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– Están todas vacías -aseguró Dorothea-. Es como si lo hubieran cogido todo y se hubiesen marchado.

– Puede que fuera precisamente eso lo que sucedió.

Las paredes estaban repletas de imágenes: grupos de mujeres bien vestidas sentadas a una mesa, rodeadas de más gente. Al fondo, una orea -un macho, a juzgar por la gran aleta dorsal- surcaba un mar azul. Más cerca flotaban icebergs dentados, moteados de colonias de pingüinos. También había un barco, alargado, estrecho, con dos mástiles y el símbolo de la plaza, de un rojo brillante, en las cuadradas velas. Daba la impresión de que se concedía importancia al realismo, las proporciones eran buenas. La pared reflejaba el haz de luz de la linterna, y Malone se sintió impulsado a acercarse para tocar la superficie.

En todas las estancias había más tuberías de cerámica del suelo al techo, el exterior pintado de forma que se fundiera con las imágenes.

Malone las examinó sin ocultar su asombro.

– Ha de tratarse un sistema de calefacción. Debían de contar con algo que les proporcionara calor.

– ¿La fuente?

– Geotérmica. Esta gente era lista pero no conocía muchos adelantos mecánicos. Yo diría que ese pozo de la plaza principal era un respiradero geotérmico que caldeaba todo el lugar. Después canalizaban más calor por las tuberías para que llegara a toda la ciudad. -Frotó el reluciente exterior-. Pero si la fuente del calor se consumía, debían de verse en apuros. Vivir aquí debía de ser una lucha diaria.

Una grieta afeaba una de las paredes interiores; Malone la recorrió con la linterna.

– Este sitio se ha visto afectado por algunos terremotos a lo largo de los siglos. Es increíble que siga en pie.

Ella no había respondido a ninguna de sus observaciones, de modo que él se volvió.

Dorothea Lindauer se hallaba al otro lado de la estancia, apuntándole con un arma.

Stephanie estudió la casa a la que llegaron siguiendo las indicaciones de Danny Daniels: vieja, destartalada, aislada en medio de la campiña de Maryland, rodeada de densos bosques y prados. En la parte posterior se alzaba un granero. No se veía vehículo alguno. Los dos iban armados, de manera que se bajaron del coche pistola en ristre. Ninguno dijo nada.

Se acercaron a la puerta principal, que estaba abierta. La mayoría de las ventanas carecían de cristales. Stephanie calculó que la casa debía de tener entre doscientos y trescientos metros cuadrados. Su época de esplendor era cosa del pasado.

Entraron con cautela.

El día era despejado y frío, y por las desnudas ventanas penetraba a raudales un sol radiante. Se encontraban en el recibidor, a derecha e izquierda se abrían sendos salones y enfrente arrancaba un pasillo. La casa tenía una sola planta y era laberíntica, las estancias unidas mediante anchos corredores. Los muebles saturaban las habitaciones, tapados por telas mugrientas, el papel de las paredes se desprendía a tiras y la madera del suelo estaba alabeada.

Ella oyó algo, arañazos. Después, unos suaves golpecitos. ¿Algo en movimiento? ¿Caminando?

Luego oyó un gruñido y un aullido.

Sus ojos recorrieron uno de los pasillos. Davis la adelantó y se situó a la cabeza. Llegaron a uno de los dormitorios. Él se situó tras ella, el arma en alto, y Stephanie supo lo que quería que hiciera, de forma que se acercó con cuidado a la puerta, asomó la cabeza y vio dos perros, uno leonado y blanco y el otro gris claro, ambos muy entretenidos comiendo algo. Los animales eran de buen tamaño y fibrosos. Uno de ellos notó su presencia y levantó la cabeza: tenía la boca y el morro ensangrentados. El animal soltó un gruñido.

El otro presintió el peligro y también se puso en guardia. Davis se aproximó por detrás.

– ¿Lo has visto? -le preguntó a Stephanie.

Lo había visto.

Bajo los perros, en el suelo, estaba la comida: una mano humana, cortada por la muñeca, a la que faltaban tres dedos.

Malone miró con fijeza el arma que sostenía Dorothea.

– ¿Va a pegarme un tiro?

– Está conchabado con ella. La vi entrar en su habitación.

– No creo que un revolcón implique estar conchabado con alguien.

– Mi hermana es una mala persona.

– Las dos están locas.

Malone echó a andar hacia ella, que adelantó el arma. Él se detuvo cerca de una puerta que se abría a la habitación contigua. Dorothea se hallaba a unos tres metros de distancia, ante otra pared de brillantes mosaicos.

– Van a acabar la una con la otra, a menos que paren -espetó él.

– No se llevará esto.

– ¿Qué es «esto»?

– Soy la heredera de mi padre.

– No, usted no, las dos. El problema es que ninguna de ustedes lo ve.

– Ya la ha oído, reivindicando que tenía razón. Será imposible tratar con ella.

Cierto, pero él estaba harto y ése no era el momento.

– Haga lo que tenga que hacer, pero yo me largo.

– Le pegaré un tiro.

– Hágalo.

Malone dio media vuelta e hizo ademán de cruzar la puerta.

– Lo digo en serio, Malone.

– Me está haciendo perder el tiempo.

Ella apretó el gatillo.

Clic.

El continuó andando. Dorothea apretó el gatillo de nuevo. Otro clic.

Malone se detuvo y se encaró con ella.

– Pedí que registraran su mochila mientras comíamos en la base. Encontré el arma. -Él vio que estaba avergonzada-. Me pareció prudente, después de la rabieta del avión. Mandé sacar las balas del cargador.

– Apuntaba al suelo -se disculpó ella-. No le habría hecho daño.

Él extendió el brazo y Dorothea se acercó y le entregó la pistola.

– Odio a Christl con toda mi alma.

– Eso ya ha quedado claro, pero en este momento es contraproducente. Hemos encontrado lo que su familia buscaba, lo que a su padre y su abuelo les llevó toda una vida encontrar. ¿Es que no está emocionada?

– No es lo que yo buscaba.

Él intuyó un dilema, pero decidió no indagar.

– Y ¿qué hay de lo que usted buscaba? -le preguntó ella.

Tenía razón: allí no había ni rastro del NR-1A.

– Aún está por ver.

– Puede que éste sea el sitio al que vinieron nuestros padres. Antes de que Malone pudiera responder, dos ruidos secos rompieron el silencio fuera, a lo lejos. Un tercero.

– Eso ha sido una pistola -dijo él. Y salieron corriendo de la habitación.

Stephanie vio algo más.

– Mira a la derecha.

Parte de la pared interior estaba abierta, el rectángulo que se dibujaba al otro lado sumido en la sombra. En la tierra y el polvo, Stephanie vio huellas de patas que entraban y salían.

– Por lo visto saben lo que hay ahí detrás.

Los perros se tensaron y empezaron a ladrar.

Stephanie centró su atención nuevamente en ellos.

– Tienen que irse.

Ellos seguían con el arma en alto y los perros se mantenían firmes, protegiendo su comida, de manera que Davis se situó al otro lado de la puerta.

Uno de los perros avanzó y luego se detuvo en seco.

– Voy a disparar -anunció él.

Apuntó y envió un proyectil al suelo, entre ambos animales, que lanzaron un alarido y comenzaron a moverse confusos. Davis volvió a abrir fuego y ambos salieron al pasillo a toda velocidad. Se detuvieron a menos de un metro, al caer en la cuenta de que habían olvidado su comida, pero al disparar Stephanie al suelo, los animales se volvieron, echaron a correr y salieron por la puerta principal.

Ella exhaló un suspiro.