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Ante ellos se extendía un camino procesional de losas irregulares y pulidas; a ambos lados, construcciones apretadas de diversas formas y tamaños. Las calles se cruzaban y se cortaban. La envoltura de roca que revestía el asentamiento se alzaba más de un centenar de metros, el muro más alejado tal vez estuviese a dos campos de fútbol de distancia. Más impresionantes aún eran las caras de piedra verticales, que se erguían como monolitos, la superficie lisa del suelo al techo, exhibiendo símbolos, letras y dibujos grabados. La linterna de Malone dejó al descubierto en la pared más cercana a él una combinación de cuñas de arenisca de un amarillo blanquecino, pizarra de un rojo verdoso y dolerita negra. Como si fuese mármol, como si se hallaran dentro de un edificio en lugar de estar en una montaña.

A lo largo de la calle se alzaban pilares a intervalos regulares sustentando el cuarzo, que desprendía un brillo suave, como de lamparilla, y lo envolvía todo en un tenue halo de misterio.

– El abuelo tenía razón -dijo Dorothea-. Existe de veras.

– Sí que la tenía -coreó Christl, alzando la voz-. En todo.

Malone captó el orgullo, notó su agitación.

– Todos vosotros creíais que era un soñador -añadió ella-. Nuestra madre los reprendió, a él y a nuestro padre, pero los dos eran visionarios, tenían razón en todo.

– Esto lo cambiará todo -afirmó Dorothea.

– Y tú no tienes ningún derecho a compartirlo -espetó su hermana-. Yo siempre creí en sus teorías, por eso seguí esos estudios. Vosotros os reísteis de ellas. Ahora nadie volverá a reírse de Hermann Oberhauser.

– ¿Y si dejamos los elogios para después y echamos un vistazo? -sugirió Malone.

Se situó a la cabeza del grupo, escudriñando las bocacalles hasta donde les permitían las linternas. Sentía una gran aprensión, pero la curiosidad lo impulsaba a continuar. No le habría extrañado que la gente saliera de los edificios para saludarlos, pero tan sólo se oían sus pasos.

Las construcciones eran una mezcla de cuadrados y rectángulos con las paredes de piedra labrada muy junta, pulida y unida sin argamasa. Las dos luces revelaron fachadas llenas de color, marrón rojizo, pardo, azul, amarillo, blanco, dorado. Los tejados, de escasa inclinación, exhibían frontones repletos de intrincados diseños en espiral y más escritura. Todo era pulcro, práctico y estaba bien organizado. El congelador antártico lo había conservado todo, aunque el efecto de la actividad geológica se dejaba sentir: muchos de los bloques de cuarzo de las imponentes grietas luminosas se habían caído, algunos muros se habían derrumbado y en la calle se veían baches.

La avenida desembocaba en una plaza circular bordeada de más edificios, uno de los cuales era una estructura similar a un templo con columnata, los cuadrados pilares bellamente decorados. En medio de la plaza se repetía el mismo símbolo del libro, un inmenso monumento rojo brillante rodeado de bancos de piedra dispuestos en gradas. Su memoria eidética recuperó en el acto lo que escribiera Eginardo:

Los consejeros aprobaban las leyes estampando un sello con el símbolo de la justicia. Este símbolo, tallado en piedra roja, ocupa el centro de la ciudad y preside sus deliberaciones anuales. En la parte superior se encuentra el sol, un semicírculo resplandeciente y esplendoroso. Luego viene la lieira, un simple círculo, y los planetas, fe representados mediante un punto dentro del círculo. La cruz les recuerda a la tierra, mientras que debajo ondea el mar.

La plaza estaba salpicada de columnas cuadradas de unos tres metros de altura, todas ellas color carmesí y coronadas con arabescos y ornamentos. Malone contó dieciocho. En ellas, formando apretadas líneas, se distinguía más escritura.

