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Ella le dirigió una mirada cortante, si bien le entregó la pistola. Malone vio que era de la misma marca y modelo que la de Dorothea. Por lo visto, Isabel se había asegurado de que sus hijas tuvieran las mismas posibilidades. Sacó el cargador y se metió ambas cosas en el bolsillo.

A continuación se acercó a Dorothea y vio que a Werner le habían descerrajado un único tiro en la cabeza.

– Yo le disparé dos veces a Henn -afirmó Christl. Y señaló al fondo de la sala, más allá de una plataforma con escalones bajos, hacia otra puerta-. Se fue por allí.

Malone se quitó la mochila, abrió el compartimento central y sacó una 9 mm automática. Cuando Taperell registró las pertenencias del resto y encontró el arma de Dorothea, él tuvo la precaución de pedirle al australiano que introdujera una arma en su mochila.

– Tú sigues distintas reglas, ¿no? -espetó Christl.

Él no le hizo caso.

Dorothea se puso en pie.

– Quiero a Ulrich.

Malone captó el odio en su voz.

– ¿Por qué iba a matar a Werner?

– Por mi madre, ¿por qué iba a ser? -repuso ella a gritos, sus palabras resonando en los baños-. Mató a Sterling Wilkerson sólo para apartarlo de mí, y ahora ha matado a Werner.

Christl se dio cuenta de que Malone no sabía de qué estaba hablando.

– Wilkerson era un agente americano enviado por un tal Ramsey para espiarnos, el último amante de Dorothea. Ulrich le pegó un tiro en Alemania.

Malone estaba de acuerdo: había que dar con Henn.

– Os ayudaré -se ofreció Christl-. Es mejor dos que una. Y conozco a Ulrich, sé cómo piensa.

De eso Malone estaba seguro, de manera que introdujo un cargador en el arma y se la devolvió.

– Yo también quiero la mía -pidió Dorothea.

– ¿Ha venido armada? -le preguntó su hermana a él.

Malone asintió.

– Sois las dos iguales.

Dorothea se sentía vulnerable: Christl iba armada, y Malone se había negado en redondo a devolverle la pistola.

– ¿Por qué le da ventaja? -inquirió-. ¿Es que es idiota?

– Su marido ha muerto -le recordó Malone.

Ella miró a Werner.

– No era mi marido desde hacía mucho. -En sus palabras había arrepentimiento, tristeza. Justo lo que ella sentía-. Pero eso no significa que le deseara la muerte. -Fulminó a su hermana con la mirada-. No así.

– Esta búsqueda está saliendo cara. -Malone hizo una pausa-. Para ambas.

– El abuelo tenía razón -apuntó Christl-. Los libros de historia serán reescritos, y todo gracias a los Oberhauser. Nuestro cometido es encargarnos de que eso ocurra. Por la familia.

Dorothea imaginó que probablemente su padre y su abuelo hubiesen pensado y dicho lo mismo, pero quería saber:

– ¿Qué hay de Henn?

– A saber qué le habrá ordenado hacer nuestra madre -respondió Christl-. Yo diría que matarnos a mí y a Malone. -Señaló a su hermana con la pistola-. Tú serás la única superviviente.

– Mentirosa -escupió Dorothea.

– ¿Ah, sí? Entonces, ¿dónde está Ulrich? ¿Por qué huyó cuando me enfrenté a él? ¿Por qué mató a Werner?

Su hermana no conocía las respuestas.

– No tiene sentido discutir -terció Malone-. Vayamos por él y acabemos con esto.

Malone cruzó una puerta y salió de los baños públicos. A ambos lados de un largo corredor se abrían una serie de habitaciones, espacios que daban la impresión de ser almacenes o talleres, dado que eran más sencillos en colorido y diseño y estaban desprovistos de murales. El techo seguía siendo de cuarzo, la luz refractada iluminaba el camino. Christl avanzaba a su lado, y Dorothea, detrás.

Dejaron tras de sí unas estancias minúsculas que tal vez fueran vestuarios y a continuación vieron más espacios destinados a almacenamiento y trabajo. Por el suelo, pegadas a la pared a modo de rodapié, discurrían las mismas tuberías de cerámica.

