Stephanie esbozó una sonrisa.
– Hablando de un llanero solitario…
– Stephanie, necesito tu ayuda. ¿Recuerdas esos favores? Te deberé uno.
Ella se levantó.
– Me parece bien.
Sin embargo, no era ésa la razón de que hubiese accedido tan de buena gana, y él sin duda se daba cuenta. El informe de la comisión de investigación; ella lo había leído porque Davis se había empeñado.
No había ningún William Davis entre la dotación del NR-1A.
DOCE
Monasterio de Ettal
Malone admiró el libro que descansaba sobre la mesa.
– ¿Salió de la tumba de Carlomagno? ¿Tiene mil doscientos años? Si es así, está en muy buen estado.
– Es una historia complicada, Herr Malone, una historia que abarca todos esos años.
A esa mujer le gustaba eludir las preguntas.
– Póngame a prueba.
Ella señaló el libro.
– ¿Reconoce el alfabeto?
Malone escrutó una de las páginas: estaba repleta de una extraña escritura y de dibujos de mujeres desnudas que retozaban en bañeras conectadas entre sí mediante intrincadas tuberías de apariencia más anatómica que hidráulica.
Examinó más páginas y se fijó en lo que parecían mapas con objetos astronómicos vistos por un telescopio, células vivas observadas a través de un microscopio, vegetación con enrevesadas raigambres, un extraño calendario de signos zodiacales lleno de personas diminutas desnudas dentro de lo que parecían cubos de basura. Numerosas ilustraciones. La ininteligible escritura daba la impresión de ser casi un añadido.
– Es como observó Otón III -apuntó ella-: la lengua del cielo.
– No sabía que el cielo necesitara una lengua.
Ella sonrió.
– En la época de Carlomagno, el concepto de cielo era muy diferente.
Malone pasó el dedo por el símbolo que aparecía en la cubierta.
– ¿Qué es? -preguntó.
– No lo sé.
Malone no tardó en caer en la cuenta de lo que no estaba en el libro: ni sangre, ni monstruos, ni animales míticos; ni conflictos, ni tendencias destructivas; ni símbolos religiosos, ni del poder secular. A decir verdad, nada que indicase una forma de vida reconocible: ni herramientas, ni muebles, ni medios de transporte familiares. En su lugar, las páginas transmitían una sensación como de otro mundo y otro tiempo.
– Hay algo más que me gustaría enseñarle -anunció ella. Malone titubeó.
– Vamos, está acostumbrado usted a lidiar con esta clase de situaciones.
– Vendo libros.
La mujer señaló la puerta que se abría al otro extremo de la oscura estancia.
– En ese caso, coja el libro y sígame.
Él no estaba dispuesto a ponérselo tan fácil.
– ¿Qué le parece si usted coge el libro y yo la pistola?
Sacó el arma de nuevo y ella asintió.
– Si le hace sentir mejor…
Y cogió el libro de la mesa y él la siguió. Al otro lado de la puerta, una sinuosa escalera de piedra se adentraba en la negrura; al fondo aguardaba otra habitación inundada de luz.
Bajaron.
Abajo se abría un pasillo de unos quince metros de longitud con puertas de madera a ambos lados y una más al final.
– ¿Una cripta? -inquirió Malone.
Ella negó con la cabeza.
– Los monjes entierran a sus muertos arriba, en el claustro. Esto forma parte de la antigua abadía, que data de la Edad Media. Ahora hace las veces de almacén. Mi abuelo pasó mucho tiempo aquí durante la segunda guerra mundial.
– ¿Escondido?
– Por así decirlo.
La mujer enfiló el pasillo, iluminado por potentes bombillas incandescentes. Al otro lado de la puerta del fondo, que estaba cerrada, había un cuarto que parecía un museo, con curiosos artefactos de piedra y tallas, unos cuarenta o cincuenta. Todo estaba expuesto bajo vivos haces de luz de sodio. En el extremo había una serie de mesas alineadas, también iluminadas desde arriba. Empotrados en la pared se veía un par de armarios de madera pintados al estilo bávaro.
La mujer señaló las tallas, una mezcla de arabescos, medias lunas, cruces, tréboles, estrellas, corazones, diamantes y coronas.
– Se desprendieron de hastiales de granjas holandesas. Hay quien las llamaba arte popular; mi abuelo creía que eran mucho más, que su significado se había perdido a lo largo del tiempo, así que las coleccionaba.
– ¿Después de dejar la Wehrmacht?
A Malone no se le escapó el momentáneo enfado de ella.
– Mi abuelo era científico, no nazi.
– ¿Cuántos han dicho eso mismo?
La mujer pareció pasar por alto la provocación.
– ¿Qué sabe de los arios?
– Lo bastante como para afirmar que la noción no empezó con los nazis.
– Esa memoria eidética suya, ¿no?
– Ya veo que se ha informado bien sobre mí.
– Como estoy segura de que hará usted conmigo si decide que merece la pena dedicarle su tiempo a esto. Indudablemente.
– La noción del pueblo ario, una raza alta, delgada, musculosa, de cabello rubio y ojos azules, se remonta al siglo XVIII -contó ella-. Fue entonces cuando (y usted debería valorar este dato) un abogado inglés que ejercía en el Tribunal Supremo de la India observó que existían similitudes entre diversas lenguas antiguas. Tras estudiar sánscrito y darse cuenta de que ese idioma se parecía al griego y al latín, acuñó una palabra del sánscrito, cuya, que significa «noble», para describir esos dialectos indios. Otros eruditos que empezaron a ver semejanzas entre el sánscrito y otros idiomas comenzaron a utilizar la palabra aryan para describir ese grupo de lenguas.
– ¿Es usted lingüista?
– Ni mucho menos, pero mi abuelo sabía esas cosas. -Apuntó con el dedo una de las losas: arte rupestre, una figura humana sobre unos esquís-. Es de Noruega, tendrá unos cuatro mil años de antigüedad. Esas otras piezas que ve son suecas. Círculos, discos, ruedas talladas. Para mi abuelo, éste era el lenguaje de los arios.
– Eso es un disparate.
– Cierto, pero la cosa empeora todavía más. Le habló de un gran pueblo de guerreros que vivía apaciblemente en un valle del Himalaya. Un acontecimiento que no recogían las páginas de la historia los impulsó a abandonar sus pacíficas costumbres y volverse belicistas. Algunos avanzaron hacia el sur y conquistaron la India; otros pusieron rumbo al oeste y dieron con los fríos y lluviosos bosques del norte de Europa. Por el camino adaptaron su lengua a la de las poblaciones nativas, lo que explicaba las similitudes posteriores. Estos invasores del Himalaya no tenían nombre, y en 1808 un crítico literario alemán acabó dándoselo: arios. Después, un escritor también alemán, que no era ni historiador ni lingüista, vinculó los arios a los nórdicos y llegó a la conclusión de que eran los mismos. Escribió una serie de libros que fueron éxitos de ventas en Alemania en la década de 1920.
– Un auténtico disparate -opinó ella-. Carente de base real. Así que los arios son, en esencia, un pueblo mítico con una historia ficticia y un nombre prestado. Sin embargo, en los años treinta los nacionalsocialistas supieron sacar partido de tan romántica noción. Las palabras «ario», «nórdico» y «alemán» acabaron usándose indistintamente, y todavía es así. La visión de los rubios conquistadores arios tocó la fibra sensible de los alemanes: era un llamamiento a su vanidad. De manera que lo que empezó siendo una inofensiva investigación lingüística se convirtió en una mortífera herramienta racial que costó millones de vidas y movió a los alemanes a hacer cosas que de otra forma jamás habrían hecho.