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Ella hizo un esfuerzo para levantarse, procurando respirar y sobreponerse al dolor punzante que sentía en la garganta. Smith no había soltado el fusil, pero éste no servía de nada, ya que él y Davis empezaron a dar vueltas entre el desvencijado mobiliario hasta chocar contra la pared del fondo. Smith se valió de las piernas para tratar de zafarse, todavía con el arma en la mano.

¿Dónde estaba Gross?

Smith perdió el fusil, pero rodeó a Davis con el brazo derecho y apareció otra arma, una pequeña automática, clavada en el cuello de Davis.

– ¡Basta! -gritó el matón.

Davis dejó de forcejear.

Ambos se levantaron y Smith soltó a Davis y lo tiró al suelo, cerca de McCoy.

– Están todos locos -aseguró Smith-. Como una puñetera cabra.

Stephanie se puso en pie despacio, sacudiéndose la neblina del cerebro, mientras Smith recuperaba el fusil de asalto. La situación se había descontrolado. Lo único en lo que ella y Davis habían coincidido durante el trayecto hasta allí era en no poner nervioso a Smith.

Justo lo que Edwin acababa de hacer.

Smith retrocedió hasta la ventana y echó una ojeada.

– ¿Quién es ése?

– ¿Puedo echar un vistazo? -logró decir ella.

Él asintió.

Stephanie se acercó despacio y vio a Gross tendido en el porche, con la pierna derecha sangrando por una herida de bala. Parecía consciente pero con intensos dolores.

«Trabaja para McCoy», dijo moviendo mudamente los labios.

Smith miró más allá del porche y escudriñó la parda pradera herbosa y el denso bosque.

– ¿Cuál de las dos es una zorra mentirosa?

Stephanie hizo acopio de fuerza.

– Pero si ella le pagó a usted diez millones.

A todas luces, Smith no supo apreciar la frivolidad.

– Difícil decisión, ¿eh, Charlie? Siempre era usted quien decidía cuándo matar. Usted elegía. Esta vez no.

– No esté tan segura. Vuelva a su sitio.

Ella obedeció, pero no pudo menos que decir:

– Y ¿quién ha movido a Ramsey?

– Cierre la puta boca -escupió Smith mientras miraba nuevamente por la ventana.

– No permitiré que se vaya -farfulló Davis.

McCoy se tumbó boca arriba y Stephanie vio la cara de dolor de su compañera.

«Bolsillo…, abrigo», dijo moviendo los labios en silencio.

Malone salió y bajó los escalones con la sensación de encaminarse a su ejecución. El miedo -prácticamente desconocido en él- le recorría la espalda.

Más abajo se extendía una enorme cueva, la mayor parte de sus paredes y techo de un hielo que arrojaba la misma luz azulada sobre la vela naranja de un submarino. El casco era corto y redondeado, y estaba coronado por una superestructura plana y completamente recubierto de hielo. Desde la escalera el embaldosado serpenteaba hasta el extremo opuesto de la caverna, a un metro o metro y medio por encima del hielo.

Una especie de muelle, concluyó Malone.

Tal vez en su día el puerto estuviese abierto al mar.

Había cuevas de hielo por toda la Antártida, y ésa parecía lo bastante grande para dar cabida a multitud de submarinos.

Obedeciendo a un impulso compartido, ambos echaron a andar. Dorothea empuñaba su pistola y él la suya, aunque la única amenaza a esas alturas provenía de sí mismos. La parte rocosa de la pared de la cueva había sido alisada y exhibía ornamentos similares a los que ya habían visto en el interior de la montaña, con símbolos y escritura. La recorrían bancos de piedra. En uno de ellos se distinguía una sombra. Malone cerró los ojos y esperó que no fuera más que una aparición, pero al abrirlos la espectral figura seguía allí.

Sentada bien erguida, como las otras, la espalda muy recta. Llevaba una camisa y unos pantalones caqui de la Marina, los pantalones metidos por dentro de las botas acordonadas; en el banco, a su lado, una gorra naranja.

Malone avanzó despacio.

La cabeza le daba vueltas, la vista se le nubló.

