– Eso ya es historia -observó él. -Deje que le enseñe algo que no lo es.
La mujer fue sorteando las piezas hasta llegar a un pedestal que servía de apoyo a cuatro piedras rotas que exhibían profundas marcas. Malone se agachó para ver las letras.
– Son como las del manuscrito -dijo-. Los mismos caracteres.
– Exactamente iguales -confirmó ella.
Malone se irguió.
– ¿Más runas escandinavas?
– Esas piedras llegaron de la Antártida.
El libro. Las piedras. El alfabeto desconocido. Su padre. El padre de ella. El NR-1A. La Antártida.
– ¿Qué es lo que quiere?
– Mi abuelo las encontró allí y las trajo; mi padre se pasó la vida entera intentando descifrar estas piedras y -levantó el libro- estas palabras. Ambos eran unos soñadores incorregibles, pero si quiero entender por qué murieron, si usted quiere saber por qué murió su padre, tenemos que resolver lo que mi abuelo denominó la «Karl der GroBe Verfolgung».
Malone tradujo para sí: «La búsqueda de Carlomagno.»
– ¿Cómo sabe que esto guarda relación con ese submarino?
– Mi padre no estaba allí por casualidad, formaba parte de lo que estaba pasando. En realidad, él era la razón de que estuviera pasando. Llevo décadas intentando hacerme con el informe clasificado del Blazek, en vano. Pero ahora está en su poder.
– Y usted todavía no me ha dicho cómo se ha enterado.
– Tengo mis fuentes en la Marina. Me contaron que su antigua jefa, Stephanie Nelle, había conseguido el informe y se lo había enviado.
– Sigue sin explicar cómo sabía usted que yo estaría hoy en esa montaña.
– ¿Y si dejamos eso a un lado por el momento?
– ¿Envió a esos dos para que lo robaran?
Ella asintió.
A Malone no le gustaba su actitud, pero, ¡qué diablos!, estaba intrigado. Se hallaba bajo una abadía bávara, rodeado de una colección de piedras antiguas con extrañas marcas, y tenía delante un libro, supuestamente de Carlomagno, que no se podía leer. Si lo que decía Dorothea Lindauer era verdad, tal vez estuviera relacionado con la muerte de su padre.
Pero tratar con esa mujer era una locura.
No la necesitaba.
– Si no le importa, prefiero pasar. Dio media vuelta para salir.
– Buena idea -dijo ella mientras él se dirigía a la puerta-. Usted y yo no podríamos trabajar juntos.
Malone se detuvo, se volvió y espetó:
– No vuelva a jorobarme.
– Guten Abend, Herr Malone.
TRECE
Füssen, Alemania 20.30 horas
Wilkerson estaba bajo las nevadas ramas de una haya, vigilando la librería. El establecimiento se hallaba hacia la mitad de una galería comercial de vistosas boutiques, a la salida misma de la zona peatonal, no muy lejos de un bullicioso mercadillo navideño donde las apreturas y el calor de los focos aportaban cierta calidez a la ventosa noche de invierno. En el seco aire flotaba un olor a canela, pan de jengibre y almendras garrapiñadas que se entremezclaba con el de escalopes chisporroteantes y salchichas. De lo alto de una iglesia escapaban compases de Bach interpretados por un conjunto de metal.
Unas luces tenues iluminaban el escaparate de la librería e indicaban que su propietario esperaba obedientemente. La vida de Wilkerson estaba a punto de cambiar. Su actual comandante de la Marina, Langford Ramsey, le había prometido que volvería de Europa con un ascenso.
Sin embargo, tenía sus dudas con respecto a Ramsey.