Las leyes son promulgadas por los consejeros y grabadas en las Columnas de los Justos de la plaza central de cada ciudad para que todo el mundo tenga conocimiento de ellas.

– Eginardo estuvo aquí -dijo Christl. Por lo visto, ella también había caído en la cuenta-. Es cómo él lo describe.

– Dado que no compartiste con nosotros lo que escribió, vete a saber -apuntó Dorothea.

Malone observó que Christl ignoraba a su hermana y estudiaba una de las columnas.

Caminaban sobre un collage de mosaicos. Henn escrutó el pavimento con la linterna: animales, personas, escenas de la vida cotidiana, todo ello con vivos colores. A unos metros vieron un murete de piedra circular que debía de medir unos diez metros de diámetro y uno de alto. Malone se acercó a echar una ojeada. En la tierra se abría un orificio recubierto de piedra negra. Los otros se aproximaron.

Encontró una piedra del tamaño de un melón pequeño y la arrojó al vacío. Transcurrieron diez segundos, veinte, treinta, cuarenta; un minuto. Y seguían sin oír el fondo.

– Es profundo -comentó.

Parecido al aprieto en el que se encontraba.

Cuando Dorothea se apartó del pozo, Werner la siguió.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

Ella asintió, de nuevo incómoda con tanta preocupación conyugal.

– Tenemos que poner fin a esto -susurró-. Haz algo.

Él asintió con la cabeza.

Malone estudiaba uno de los cuadrados pilares rojos. Respirar le secaba la boca a Dorothea.

– ¿No iríamos más de prisa si nos dividiésemos en dos grupos, echásemos un vistazo y después nos reuniéramos aquí? -le dijo Werner a Malone.

El aludido se volvió.

– No es mala idea. Nos quedan cinco horas para establecer contacto por radio y el túnel es largo. Sólo podemos recorrerlo una vez.

Nadie objetó nada.

– Para que no haya peleas, yo iré con Dorothea -propuso Malone-. Usted y Christl, con Henn.

Dorothea miró de reojo a Ulrich y sus ojos le dijeron que estaba conforme, de manera que no replicó.

Malone decidió que si tenía que suceder algo, ése era el momento, de modo que aceptó de prisa la sugerencia de Werner. Se mantenía a la expectativa para ver quién haría el primer movimiento. Mantener separadas a las dos hermanas y al matrimonio parecía oportuno, y por lo visto nadie tenía nada que objetar.

Lo que significaba que habría de jugar con la mano que él mismo se había repartido.

OCHENTA Y SIETE

Malone y Dorothea dejaron la plaza central y se adentraron en la ciudad. Los edificios estaban pegados los unos a los otros como fichas de dominó en una caja. Algunas estructuras eran tiendas, con una o dos habitaciones, que se abrían directamente a la calle sin otra función obvia; otras se hallaban apartadas, el acceso por pasajes que discurrían entre las tiendas y finalizaban en puertas principales. Malone reparó en que no había cornisas, aleros ni canalones. La arquitectura mostraba predilección por los ángulos rectos, las diagonales y las formas piramidales, las curvas utilizadas con moderación. Unas tuberías de cerámica unidas mediante gruesas juntas grises pasaban de casa en casa y recorrían arriba y abajo los muros exteriores. Aunque todas estaban bellamente pintadas, formaban parte de la decoración, él dedujo que también eran prácticas.

Malone y Dorothea decidieron inspeccionar una de las viviendas, a la que entraron por una puerta de bronce esculpida. Los recibió un patio central con el piso de mosaico rodeado de cuatro estancias cuadradas, cada una de las cuales había sido tallada en la roca con una profundidad y una precisión manifiestas. Las columnas, de ónice y topacio, parecían más ornamentales que funcionales. Una escalera conducía a la planta superior. No había ventanas. En cambio, el techo era de cuarzo, las piezas formando un arco con ayuda de mortero. La débil luz del exterior se refractaba y se veía aumentada, haciendo que las habitaciones refulgieran con más intensidad.