Smith se cuadró, burlón.
– Entendido, capitán Sparrow, nos haremos a la mar y navegaremos viento en popa.
Ramsey no le hizo el menor caso al muy idiota.
– No nos pondremos en contacto hasta que estén todos liquidados. Limpiamente, Charlie. Limpiamente.
– Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero. La satisfacción del cliente es nuestra máxima prioridad.
Algunas personas sabían componer canciones, escribir novelas, pintar, esculpir o dibujar. Smith mataba, y lo hacía con un talento inigualable. Y si no fuera porque Charlie Smith era el mejor asesino que conocía, Ramsey se habría cargado a ese imbécil hacía tiempo.
Con todo, decidió dejar absolutamente clara la gravedad de la situación, de manera que amartilló la Walther y encañonó a Smith al rostro. Le sacaba más de quince centímetros, así que Ramsey bajó la mirada y espetó:
– No la fastidies. Me trago tus bobadas y te dejo desvariar, pero no se te ocurra fastidiarla.
Smith levantó las manos fingiendo rendirse.
– Por favor, señorita Escarlata, no me pegue. Por favor, no me pegue… -dijo en un tono agudo y coloquial, un burdo remedo de Butterfly McQueen.
A Ramsey no le hacía gracia esa clase de humor, así que siguió apuntándolo con la pistola.
Smith rompió a reír.
– Vamos, almirante, anímate.
Ramsey se preguntó qué haría perder la calma a ese tipo mientras se metía el arma bajo el abrigo.
– Tengo una pregunta -dijo Smith-. Importante. Algo que debo saber.
Su interlocutor quedó a la espera.
– ¿Bóxers o slips?
Ya había tenido bastante. Ramsey dio media vuelta y salió de la habitación. Smith volvió a reír.
– Venga, almirante, ¿bóxers o slips? ¿O acaso eres de esos a los que les gusta ir sueltos? La CNN dice que el diez por ciento de los hombres no usa ropa interior. Ése soy yo: siempre suelto.
Ramsey siguió andando hacia la puerta.
– Que la fuerza te acompañe, almirante -gritó Smith-. Un caballero Jedi no fracasa jamás. Y no te preocupes, todos estarán muertos antes de que te des cuenta.
NUEVE
Malone recorrió la habitación con la mirada; cualquier detalle era decisivo. Una puerta abierta a su derecha lo puso en alerta, en concreto, la oscuridad inexplorada que había al otro lado.
– Sólo estamos nosotras -afirmó la anfitriona. Su inglés era bueno, si bien estaba teñido de un leve acento alemán.
A una señal suya, la mujer del funicular se acercó a él. Al hacerlo, Malone la vio tocarse el cardenal del rostro, allí donde él le había dado la patada.
– Quizá algún día tenga ocasión de devolverle el favor -dijo.
– Creo que ya lo ha hecho. Por lo visto, me la han jugado.
Ella esbozó una sonrisa de satisfacción y salió. La puerta se cerró ruidosamente tras ella.
Malone escrutó a la otra mujer: era alta y tenía buen cuerpo, el cabello rubio ceniza corto dejaba a la vista un cuello estilizado. Nada afeaba la pátina lechosa de su rosada tez. Su ojos eran color café con leche, una tonalidad que él nunca había visto, e irradiaban un encanto al que le resultaba difícil sustraerse. Llevaba un jersey con el cuello de canalé, unos vaqueros y una americana de lana.
Todo en ella anunciaba privilegios y problemas. Era espectacular y lo sabía.
– ¿Quién es usted? -preguntó Malone mientras sacaba el arma.
– Le aseguro que no soy ninguna amenaza. Me he tomado muchas molestias para conocerlo.
– Si no le importa, la pistola me hace sentir mejor.
Ella se encogió de hombros.
– Como guste. Respondiendo a su pregunta, soy Dorothea Lindauer. Vivo cerca de aquí. Mi familia es bávara, nuestros orígenes se remontan a los Wittelsbach. Somos Oberbayern, de la Alta Baviera, nos une una estrecha relación con las montañas y también estamos muy vinculados a este monasterio. Tanto que los benedictinos nos conceden ciertas libertades.
