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– ¿Por qué es tan importante esa mujer? -quiso saber Smith.

– Lo es, punto. Me gustaría saber qué le pasó antes de que se vaya usted.

Dorothea se acercó con cuidado a las dos puertas, se pegó a la pared derecha del pasillo y observó en busca de algún cambio en las sombras.

Nada.

Llegó hasta el borde de la puerta y le echó un vistazo a la habitación de la derecha: unos diez metros cuadrados, iluminada desde arriba. En ella no había nada salvo una figura contra la pared del fondo.

Un hombre envuelto en una manta y ataviado con un mono enterizo de nailon naranja. Débilmente iluminado, como una vieja fotografía en blanco y negro, estaba sentado con las piernas cruzadas, la cabeza ladeada hacia la izquierda, mirándola sin parpadear. Dorothea se sintió atraída hacia él.

Era joven, tendría unos veintitantos años, el polvoriento cabello castaño y un rostro delgado y anguloso. Había muerto allí mismo y estaba en perfecto estado de conservación. A ella no le habría extrañado que empezara a hablar. No llevaba más ropa de abrigo, pero la gorra naranja era la misma que la de fuera: «Marina estadounidense, NR-1A.»

Cuando salían de caza, su padre siempre le advertía del peligro de morir congelada. El cuerpo, decía, sacrificaría dedos, manos, nariz, orejas, barbilla y mejillas para que la sangre siguiera llegando a los órganos vitales, pero si el frío persistía y no se le ponía remedio los pulmones acababan sufriendo un edema agudo y el corazón dejaba de latir. La muerte era lenta, gradual e indolora. La verdadera agonía la provocaba la larga y consciente lucha contra ella, sobre todo cuando no se podía hacer nada para impedirla.

¿Quién debía de ser ese hombre?

Oyó un ruido a su espalda y se volvió en redondo.

Alguien apareció en la habitación que había al otro lado del pasillo, a veinte metros. Una silueta negra, enmarcada por otra puerta.

– ¿A qué esperas, hermana? -gritó Christl-. ¡Ven a buscarme!

Malone volvió a los pasillos que arrancaban del fondo de los baños y oyó que Christl le hablaba a Dorothea. Giró a la izquierda, la dirección de donde parecían provenir las palabras, y enfiló otro largo corredor que desembocaba en una estancia situada a unos doce metros de distancia. Avanzaba con cautela, sin perder de vista las puertas que se abrían a izquierda y derecha. Se asomaba de prisa a ellas a medida que iba pasando: más almacenes y talleres, nada interesante en ninguna de las lúgubres habitaciones.

Se detuvo en la antepenúltima.

En el suelo había alguien.

Un hombre.

Malone entró.

Se trataba de un caucásico de mediana edad, con el cabello corto de color caoba. Estaba tendido boca abajo, los brazos a ambos lados del cuerpo, los pies rectos, como una forma humana petrificada; bajo él, una manta. Llevaba puesto el mono naranja de la Marina, en el bolsillo izquierdo un nombre bordado: «Johnson.» Malone hizo memoria: «Jeff Johnson, electricista, auxiliar de electricidad de segunda clase.» NR-1A.

El corazón le dio un vuelco.

Daba la impresión de que el marinero se había tumbado sin más y había permitido que el frío se apoderara de él. Malone había aprendido en la Marina que nadie moría congelado: a medida que el aire frío envolvía la piel desnuda, los vasos sanguíneos próximos a la superficie se estrechaban para reducir la pérdida de calor, obligando a la sangre a dirigirse hacia los órganos vitales. Lo de pies fríos, corazón caliente era más que un dicho. Recordó las señales de advertencia: primero un hormigueo, un cosquilleo, un dolor sordo, después entumecimiento, por último una palidez repentina. La muerte sobrevenía cuando la temperatura del cuerpo descendía y los órganos vitales se paralizaban.

Entonces sobrevenía la congelación.