Eso era lo que sucedía con los negros: no eran de fiar. Todavía se acordaba de cuando tenía nueve años y vivía en una pequeña localidad del sur de Tennessee donde la industria de las alfombras proporcionaba un medio de vida a hombres como su padre. Allí donde antaño blancos y negros vivían separados, un cambio en la legislación y en la actitud había empezado a imponer la convivencia de las razas. Una noche de verano él estaba aovillado sobre una alfombra, jugando. La cocina, al lado, estaba llena de vecinos, y él se había acercado a la puerta y oído a gente que conocía hablar del futuro. Le había costado entender por qué estaban disgustados, así que la tarde siguiente, mientras él y su padre se hallaban en el jardín trasero, se lo preguntó.
– Acaban con todo un vecindario, hijo. A los negros no se les ha perdido nada aquí.
Él se armó de valor e inquirió:
– Pero ¿no fuimos nosotros quienes los trajimos de África?
– ¿Y? ¿Acaso les debemos algo por eso? La culpa la tienen ellos, hijo. En la fábrica no hay ni uno solo capaz de conservar el empleo. No les importa nada, se conforman con lo que les dan los blancos. Nosotros, gente como yo y el resto del barrio, nos pasamos la vida trabajando, y ellos se plantan aquí sin más y se lo cargan.
Él recordó la noche anterior y lo que había oído.
– ¿Los vecinos y tú vais a comprar la casa de más abajo para echarla abajo y que no se vengan a vivir aquí?
– Es lo mejor.
– ¿Vais a comprar todas las casas de la calle para echarlas abajo?
– Si es necesario, sí.
Su padre tenía razón. «No se puede confiar en ninguno de ellos.» Sobre todo en uno que había llegado a almirante de la Marina estadounidense y jefe de los servicios de inteligencia de la Marina.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer él? El camino hacia el almirantazgo pasaba directamente por Langford Ramsey.
Consultó su reloj. Un Toyota cupé descendió la calle despacio y aparcó dos establecimientos más abajo de la librería. Una ventanilla bajó y el conductor hizo una señal.
Él se puso unos guantes de piel y se acercó a la puerta de la librería. Llamó suavemente y el propietario abrió. El tintineo de una campanilla anunció su presencia al entrar.
– Guten Abend, Martin -saludó a un hombre rechoncho con un poblado bigote negro.
– Me alegro de volver a verlo -dijo el aludido en alemán.
El dueño llevaba la misma pajarita y los mismos tirantes de tela que cuando se conocieron, algunas semanas antes. La tienda era una ecléctica mezcla de libros antiguos y nuevos, con los de ocultismo ocupando un lugar destacado, y él tenía fama de ser un intermediario discreto.
– ¿Has tenido un buen día? -se interesó Wilkerson.
– A decir verdad, ha sido lento. Pocos clientes, porque con la nieve y el mercadillo navideño de esta tarde la gente no piensa en los libros.
Martin cerró la puerta con llave.
– En ese caso puede que tu suerte esté a punto de cambiar. Ha llegado la hora de que cerremos el negocio.
Durante los últimos tres meses, el alemán había actuado como intermediario, adquiriendo distintos libros y documentos antiguos de diferentes fuentes, todos ellos sobre el mismo tema y. Dios lo quisiese, sin que nadie se diera cuenta.
Siguió al hombre a la trastienda, al otro lado de una andrajosa cortina. En su primera visita se había enterado de que en su día, a principios del siglo XX, el edificio había albergado un banco; de ahí la existencia de una cámara acorazada. Wilkerson observó mientras el alemán hacía girar el volante, desactivaba los dispositivos de bloqueo y abría una pesada puerta de hierro.
Martin entró y tiró de una cadena que encendía una bombilla.
– Llevo con esto casi todo el día.
En medio había cajas apiladas. Wilkerson examinó el contenido de la que estaba en lo alto: ejemplares de Germanien, una publicación mensual de arqueología y antropología editada por los nazis en la década de 1930. Otra caja contenía volúmenes encuadernados en piel titulados Sociedad para la investigación y enseñanza, la Ahnenerbe: evolución, filosofía, resultados.