Werner estaba junto a Henn, cerca de la puerta de la cabaña; Christl, sentada a la mesa de la radio.
Abajo, la linterna de Malone atravesaba la oscuridad.
– Es un túnel -gritó-. Se interna en la montaña.
– ¿Cuánto? -quiso saber Christl.
– Una barbaridad.
Malone asomó la cabeza.
– Necesito ver una cosa.
Salió fuera y los demás lo siguieron.
– Me dan que pensar los tramos de nieve y hielo que recorren el valle. Hay suelo pelado y piedras por todas partes y luego unos caminos desiguales que se entrecruzan aquí y allá. -Apuntó hacia la montaña y una senda nevada de unos seis o siete metros de ancho que partía de la cabaña y moría en su base-. El recorrido del túnel.
Ahí abajo el aire es mucho más frío que en la superficie, así que hay nieve.
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Werner.
– Ya lo verá.
Henn fue el último en bajar por la escalera, y Malone vio la cara de asombro que ponían todos. El túnel, de unos seis metros de ancho, se extendía en línea recta. Las paredes eran de piedra volcánica negra, y el techo, de un azul luminoso, lo envolvía en un brillo crepuscular.
– Esto es increíble -observó Christl.
– El casquete de hielo se formó hace mucho tiempo, pero contó con ayuda. -Malone señaló con la linterna lo que parecían un montón de piedras esparcidas por el suelo, que sin embargo irradiaban un resplandor titilante-. Cuarzo de algún tipo. Están por todas partes. Miren las formas: yo diría que se formaron en el techo, acabaron cayendo y el hielo permaneció formando un arco natural.
Dorothea se agachó para examinar una de ellas. Henn, que sostenía la otra linterna, la alumbró. Cogió algunas: encajaban como piezas de un puzzle.
– Tiene razón: se acoplan.
– ¿Adonde lleva esto? -quiso saber Christl.
– Estamos a punto de averiguarlo.
El aire allí era más frío que el de fuera. Malone consultó su termómetro de muñeca: veinte grados bajo cero. Frío, pero soportable.
No se equivocaba en cuanto a la longitud: el túnel medía unos sesenta metros y estaba repleto de cuarzo. Antes de descender habían introducido el equipaje en la cabaña, incluidas las dos radios. Bajaron con la mochila, y él cargó con pilas de más para las linternas, aunque el resplandor fosforescente que emanaba del techo les permitía ver fácilmente el camino.
El brillante techo terminaba allí donde, según sus cálculos, comenzaba la montaña, con un imponente arco flanqueado por pilares negros y rojos que sostenían un tímpano repleto de inscripciones similares a las de los libros. Malone apuntó con la luz y reparó en que las columnas, cuadradas, se estrechaban por el interior hacia la base, el reflejo de la pulida superficie de una belleza etérea.
– Parece que éste es el lugar -comentó Christl.
Había dos puertas, de unos tres metros de alto, cerradas. Malone se acercó y las tocó: bronce.
Cenefas de espirales decoraban la lisa superficie, y una barra de metal afianzada mediante gruesas abrazaderas la atravesaba de punta a punta; seis pesados goznes se abrían hacia ellos.
Malone cogió la barra y la retiró.
Acto seguido Henn agarró el tirador de una de las puertas y la abrió hacia afuera. Malone echó mano del otro, sintiéndose como Dorothy al entrar en Oz. La otra cara de la puerta presentaba las mismas espirales decorativas y abrazaderas de bronce. La abertura era lo bastante ancha para que pudieran entrar todos a la vez.
Lo que por la parte superior parecía una única montaña cubierta de nieve en realidad eran tres picos apiñados, las anchas hendiduras entre ellos fraguadas con hielo de un azul translúcido: antiguo, frío, duro y sin rastro de nieve. El interior en su día había estado revestido de más bloques de cuarzo, como una vidriera imponente, las juntas gruesas y dentadas. Buena parte del muro interior se había derruido, pero en pie quedaba lo suficiente para ver que aquella proeza arquitectónica debía de haber sido impresionante. A través de tres junturas ascendentes, cual inmensas barras de luz, se colaba una lluvia iridiscente de rayos azulados que proporcionaba una iluminación sobrenatural al cavernoso espacio.