– ¿Como matar a un hombre y llevar al responsable a su sacristía?
Lindauer frunció el entrecejo.
– Entre otras. Pero habrá de admitir que ésa es una gran libertad.
– ¿Cómo sabía que yo estaría hoy en esa montaña?
– Tengo amigos que me mantienen informada.
– Déme una respuesta mejor.
– El asunto del USS Blazek me interesa. Yo también quiero saber qué pasó en realidad. Supongo que a estas alturas ya habrá leído usted el expediente, así que, dígame, ¿le resultó informativo?
– Me largo.
Malone dio media vuelta con la idea de marcharse.
– Usted y yo tenemos algo en común -dijo ella.
Él continuó andando.
– Su padre y el mío iban a bordo de ese submarino.
Stephanie pulsó un botón del teléfono. Seguía en el despacho con Edwin Davis.
– Es la Casa Blanca -informó su ayudante por el altavoz.
Davis no dijo nada, y ella descolgó en el acto.
– Al parecer, ya estamos otra vez -retumbó la voz por el auricular que ella sostenía y por el altavoz por el que escuchaba Davis.
El presidente, Danny Daniels.
– ¿Qué es lo que he hecho esta vez? -inquirió ella.
– Stephanie, ir al grano facilitaría las cosas. -Una voz distinta, de mujer: Diane McCoy, otra viceconsejera de Seguridad Nacional, como Edwin Davis, con la que Stephanie no hacía migas.
– ¿Cuál es el grano, Diane?
– Hace veinte minutos te bajaste un archivo sobre el capitán de corbeta Zachary Alexander, Marina de Estados Unidos, jubilado. Lo que queremos saber es por qué los servicios de inteligencia de la Marina ya están haciendo preguntas sobre el objeto de tu interés y por qué, al parecer, hace unos días autorizaste una copia de un expediente clasificado sobre un submarino que se perdió hace treinta y ocho años.
– Creo que tengo una pregunta mejor -contestó ella-: ¿qué diablos le importa a inteligencia? Eso ya es historia.
– En eso estamos de acuerdo -medió el presidente-. A mí también me gustaría saberlo. Le he echado un vistazo al archivo personal que acabas de conseguir y no hay nada. Alexander era un buen oficial que sirvió durante veinte años y después se jubiló.
– Señor presidente, ¿por qué está implicado en esto?
– Porque Diane ha venido a mi despacho a decirme que teníamos que llamarte.
Y una porra. Nadie le decía a Danny Daniels lo que tenía que hacer. Había sido gobernador durante tres mandatos y senador durante uno antes de salir elegido presidente de Estados Unidos en dos ocasiones. No era tonto, aunque algunos lo pensaran.
– Discúlpeme, señor, pero, a juzgar por todo lo que he visto, usted siempre hace exactamente lo que quiere.
– Es una de las ventajas del cargo. En cualquier caso, dado que no quieres responder a la pregunta que te ha hecho Diane, a ver qué te parece la mía: ¿sabes dónde está Edwin?
Davis negó con la mano.
– ¿Se ha perdido?
Daniels soltó una risita.
– Se las hiciste pasar canutas al hijo de puta de Brent Green y probablemente me salvaras el pellejo entremedias. Pelotas, eso es lo que tú tienes, Stephanie. Pero ahora tenemos un problema: a Edwin se le ha metido algo entre ceja y ceja. Me huelo que se trata de algo personal. Cogió unos días de permiso y se fue ayer. Diane cree que fue a verte.
– Ni siquiera me cae bien. Por su culpa casi me matan en Venecia.
– El registro de seguridad de abajo indica que en este momento se encuentra en tu edificio -aseguró McCoy.
– Stephanie -intervino Daniels-, cuando yo era pequeño, un amigo mío le contó a la profesora que él y su padre se habían ido de pesca y habían pescado una perca de treinta kilos en una hora. La profesora, que no era tonta, respondió que eso era imposible y, para darle una lección a mi amigo sobre la mentira, le contó que un oso salió del bosque y la atacó, pero fue repelido por un chucho enano que hizo retroceder al oso soltando un ladrido. «¿Lo crees?», preguntó la profesora. «Claro», respondió mi amigo, «porque era mi perro».