Davis entró en la habitación y se arrodilló junto a la mano cercenada.
– Tenemos que ver lo que hay ahí abajo.
Ella no estaba muy de acuerdo -¿qué sentido tenía?-, pero sabía que Davis necesitaba verlo, de forma que se dirigió hacia la entrada. Unos estrechos escalones de madera salvaban el desnivel y a continuación doblaban a la derecha fundiéndose con la negrura.
– Probablemente sea un viejo sótano.
Stephanie empezó a bajar, seguida de él. En el descansillo vaciló. La oscuridad se fue desvaneciendo a medida que sus ojos se acostumbraban a ella, y la luz del lugar les permitió distinguir una estancia de menos de un metro cuadrado, el muro de cerramiento excavado en la roca, el suelo de polvorienta tierra. Gruesas vigas de madera atravesaban el techo, y el frío aire estaba viciado.
– Por lo menos no hay más perros -apuntó Davis.
Entonces ella lo vio: un cuerpo vestido con un abrigo; tendido boca abajo, en un brazo, un muñón. Reconoció en el acto el rostro, aunque una bala había acabado con la nariz y con un ojo.
Langford Ramsey.
– La deuda está saldada -dijo ella.
Davis la rodeó y se aproximó al cadáver.
– Ojalá lo hubiese hecho yo.
– Es mejor así.
Oyeron algo arriba, pasos. Stephanie miró el techo de madera que se alzaba sobre su cabeza.
– Eso no es un perro -susurró Davis.
OCHENTA Y OCHO
Malone y Dorothea salieron disparados de la casa a la desierta calle. Otro sonido sordo. Él determinó su procedencia.
– Por ahí -dijo.
Se resistió a echar a correr, pero aceleró el paso hacia la plaza central. Las abultadas ropas y las mochilas frenaban el avance. Rodearon el pozo circular y enfilaron al trote otra amplia calle. Allí, en el corazón de la ciudad, había más pruebas de perturbaciones geológicas. Varios edificios se habían desplomado, los muros estaban agrietados, las piedras se amontonaban en la calle. Malone iba con cuidado: en un terreno tan inestable había que mirar por dónde pisaba uno.
Algo llamó su atención cerca de uno de los brillantes cristales elevados. Se detuvo y Dorothea lo imitó.
¿Una gorra? ¿Allí? En aquel lugar vetusto y abandonado, resultaba una extraña intrusión.
Malone se aproximó: tela anaranjada, reconocible. Se agachó. Por encima de la visera, en letras bordadas, se leía:
MARINA ESTADOUNIDENSE
NR-1A
¡Virgen santa! Dorothea también lo leyó.
– No puede ser.
Malone examinó la gorra por dentro. Escrito con tinta negra se leía: «Vaught.» Recordó el informe de la comisión de investigación: a Auxiliar de máquinas de segunda clase Dough Vaught.» Uno de los miembros de la dotación del NR-1A.
– Malone.
Su apellido resonó por el vasto interior.
– Malone.
Era Christl. Aquello lo devolvió a la realidad.
– ¿Dónde estás? -gritó él.
– Aquí.
Stephanie comprendió que tenían que salir de aquella mazmorra, el último sitio donde querrían enfrentarse con nadie.
Las pisadas de un único par de pies se dirigían al otro extremo de la casa, alejándose de la habitación que había en lo alto de la escalera, de forma que Stephanie subió los peldaños de madera sin hacer ruido y se detuvo al llegar arriba. Asomó la cabeza con cuidado por la pared abierta y, al no ver a nadie, salió. A una señal suya, Davis se situó a un lado de la puerta del pasillo y ella al otro. Decidió echar un vistazo. Nada.
Davis echó a andar primero, sin esperar por ella. Stephanie lo siguió hasta el recibidor. Seguían sin ver a nadie. Entonces percibieron movimiento al otro lado del salón al que ella estaba mirando, en lo que debían de ser la cocina y el comedor.
Apareció una mujer. Diane McCoy.
Como había dicho Daniels.
