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Ahora ella estaba a punto de repetir todo el proceso.

– Malone se ha ido -informó la mujer-. Se ha marchado en su coche. Quiero mi dinero.

– ¿Qué ha pasado hoy en la montaña? Tu colega no tenía que morir.

– El asunto se nos ha ido de las manos.

– Has llamado la atención sobre algo que debía pasar inadvertido.

– Ha funcionado: Malone ha venido y usted ha podido mantener con él la charla que quería.

– Has podido ponerlo todo en peligro.

– He hecho lo que me pidió y quiero mi dinero. Y la parte de Erik. Se la ha ganado, con creces.

– ¿Es que su muerte no significa nada para ti? -quiso saber Dorothea.

– Se ha extralimitado y eso le ha costado la vida.

Dorothea había dejado de fumar hacía diez años, pero había vuelto a contraer el vicio recientemente. La nicotina parecía calmarle los siempre crispados nervios. Se acercó a uno de los armarios pintados, sacó una cajetilla y le ofreció un cigarrillo a su invitada.

– Danke -dijo ésta al aceptarlo.

Ella sabía que la mujer fumaba por la primera vez que se vieron. Cogió uno a su vez, encontró unas cerillas y encendió ambos pitillos. La mujer dio dos caladas profundas.

– Mi dinero, por favor.

– Claro.

En primer lugar, Dorothea Lindauer vio cómo le cambiaban los ojos: la mirada pensativa fue reemplazada por miedo galopante, dolor, desesperación. Los músculos del rostro de la mujer se tensaron, reflejo de su agonía; los dedos y los labios soltaron el cigarrillo y las manos agarraron el cuello. La lengua se le salió de la boca y se atragantó, necesitaba aire, pero no lo encontró.

De la boca le salieron espumarajos.

La mujer respiró por última vez, tosió e intentó hablar. Luego su cuello se relajó y su cuerpo cayó pesadamente.

En su último aliento se percibía un olor a almendras amargas: cianuro, mezclado hábilmente con el tabaco.

Qué interesante que la mujer que acababa de morir hubiese trabajado para alguien de quien no sabía nada; no había hecho una sola pregunta. Dorothea, por su parte, no había cometido ese mismo error, había investigado a conciencia a sus aliados: la muerta era simple, su motivación era el dinero, pero ella no podía arriesgarse a que se fuera de la lengua.

¿Cotton Malone? Ése podía ser otro cantar.

Porque algo le decía que no había terminado con él.

QUINCE

Washington, D. C. 13.20 horas

Ramsey volvió al Centro de Inteligencia Marítima Nacional, que albergaba los servicios de inteligencia de la Marina. En su despacho lo recibió su mano derecha, un ambicioso capitán llamado Hovey.

– ¿Qué ha pasado en Alemania? -quiso saber de inmediato Ramsey.

– El expediente del NR-1A ha llegado a manos de Malone en el Zugspitze, como estaba previsto, pero cuando el funicular bajaba se ha armado la de San Quintín.

Ramsey escuchó la explicación de Hovey acerca de lo sucedido y luego preguntó:

– ¿Dónde está Malone?

– Según el GPS del coche que alquiló, anda de acá para allá: primero ha pasado un rato en su hotel, luego ha ido hasta un lugar llamado monasterio de Ettal, a unos quince kilómetros al norte de Garmisch. El último informe lo situaba en la carretera, de vuelta a Garmisch.

Habían tomado la precaución de colocar un dispositivo de seguimiento en el coche de Malone, con lo que podían permitirse controlarlo vía satélite. Se sentó ante su mesa.

– ¿Qué hay de Wilkerson?

– Ese hijo de puta se cree muy listo -contestó Hovey-. Ha seguido a Malone de lejos, ha esperado un tiempo en Garmisch y después ha ido a Füssen a reunirse con el dueño de una librería. Tenía a dos hombres esperando fuera. Se han llevado unas cajas.

