me lo hubiera dicho otra persona, me habría entrado por un oído y salido por el otro. Pero contigo, no. Sí, me mostré escéptico, pero tenías razón.