– Es una pena -se lamentó Stephanie.
– Cierto, pero las repercusiones podrían ser enormes. La Fundación Nacional para la Ciencia va a enviar un equipo a la Antártida para que estudie el emplazamiento. Noruega ha accedido a que nos hagamos con el control de la zona. El padre de Malone y el resto de la dotación del NR-1 A no murieron en vano. Podríamos aprender muchas cosas sobre nosotros gracias a ellos.
– No estoy segura de que eso haga sentir mejor a Cotton o a esas familias.
– «Estudia el pasado si quieres adivinar el futuro» -dijo Davis-. Confucio. Es un buen consejo. -Hizo una pausa-. Para nosotros y para Cotton.
– Sí que lo es -convino Daniels-. Espero que esto haya terminado.
Davis asintió.
– Por lo que a mí respecta, sí. McCoy era de la misma opinión.
– Airear esto no tendría ningún sentido. Ramsey ha muerto, Smith ha muerto y Kane se ha ido. Todo ha terminado.
Daniels se levantó, se acercó a su mesa y cogió un diario.
– También lo encontraron en casa de Ramsey. Es el diario de a bordo del NR-1 A, del que os habló Herbert Rowland. El muy gilipollas lo mantuvo oculto todos esos años. -Se lo entregó a Stephanie-. Pensé que a Cotton tal vez le gustaría.
– Se lo daré cuando se haya tranquilizado -aseguró ella.
– Mira lo último que escribió.
Stephanie lo abrió por la última página y leyó lo que había escrito Forrest Malone: «Hielo en sus dedos, hielo en su cabeza, hielo en sus ojos vidriosos.»
– De «La balada de Bill el blasfemo» -explicó el presidente-. De Robert Service, principios del siglo XX. Escribía sobre el Yukón. A todas luces, al padre de Cotton le gustaba.
Malone le había contado a Stephanie cómo había encontrado el cuerpo congelado, «hielo en sus ojos vidriosos».
– Malone es un profesional -añadió Daniels-. Conoce las reglas, y su padre también las conocía. Es complicado juzgar a personas de hace cuarenta años según los criterios actuales. Tendrá que superarlo.
– Del dicho al hecho… -respondió ella.
– Hay que hablar con la familia de Millicent -opinó Davis-. Merece saber la verdad.
– Estoy de acuerdo -replicó el presidente-. Supongo que querrás encargarte tú.
El aludido asintió con la cabeza.
Daniels sonrió.
– Y ha habido algo positivo en todo esto. -El presidente señaló a Stephanie-. No te han despedido.
Ella sonrió.
– Estaré eternamente agradecida por ello.
– Te debo una disculpa -le dijo Davis a McCoy-. Me equivoqué contigo. No he sido muy buen compañero. Creía que eras idiota.
– ¿Siempre eres tan sincero? -inquirió ella.
– No tenías por qué hacer lo que hiciste. Te jugaste el pellejo por algo que en realidad no tenía nada que ver contigo.
– Yo no diría eso: Ramsey constituía una amenaza para la seguridad nacional. Y nosotros trabajamos en pro de esa seguridad. Y mató a Millicent Senn.
– Gracias.
McCoy asintió para expresar su gratitud.
– Esto es lo que me gusta ver -intervino Daniels-. Que todo el mundo se lleva bien. Ya veis, se pueden sacar muchas cosas buenas de luchar contra serpientes de cascabel.
La tensión que reinaba en la habitación disminuyó.
Daniels se revolvió en su silla.
– Una vez solucionado esto, por desgracia tenemos un nuevo problema, un problema que también afecta a Cotton Malone, tanto si le gusta como si no.
Malone apagó las luces de la planta baja y subió a su apartamento, en el cuarto piso. Ese día había habido jaleo en la tienda. Faltaban tres días para Navidad y los libros parecían formar parte de la lista de regalos de Copenhague. Había contratado a tres empleados para que se hiciesen cargo del establecimiento mientras él estaba fuera y se sentía agradecido. Tanto que se había asegurado de que cada uno de ellos recibiera una generosa gratificación.
Todavía estaba en conflicto con respecto a su padre.
Lo habían enterrado donde descansaba la familia de su madre. Stephanie había asistido, y también Pam, su ex mujer. Gary se había emocionado al ver a su abuelo por primera vez, en el ataúd. Gracias al intenso frío y a un embalsamador competente, Forrest Malone yacía como si hubiese fallecido tan sólo unos días antes.
Él había mandado al infierno a la Marina cuando le sugirieron enterrarlo en un cementerio militar con honores. Demasiado tarde. Daba igual que ellos no hubieran tomado parte en la inexplicable decisión de no ir en busca del NR-1A. Estaba harto de órdenes, obligaciones y responsabilidad. ¿Qué había sido del decoro, la rectitud y el honor? Esas palabras siempre parecían olvidarse cuando de verdad contaban. Como cuando desaparecieron once hombres en la Antártida y a nadie le importó un bledo.
Llegó al último piso y encendió unas lámparas. Estaba cansado. Las dos últimas semanas habían hecho mella en él y, para colmo, había visto a su madre romper a llorar cuando bajaron el ataúd. Nadie se movió del sitio cuando los trabajadores rellenaron la tumba y colocaron la lápida.
«Lo que has hecho es maravilloso -le dijo su madre-. Lo has traído a casa. Habría estado tan orgulloso de ti, Cotton. Tan orgulloso.»
Y esas palabras le hicieron llorar. Por fin.
Estuvo a punto de quedarse a pasar las Navidades en Georgia, pero decidió volver a casa. Qué curioso que ahora considerase Dinamarca su casa.
Y, sin embargo, era así. Y estaba seguro de ello.
Entró en el dormitorio y se tumbó en la cama. Eran casi las once de la noche y estaba agotado. Tenía que parar aquello; se suponía que se había retirado. Sin embargo, se alegraba de haber recurrido a Stephanie.
Al día siguiente descansaría. Los domingos siempre eran fáciles.
Las tiendas estaban cerradas. Tal vez fuera al norte, a ver a Henrik Thorvaldsen, llevaba tres semanas sin ver a su amigo. O tal vez no. Thorvaldsen querría saber dónde se había metido y lo que había pasado y él no estaba preparado para desahogarse.
Por el momento, dormiría.
Malone se despertó y se sacudió el sueño de la cabeza. El reloj de la mesilla marcaba las 2.34 de la madrugada. En el piso aún había luces encendidas. Había dormido tres horas.
Pero algo lo había despertado, un sonido. Parte del sueño que estaba teniendo, y sin embargo, no.
Lo oyó de nuevo.
Tres crujidos seguidos.
El edificio era del siglo XVIII y había sido objeto de una reforma integral hacía unos meses, tras sufrir un incendio. Después, los nuevos peldaños de madera que unían el segundo piso con el tercero siempre se dejaban oír en un orden concreto, como las teclas de un piano.
Lo que significaba que allí había alguien.
Metió la mano bajo la cama y encontró la mochila que siempre tenía lista, una costumbre heredada de sus días en Magellan Billet. Dentro, su mano derecha agarró la Beretta automática, que albergaba una bala en la recámara.
Salió del dormitorio.
NOTA DEL AUTOR