Llegaron a una intersección.

– Yo iré por ahí -dijo Christi.

El se mostró conforme.

– Nosotros, por el otro lado.

Christl dobló a la derecha y desapareció en la fría penumbra gris.

– Sabe que es una puñetera mentirosa -musitó Dorothea.

Sin perder de vista la dirección que había tomado Christi, Malone repuso:

– ¿Usted cree?

OCHENTA Y NUEVE

Charlie Smith tenía la situación bajo control. Las instrucciones de Diane McCoy habían sido acertadas: le había dicho que esperara en el granero hasta que los dos visitantes estuviesen dentro y luego se situara sin hacer ruido allí, en el salón delantero. Después ella entraría en la casa anunciando su presencia y ambos solucionarían el problema.

– Tiren las armas -ordenó él.

El metal cayó ruidosamente al suelo de madera.

– ¿Son los dos de Charlotte? -quiso saber Smith.

La mujer asintió. Stephanie Nelle. Magellan Billet. Departamento de Justicia. McCoy le había facilitado los nombres y los puestos.

– ¿Cómo supieron que estaría en casa de Rowland?

Sentía verdadera curiosidad.

– Es usted predecible, Charlie -espetó ella.

Smith lo dudaba. Con todo, se habían plantado allí. Dos veces.

– Lo conozco desde hace mucho -le dijo Edwin Davis-. No sabía cómo se llamaba, qué aspecto tenía ni dónde vivía, pero sabía que estaba ahí fuera, trabajando para Ramsey.

– ¿Le gustó el pequeño espectáculo de Biltmore?

– El profesional es usted -terció Nelle-. Ese tanto se lo apuntó usted.

– Estoy orgulloso de mi trabajo. Por desgracia, en este momento nado entre dos aguas.

Dio unos pasos hacia el recibidor.

– ¿Es consciente de que hay gente que sabe que estamos aquí? -dijo Stephanie.

Él soltó una risita.

– Eso no es lo que ella me ha dicho -repuso señalando a McCoy-. Sabe que el presidente sospecha de ella, fue él quien los envió aquí… para cogerla. ¿Por casualidad Daniels me mencionó a mí?

Nelle puso cara de sorpresa.

– Eso pensaba. Sólo supuso que estarían ustedes tres. ¿Han venido a hablar de ello?

– ¿Eso es lo que le has dicho? -le preguntó Stephanie a Diane.

– Es la verdad. Daniels os envió para cogerme. El presidente no puede permitirse que esto trascienda al público. Demasiadas preguntas. Por eso vosotros sois todo el puñetero ejército. -McCoy hizo una pausa-. Lo que yo decía, el Llanero Solitario y Tonto.

Malone no sabía adonde conducía aquel laberinto de corredores. No tenía la menor intención de hacer lo que le había dicho a Christl, de modo que le ordenó a su hermana:

– Venga conmigo.

Desanduvieron lo andado y entraron de nuevo en los baños.

En las paredes exteriores se abrían otras tres puertas. Malone le entregó la linterna.

– Vaya a ver qué hay en esas habitaciones.

Ella lo miró perpleja, pero al instante Malone vio que lo entendía. Era rápida, tenía que admitirlo. En la primera no había nada, pero en la segunda Dorothea le pidió que se acercara.

Cuando lo hizo, Malone vio a Ulrich Henn muerto, en el suelo.

– El cuarto disparo -observó-. Aunque seguro que fue el primero que hizo Christl, ya que él era quien constituía la mayor amenaza, sobre todo después de la nota que envió su madre. Su hermana pensó que ustedes tres se habían aliado contra ella.

– La muy zorra -musitó Dorothea-. Ella los mató a los dos.

– Y también quiere matarla a usted.

– ¿Y usted?

Malone se encogió de hombros.

– No veo por qué iba a dejarme marchar.

La noche anterior había bajado la guardia, se había dejado llevar por el momento. El peligro y la adrenalina tenían ese efecto. El sexo siempre había sido un modo de aliviar sus miedos, lo que ya le había metido en un lío años antes, cuando empezó en Magellan Billet.