Allí, en un mundo sin humedad, el cuerpo debería hallarse en perfecto estado, pero Johnson no había corrido esa suerte: de las mejillas y el mentón le colgaban negras tiras de piel muerta y tenía el rostro salpicado de costras amarillas, algunas de las cuales se habían endurecido y formaban una grotesca máscara; los ojos se le habían cerrado, el hielo pegado a las pestañas, y su aliento se había condensado en dos carámbanos que le llegaban de la nariz a la boca, como los colmillos de una morsa.

Malone sintió un arrebato de ira contra la Marina norteamericana. Los muy hijos de puta habían dejado morir a esos hombres.

Solos.

Indefensos.

Olvidados.

Oyó pasos y salió al pasillo. Al mirar a la derecha vio aparecer a Dorothea en la última habitación y desaparecer por otra puerta.

La dejó hacer.

Y fue tras ella.

NOVENTA Y UNO

Smith miró a la mujer: yacía en la cama, inmóvil. Había estado esperando a que perdiera el conocimiento, el alcohol haciendo las veces de sedante perfecto. Había bebido mucho, más que de costumbre, celebrando lo que ella creía sería su matrimonio con un capitán de la Marina norteamericana en ascenso. Pero se había equivocado de pretendiente: el capitán Langford Ramsey no albergaba el más mínimo deseo de casarse con ella; antes bien, la quería muerta, y había pagado generosamente para que eso sucediera.

Era preciosa: alta, el cabello sedoso, la piel suave y oscura, los rasgos herniosos. Retiró la manta y estudió su cuerpo desnudo: delgado y bonito, sin señales del embarazo del que le habían hablado. Ramsey le había proporcionado su historia médica de la Marina, en la que constaba una arritmia que había requerido dos tratamientos a lo largo de los seis últimos años. Hereditaria, lo más probable. La tensión, baja, también constituía un motivo de preocupación.

Ramsey le había prometido más trabajo si ése salía bien. A él le gustaba el hecho de que estuviesen en Bélgica, ya que creía que los europeos eran menos suspicaces que los norteamericanos. En cualquier caso, daría iguaclass="underline" no sería posible determinar de qué había muerto la mujer.

Cogió la jeringuilla y decidió que la axila sería el mejor lugar. Quedaría un orificio minúsculo, pero con suerte pasaría inadvertido, contando con que no se practicara la autopsia. Pero, aunque así fuera, no encontrarían nada en la sangre ni en los tejidos. Tan sólo un agujero diminuto bajo el brazo. La agarró por el codo con delicadeza e introdujo la aguja.

Smith recordaba exactamente lo que había sucedido aquella noche en Bruselas, pero tuvo la prudencia de no compartir los detalles con el tipo que tenía a menos de dos metros.

– Estoy esperando -dijo Davis.

– Murió.

– Usted la mató.

Smith sentía curiosidad.

– ¿Todo esto es por ella?

– Es por usted.

Al sicario no le gustó la amargura que destilaba la voz de Davis, de modo que repitió:

– Me largo.

Stephanie observaba mientras Davis desafiaba a su captor. Era probable que Smith no quisiera matarlos, pero no cabía la menor duda de que lo haría si era preciso.

– Era una buena persona -aseguró el viceconsejero-. No tenía que morir.

– Debería haber mantenido esta conversación con Ramsey. El era quien la quería muerta.

– Él era quien la molía a palos a todas horas.

– Puede que a ella le gustara.

Davis se adelantó, pero Smith lo detuvo con el fusil. Stephanie sabía que si el matón apretaba el gatillo, no quedaría mucho de él.

– Tiene usted los nervios de punta -afirmó Smith.

Los ojos de Davis rebosaban odio. Sólo parecía oír y ver a Charlie Smith.

Sin embargo, Stephanie percibió movimiento a espaldas de éste, al otro lado de la ventana sin cristales y del porche cubierto, donde el radiante sol era aplacado por el frío invernal.