Dorothea Lindauer se disponía a elegir su final.
– Buena suerte -le deseó él.
Ella se detuvo, se volvió y le dedicó una débil sonrisa.
– Bitte, Herr Malone. -Exhaló un hondo suspiro y pareció armarse de valor-. Debo hacer esto sola -dijo con ojos suplicantes.
– Me quedaré aquí -respondió él.
La vio subir la escalera y cruzar la puerta en dirección a la ciudad.
Malone clavó la vista en su padre, cuyos muertos ojos no despedían ninguna luz. Tenía tantas cosas que decir. Quería decirle que había sido un buen hijo, un buen oficial de la Marina, un buen agente y, en su opinión, un buen hombre. Había sido condecorado en seis ocasiones. Había fracasado como marido, pero se estaba esforzando para ser un padre mejor. Quería formar parte de la existencia de Gary, siempre. Durante toda su vida adulta se había preguntado qué había sido de su padre, e imaginado lo peor Por desgracia la realidad era más terrible que cualquier cosa con la que hubiese fantaseado. Su madre había vivido igual de atormentada. No había vuelto a casarse, había preferido aguantar décadas aferrada a su dolor, haciéndose llamar siempre señora de Forrest Malone. ¿Por qué el pasado nunca parecía terminar? Se oyó un disparo, como un globo que estallase bajo una manta.
El imaginó la escena.
Dorothea Lindauer había puesto fin a su vida. Por regla general, el suicidio se consideraba el resultado de una mente enferma o de un corazón destrozado, pero en ese caso era la única forma de detener la locura. Malone se preguntó si Isabel Oberhauser alcanzaría a entender lo que había hecho. Su marido, su nieto y sus hijas habían muerto.
La soledad se coló en sus huesos mientras se embebía en el profundo silencio de la tumba. Le vinieron a la cabeza los Proverbios.
Una verdad sencilla de hacía tiempo.
«El que perturba su casa heredará viento.»
NOVENTA Y CUATRO
Washington, D.C. Sábado,22 de diciembre 16.15 horas
Stephanie entró en el despacho Oval, y Danny Daniels se levantó para saludarla. Edwin Davis y Diane McCoy ya se encontraban allí.
– Feliz Navidad -dijo el presidente.
Ella le devolvió el saludo. Daniels la había hecho viajar desde Atlanta la tarde del día anterior, facilitándole el mismo jet del servicio secreto que ella y Davis utilizaron hacía más de una semana para desplazarse de Asheville a Fort Lee.
Davis tenía buen aspecto, la cara en perfecto estado, ya sin magulladuras. Llevaba traje y corbata y estaba sentado muy erguido en una silla tapizada, el rostro nuevamente granítico. Stephanie había conseguido asomarse fugazmente a su corazón y se preguntó si ese privilegio la condenaría a no poder llegar a conocerlo mejor. No parecía de los que gustaban de desnudar el alma.
Daniels la invitó a tomar asiento junto a McCoy.
– He creído que lo mejor sería que nos reuniéramos todos -dijo el presidente desde su silla-. Las últimas semanas han sido duras.
– ¿Cómo está el coronel Gross? -se interesó ella.
– Bien. La pierna se está curando, pero esa ráfaga causó algún daño. Está un poco enfadado con Diane por delatarlo, pero agradecido por que Edwin sepa disparar.
– Debería ir a verlo -afirmó McCoy-. No era mi intención que saliera herido.
– Yo le daría una semana o así. Lo del enfado va en serio. -Los melancólicos ojos de Daniels reflejaban auténtica congoja-. Edwin, sé que odias mis historias, pero presta atención de todas formas.
Dos luces en medio de la niebla. Un almirante está en el puente de un barco y comunica por radio a la otra luz que está al mando de un acorazado y debe virar a la derecha. La otra luz responde al almirante que es él quien debe virar a la derecha. El almirante, un tipo con mal genio, como yo, insiste en que el otro barco se dirija a la derecha. Finalmente la otra luz dice: «Almirante, soy el farero, así que más le vale virar a la derecha.» Me jugué el tipo por ti, Edwin, y de qué manera. Pero tú eras el tipo del faro, el listo, y te escuché. En cuanto supo lo de Millicent, Diane se apuntó y también desafió a la suerte. A Stephanie la arrastraste tú, pero llegó hasta el final. En cuanto a Gross, se llevó un balazo.