El rostro era el mismo que el de la foto que él tenía en Copenhague, junto a la vitrina donde guardaba la bandera que la Marina le había entregado a su madre en la ceremonia conmemorativa y ella había rechazado. La nariz larga, equina; la mandíbula prominente; pecas; el cabello rubio entrecano al rape; los ojos abiertos, mirando como en honda comunión.

La impresión paralizó su cuerpo. Sentía la boca seca.

– ¿Es su padre? -preguntó Dorothea.

Él asintió y lo atravesó un arrebato de autocompasión, una aguda flecha que le recorrió la garganta hasta llegar a las tripas, como si lo ensartaran.

Sus nervios se crisparon.

– Murieron sin más -comentó ella-. Sin abrigo ni protección, como si se sentaran a esperar la muerte.

Que, en opinión de Malone, era exactamente lo que habían hecho: no tenía sentido prolongar la agonía.

Vio unos papeles en el regazo de su padre, la escritura a lápiz tan reciente y nítida como debía de haber estado treinta y ocho años antes. La mano derecha descansaba sobre ellos, como para asegurarse de que no se perdieran. Malone alargó el brazo despacio y los cogió. Fue como si estuviera violando un lugar sagrado.

Reconoció la pesada caligrafía de su padre.

El pecho le estallaba. El mundo parecía imaginario y real a un tiempo. Se esforzó para no dar rienda suelta a un dolor acumulado. No había llorado en su vida; ni cuando se casó ni cuando nació Gary ni cuando su familia se desintegró ni cuando supo que Gary no era su hijo biológico. Para reprimir el creciente deseo de hacerlo, se recordó que las lágrimas se congelarían antes de brotar de sus ojos.

Se obligó a centrarse en las páginas que sostenía.

– ¿Le importaría leerlas en alto? -pidió Dorothea-. Quizá también afecten a mi padre.

Smith tenía que matarlos a los tres y salir de allí. Estaba trabajando desinformado por fiarse de una mujer de la que no debería haberse fiado, lo sabía. Y ¿quién había movido el cuerpo de Ramsey? Él lo había dejado en el dormitorio con la intención de enterrarlo en algún lugar de la finca.

Sin embargo, alguien lo había llevado abajo.

Miró por la ventana y se preguntó si habría alguien más. Algo le decía que no estaban solos.

Un presentimiento.

Y no tenía más remedio que hacerle caso.

Cogió el fusil y se dispuso a volverse y abrir fuego. Eliminaría a los tres de dentro de una ráfaga corta y luego remataría al de fuera. Y dejaría los puñeteros cuerpos.

¿A quién le importaba? Había comprado la propiedad bajo un nombre falso y con documentación falsa y había pagado en metálico, así que no había nadie a quien buscar.

Que el gobierno se ocupara de limpiar el desaguisado.

Stephanie observó cómo Davis metía la mano derecha en el bolsillo del abrigo de McCoy. Charlie Smith seguía junto a la ventana, empuñando el HK53. A ella no le cabía la menor duda de que pensaba cargárselos, y le preocupaba que no hubiese nadie para ayudarlos. Su única esperanza se desangraba en el porche.

Davis se detuvo.

Smith volvió la cabeza hacia ellos, comprobó que todo iba bien y se centró de nuevo en la ventana.

Davis sacó la mano y, con ella, una nueve milímetros automática.

Stephanie esperó con toda su alma que supiera usarla.

Edwin bajó la mano que sostenía la pistola por el lado de McCoy, sirviéndose de su cuerpo para que Smith no la viera. Stephanie comprendió que Davis era consciente de que sus opciones eran limitadas: tendría que pegarle un tiro a Charlie Smith, pero pensar en hacerlo y hacerlo eran dos cosas muy distintas. Hacía unos meses ella había matado por vez primera. Por suerte, no tuvo ni un segundo para pensarlo: sencillamente se vio obligada a hacerlo a bote pronto. Un lujo que no podía permitirse Davis, que le daba vueltas a la cabeza, querría hacerlo y no hacerlo al mismo tiempo. Matar era algo serio, independientemente de los motivos o las circunstancias.