Stephanie fue directa a ella y Davis abandonó su posición al otro lado del recibidor.
– El Llanero Solitario y su amigo Tonto -dijo McCoy-. ¿Qué?, ¿habéis venido a salvar el mundo?
McCoy llevaba puesto un largo abrigo de lana desabrochado, unos pantalones informales, una camisa y unas botas. No tenía nada en las manos, y el rítmico soniquete de sus tacones de piel casaba con lo que ellos habían oído abajo.
– ¿Tenéis idea de la cantidad de problemas que habéis causado? -les preguntó-. Pavoneándoos por ahí y metiéndoos en lo que no es asunto vuestro.
Davis la apuntó con la pistola.
– Me trae sin cuidado. Eres una traidora.
Stephanie no se movió.
– Vaya, vaya, qué desagradable -dijo una nueva voz, masculina.
Ella se volvió.
Un hombre enjuto y nervudo con la cara redonda apareció en el salón opuesto, apuntándolos con un HK53. Stephanie conocía bien ese fusil de asalto: cuarenta proyectiles, fuego selectivo, sucio. También supo quién era el que lo sostenía: Charlie Smith.
Malone se metió la gorra en el bolsillo del anorak y salió corriendo. Una serie de amplios escalones de unos seis metros de largo bajaban hasta una plaza semicircular que se abría frente a un alto edificio con columnata. Festoneaban su perímetro estatuas y esculturas que remataban más pilares cuadrados.
Christl se hallaba entre las columnas, en el pórtico de la construcción, con una arma en la mano, pegada al costado. Malone había hecho registrar su mochila, pero no a ella, pues de ese modo habría advertido a todo el mundo de que no era tan tonto como al parecer ellos pensaban, y no quería perder la ventaja que constituía que lo subestimaran.
– ¿Qué ha pasado? -inquirió él sin aliento.
– Es Werner. Henn lo ha matado.
– ¿Por qué? -oyó decir Malone a Dorothea.
– Piensa, querida hermana. ¿Quién da órdenes a Ulrich?
– ¿Mamá? -preguntó ella a modo de respuesta.
No era momento de discusiones familiares.
– ¿Dónde está Henn?
– Nos separamos. Yo volví justo cuando le disparó a Werner. Saqué mi arma y abrí fuego, pero Henn huyó.
– ¿Por qué llevas una pistola? -quiso saber Malone.
– Yo diría que menos mal que la he traído.
– ¿Dónde está Werner? -intervino su hermana.
– Ahí dentro -repuso Christl al tiempo que le indicaba el lugar.
Dorothea subió los escalones con Malone detrás. Entraron en el edificio por una puerta revestida de lo que parecía estaño ornamentado. Dentro había una sala alargada con el techo alto, el suelo y las paredes recubiertos de azulejos azules y dorados. Salpicaban el suelo bañeras con el fondo de guijarros erosionados, una tras otra, a ambos lados una balaustrada de piedra. Celosías de bronce protegían ventanas sin cristales y las paredes se hallaban revestidas de mosaicos. Paisajes, animales, hombres jóvenes vestidos con lo que parecían kilts y mujeres con faldas de volantes, algunas de las cuales portaban vasijas, otras cuencos, para llenar las bañeras. Fuera, Malone se había fijado en que algo parecido al cobre remataba el frontón y un brillo argénteo adornaba las columnas. Ahora vio calderos de bronce y accesorios de plata; a todas luces, la metalurgia era una forma de arte para esa sociedad. El techo era de cuarzo, un amplio arco sostenido por una viga central que recorría el rectángulo cuan largo era. Desagües en las paredes y el fondo de las bañeras confirmaron que en su día éstas contenían agua. El lugar en el que se encontraban era una casa de baños, dedujo.
Werner yacía esparrancado en una de las bañeras.
Dorothea corrió a su lado.
– Qué escena tan conmovedora -observó Christl-. La esposa buena y fiel lamentando la pérdida del querido esposo.
– Dame el arma -exigió él.