Ante ellos tenían una ciudad.
Stephanie había pasado la noche en casa de Davis, un modesto piso de dos dormitorios y dos baños en el edificio Watergate Towers. Paredes oblicuas, cuadrículas entrecruzadas, techos a distintas alturas y abundancia de curvas y círculos hacían de las estancias una composición cubista. El minimalismo decorativo y el color pera madura de las paredes producían una sensación extraña, pero no desagradable. Davis le explicó que el piso ya estaba amueblado y él había acabado acostumbrándose a su simplicidad.
Habían vuelto a Washington con Daniels, a bordo del Marine One, y habían conseguido dormir unas horas. Stephanie se duchó, y Davis se ocupó de que ella pudiera comprar algo de ropa en una de las boutiques de la planta baja. Eran prendas caras, pero no tenía elección: a las que llevaba ya les había dado bastante uso. Había ido de Atlanta a Charlotte pensando que sería para un día a lo sumo; ya llevaban tres y sin visos de que aquello fuera a terminar. Davis también se había aseado, afeitado y cambiado de ropa. Se había puesto unos pantalones de pana azul marino y una camisa Oxford amarillo claro. Todavía tenía el rostro magullado de la pelea, pero su aspecto era mejor.
– Podemos comer algo abajo -propuso él-. No sé ni poner a hervir agua, así que como bastante ahí.
– El presidente es tu amigo -se sintió obligada a decir Stephanie, consciente de que a él no se le iba de la cabeza la noche anterior-. Está corriendo muchos riesgos por ti.
Él esbozó una sonrisa crispada.
– Lo sé. Y ahora nos toca actuar a nosotros.
Stephanie había terminado admirando a Davis. No era en absoluto como se lo imaginaba. Un tanto demasiado audaz para su propio bien, pero comprometido.
Sonó un teléfono y Davis lo cogió. Estaban a la espera.
En el silencio del piso ella pudo oír cada palabra de la llamada.
– Edwin, tengo el lugar -dijo Daniels.
– Dígame -repuso el aludido.
– ¿Estás seguro? Es tu última oportunidad. Puede que no salgas vivo de ésta.
– Usted dígame cuál es el sitio.
A Stephanie la incomodó su impaciencia, pero Daniels tenía razón: tal vez no salieran con vida. Davis cerró los ojos.
– Tan sólo déjenos hacer esto. -Hizo una pausa-. Señor.
– Apunta.
Davis cogió un papel y un lápiz de la encimera y anotó de prisa la información que le iba facilitando Daniels.
– Ten cuidado, Edwin -pidió el presidente-. No sabes lo que te espera.
– Y uno no se puede fiar de las mujeres, ¿no?
El presidente soltó una risita.
– Me alegro de que lo hayas dicho tú y no yo.
Davis colgó y clavó la vista en ella, sus ojos eran un caleidoscopio de emociones.
– Es mejor que te quedes aquí.
– Ni de coña.
– No tienes por qué hacer esto.
La frialdad de la afirmación la hizo reír.
– ¿Desde cuándo? Eres tú quien me ha metido en esto.
– Me equivoqué.
Ella se acercó y le acarició con ternura el magullado rostro.
– Si yo no hubiera estado allí, habrías matado al hombre equivocado en Asheville.
Davis la cogió por la muñeca y le dio un leve abrazo, la mano temblorosa.
– Daniels tiene razón: esto es totalmente impredecible.
– Ya, Edwin, así es mi vida.
OCHENTA Y SEIS
Malone había visto cosas impresionantes: el tesoro de los templarios, la biblioteca de Alejandría, la tumba de Alejandro Magno. Pero ninguna de ellas podía compararse con ésa.