– Te saca de quicio, ¿eh?

– Causa muchos más problemas de lo que vale. Tenemos que deshacernos de él.

Ramsey ya había captado cierta aversión.

– ¿Dónde se cruzaron vuestros caminos?

– En la sede de la OTAN. Por su culpa casi pierdo los galones de capitán. Menos mal que mi comandante también odiaba a ese capullo lameculos.

El no tenía tiempo para celos estúpidos.

– ¿Sabemos qué está haciendo Wilkerson ahora?

– Probablemente decidiendo quién puede resultarle más útil, si nosotros o ellos.

Cuando Ramsey supo que Stephanie Nelle se había hecho con el informe de la comisión de investigación sobre el NR-1A y cuál era su destino final, envió inmediatamente mercenarios al Zugspitze sin informar a Wilkerson de su presencia a propósito. El jefe de la sección de Berlín pensaba que era el único que se hallaba allí, y había recibido instrucciones de vigilar a Malone e informar.

– ¿Ha llamado Wilkerson?

Hovey negó con la cabeza.

– No.

Se oyó el zumbido del intercomunicador y su secretaria le informó de que la Casa Blanca estaba al teléfono. Ramsey despachó a Hovey y lo cogió.

– Tenemos un problema -aseguró Diane McCoy.

– ¿Cómo que «tenemos»?

– Edwin Davis anda desatado.

– ¿Acaso no lo puede frenar el presidente?

– No, si no quiere hacerlo.

– ¿Te da esa impresión?

– He logrado que Daniels hablara con él, pero lo único que ha hecho ha sido escuchar no sé qué perorata de la Antártida, desearle un buen día y colgar.

Él pidió detalles y McCoy le explicó lo que había sucedido. Después Ramsey preguntó:

– ¿El presidente no le ha dado importancia a nuestras preguntas sobre el archivo de Zachary Alexander?

– Por lo visto, no.

– Puede que haga falta aumentar la presión. Precisamente ésa era la razón por la que había enviado a Charlie Smith.

– Davis ha hecho piña con Stephanie Nelle.

– No es una persona de peso.

A Magellan Billet le gustaba pensar que era alguien dentro del espionaje internacional. De ninguna manera. ¿Doce abogaduchos? Por favor. Ninguno valía un carajo. ¿Cotton Malone? Ese había sido otra cosa, pero ahora estaba retirado, lo único que le preocupaba era su padre. A decir verdad, en ese preciso instante estaría cabreado, y nada ofuscaba más que la ira.

– Nelle no será un estorbo.

– Davis fue directo a Atlanta. No es impulsivo.

– Cierto, pero así y todo…

– No conoce el juego, las reglas ni las apuestas.

– Eres consciente de que probablemente haya ido en busca de Zachary Alexander, ¿no?

– ¿Alguna cosa más?

– No metas la pata.

Ella sería la viceconsejera de Seguridad Nacional, pero él no era ningún subalterno al que dar órdenes.

– Lo intentaré.

– También es mi pellejo, no lo olvides. Que tengas un buen día, almirante.

Y colgó.

Aquello iba a ser arriesgado. ¿Cuántos globos podía mantener bajo el agua a la vez? Miró el reloj.

Al menos uno de los globos estallaría en breve.

Echó un vistazo al New York Times del día anterior, que tenía sobre la mesa, y a un artículo de la sección nacional relativo al almirante David Sylvian, cuatro estrellas y vicepresidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Treinta y siete años de servicio en el Ejército, cincuenta y nueve años de edad. En la actualidad, hospitalizado tras sufrir un accidente de moto hacía una semana en una carretera helada de Virginia. Era de esperar que saldría de ésa, pero su estado revestía gravedad. La Casa Blanca le deseaba una pronta recuperación al almirante. Sylvian era un defensor de la eficacia y había reescrito por completo los presupuestos y los procedimientos de adjudicación de contratos del Pentágono. Submarinista. Querido. Respetado. Un obstáculo.