– Y agradezco todo cuanto se ha hecho -repuso Davis-. Mucho.
Stephanie se preguntó si Edwin tendría remordimientos por haber matado a Charlie Smith. Probablemente no, pero eso no significaba que fuera a olvidarlo. Miró a McCoy.
– ¿Tú sabías algo cuando el presidente me llamó al despacho porque buscaba a Davis?
Ella negó con la cabeza.
– Me lo contó cuando colgó. Le preocupaba que las cosas pudieran salirse de madre. Creyó que tal vez fuera necesario un plan B, así que me pidió que me pusiera en contacto con Ramsey. -Hizo una pausa-. Y tenía razón, aunque hicisteis un trabajo excelente empujando a Smith hacia nosotros.
– Sin embargo, aún tenemos algo de lo que ocuparnos -apuntó Daniels.
Stephanie sabía a qué se refería. Habían comunicado que Ramsey había muerto a manos de un agente secreto. A Smith ni lo tuvieron en cuenta, ya que nadie sabía siquiera que existía. Las heridas de Gross fueron atribuidas a un accidente de caza. La mano derecha de Ramsey, un tal capitán Hovey, fue interrogado y, al ser amenazado con un consejo de guerra, lo contó todo. En cuestión de días, el Pentágono hizo una limpieza y nombró un nuevo equipo gestor para los servicios de inteligencia de la Marina, poniendo fin al reinado de Langford Ramsey y todo el que estuviera relacionado con él.
– Aatos Kane vino a verme -contó Daniels-. Quería que supiera que Ramsey había intentado intimidarlo. Naturalmente hubo muchos lamentos y pocas explicaciones.
Stephanie vio el brillo en los ojos del presidente.
– Le enseñé un informe que encontramos en casa de Ramsey, en una caja fuerte. Un material fascinante. No hace falta que entre en detalles, basta con decir que el buen senador no presentará su candidatura a la presidencia y dejará el Congreso a partir del treinta y uno de diciembre para pasar más tiempo con su familia. -A los ojos de Daniels asomó una mirada de autoridad inequívoca-. El país se verá libre de su liderazgo. -Sacudió la cabeza-. Habéis hecho un gran trabajo, los tres. Al igual que Malone.
Habían enterrado a Forrest Malone dos días antes, en un cementerio umbroso del sur de Georgia, cerca de donde vivía su viuda. El hijo, en nombre del padre, rehusó que le fuera dada sepultura en el cementerio militar de Arlington.
Y Stephanie entendía la negativa de Malone.
También habían trasladado a casa a los nueve miembros restantes de la dotación, los cuerpos habían sido entregados a sus familias, y finalmente la prensa había relatado la verdadera historia del NR-1 A. A Dietz Oberhauser lo habían enviado a Alemania, donde su esposa reclamó los restos de él y de sus hijas.
– ¿Cómo está Cotton? -preguntó el presidente.
– Enfadado.
– Por si sirve de algo, al almirante Dyals le está cayendo una buena por parte de la Marina y de la prensa. La historia del NR-1 A ha calado hondo en el público.
– Estoy segura de que a Cotton le gustaría retorcerle el pescuezo a Dyals -comentó ella.
– Y ese programa de traducción está proporcionando mucha información sobre esa ciudad y el pueblo que la habitó. Hay referencias a contactos con culturas del mundo entero. Establecieron relaciones y compartieron conocimientos, pero gracias a Dios no eran arios ni tampoco una raza superior. Ni siquiera eran belicosos. Los investigadores tropezaron ayer con un texto que podría explicar lo que fue de ellos. Vivieron en la Antártida hace decenas de miles de años, cuando no estaba cubierta de hielo, pero a medida que las temperaturas descendían ellos se iban replegando hacia las montañas. Al final sus respiraderos geotérmicos se enfriaron y ellos se fueron, resulta difícil determinar cuándo. Al parecer utilizaban un sistema de medición del tiempo y un calendario distintos. Al igual que nos sucede a nosotros, no todo el mundo tenía acceso a todos los conocimientos, de forma que no pudieron reproducir su cultura en todas partes. Tan sólo pinceladas, aquí y allá, a medida que se integraban en nuestra civilización. Los más informados, los últimos en marcharse, escribieron los textos, que dejaron a modo de testimonio. Con el paso del tiempo esos inmigrantes acabaron siendo asimilados por otras culturas y su historia se perdió, de ellos no quedó sino la leyenda.