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Ramsey no sabía cuándo llegaría su momento, pero ahora que era así, estaba preparado. A lo largo de la semana anterior todo había ido encajando. Charlie Smith se ocuparía de todo allí.

Era hora de pensar en Europa. Cogió el teléfono y marcó un número internacional. Al otro lado sonó cuatro veces antes de que lo cogieran.

– ¿Qué tiempo hace? -preguntó.

– Nublado, frío y deprimente.

La respuesta adecuada. Estaba hablando con quien debía.

– Esos paquetes navideños que pedí, me gustaría que los envolvieran bien y los enviaran.

– ¿Servicio urgente o correo normal?

– Urgente. Las vacaciones están a la vuelta de la esquina.

– Si quiere puede tenerlos antes de una hora.

– Estupendo.

Colgó.

Sterling Wilkerson y Cotton Malone pronto estarían muertos.

SEGUNDA PARTE

DIECISÉIS

White Oak, Virginia 17.15 horas

Charlie Smith consultó las diminutas agujas fluorescentes de su reloj de Indiana Jones de coleccionista y acto seguido miró por el parabrisas del Hyundai aparcado. Qué ganas tenía de que llegase la primavera y cambiara el tiempo. Le tenía cierta alergia psicológica al invierno; había comenzado cuando era adolescente, y empeorado cuando vivió en Europa. Había visto un reportaje sobre la enfermedad en el programa de televisión «Inside Edition». Noches largas, poco sol y temperaturas bajas. No podía ser más deprimente.

La entrada principal del hospital aguardaba a treinta metros; el rectángulo de estuco gris tenía tres plantas. En el asiento del acompañante descansaba abierto el expediente, listo para ser consultado, pero su atención volvió a centrarse en el iPhone, en el episodio de «Star Trek» que se había descargado. El capitán Kirk y un alienígena con pinta de lagarto luchaban en un asteroide deshabitado. Había visto tantas veces cada uno de los setenta y nueve episodios originales que por regla general se sabía los diálogos. Y hablando de titis, Uhura estaba cañón. Vio que el lagarto alienígena acorralaba a Kirk, pero apartó la vista de la pantalla justo cuando dos personas abrieron las puertas y se dirigieron hacia un Ford híbrido color café.

Comparó la matrícula con la que figuraba en el expediente: el vehículo pertenecía a la hija y a su marido.

Otro hombre salió del hospital -treinta y tantos, cabello rojizo- y fue hacia un todoterreno Toyota color zinc.

Comprobó la matrícula: el hijo.

Tras él iba una señora mayor: la esposa. Su rostro encajaba con el de la fotografía en blanco y negro del expediente. Qué gusto daba estar preparado.

Kirk echó a correr como un poseso para huir del lagarto, pero Smith sabía que no llegaría muy lejos: se avecinaba el enfrentamiento.

Igual que allí.

La habitación 245 debía de estar ahora vacía.

Smith sabía que el hospital era regional, los dos quirófanos se utilizaban las veinticuatro horas, urgencias recibía ambulancias de al menos otros cuatro condados. Mucha actividad, todo lo cual permitiría a Smith, vestido de celador, moverse a sus anchas.

Salió del coche y entró por la puerta principal.

En admisiones no había nadie. El sabía que el responsable terminaba la jornada a las cinco de la tarde y no volvería hasta las siete de la mañana del día siguiente. Algunas visitas iban hacia el aparcamiento. Las horas de visita finalizaban a las cinco, pero el expediente le había recordado que la mayoría de la gente no se iba hasta casi las seis.

Pasó por delante de los ascensores y continuó caminando por el brillante terrazo hasta llegar al otro extremo de la planta baja y detenerse en la lavandería. Cinco minutos más tarde salía confiado del ascensor de la segunda planta, las suelas de goma de sus Nurse Mates silenciosas en el bruñido embaldosado. Los pasillos que tenía a izquierda y derecha estaban tranquilos, las puertas de las habitaciones ocupadas, cerradas. Justo delante, en el puesto de las enfermeras, había dos mujeres de edad avanzada entretenidas con historias clínicas.

Smith llevaba un montón de sábanas dobladas con esmero. Abajo, en la lavandería, había averiguado que las habitaciones 248 y 250, las más próximas a la 245, necesitaban sábanas limpias.

Las únicas decisiones difíciles que había tenido que tomar ese día fueron qué cargar en su iPhone y qué método emplearía para matar. Por suerte, el ordenador central del hospital le había facilitado el acceso a las historias clínicas de los pacientes. Aunque el traumatismo interno del almirante bastaba para justificar un fallo cardíaco o hepático -sus dos métodos preferidos-, la tensión baja parecía ser la principal preocupación de los médicos. Ya se había prescrito la medicación adecuada para resolver el problema, pero una nota advertía que esperarían a la mañana siguiente antes de administrar la dosis para que el paciente tuviera tiempo de recobrar fuerzas.

Perfecto.

Smith había revisado las leyes de Virginia en materia de autopsias: a menos que la muerte sobreviniera por un acto violento, suicidio, de un modo repentino cuando se gozaba de buena salud, por no ser atendido por un médico o de forma sospechosa o poco habitual, no se practicaría la autopsia.

Le encantaba que las reglas jugaran en su favor.

Entró en la habitación 248 y arrojó las sábanas sobre el desnudo colchón. Hizo la cama de prisa, cuadrando bien las esquinas, y acto seguido centró su atención al otro lado del pasillo. Una mirada en ambas direcciones le confirmó que no había nadie.

Dio tres pasos y se plantó en la habitación 245.

Un aplique de bajo voltaje arrojaba una luz blanca y fría sobre una pared empapelada. El monitor del corazón emitía un pitido; un respirador siseaba. El puesto de enfermeras controlaba continuamente ambos aparatos, de manera que puso mucho cuidado en no tocar ninguno de los dos.

El paciente yacía en la cama con la cabeza, el rostro, los brazos y las piernas vendados. Según la historia clínica, cuando la ambulancia lo trajo y fue directo a traumatología tenía una fractura de cráneo, laceraciones y lesiones intestinales. Pero, milagrosamente, la médula espinal no estaba dañada. Había pasado tres horas en el quirófano, principalmente para reparar las lesiones internas y suturar las laceraciones. La pérdida de sangre había sido significativa y, durante unas horas, la situación fue delicada. Sin embargo, al cabo la esperanza se tornó promesa, y su estado pasó de grave a estable.

Con todo, el hombre tenía que morir.

¿Por qué? Smith no tenía ni idea. Pero tampoco es que le importara.

Se puso unos guantes de látex y sacó la jeringuilla de su bolsillo. El ordenador del hospital también le había proporcionado los parámetros de dosis pertinentes para poder llevar cargada la jeringa con la cantidad adecuada de nitroglicerina.

Tras expulsar el aire un par de veces, insertó la punta biselada de la aguja en la goma del gotero en «Y» que colgaba junto a la cama. No habría peligro de que lo detectaran, ya que el cuerpo metabolizaría la nitro cuando el hombre muriera y no dejaría rastro.

Una muerte instantánea, aunque era preferible, dispararía los monitores y atraería a las enfermeras.

Smith necesitaba tiempo para marcharse, y sabía que la muerte del almirante David Sylvian se produciría en una media hora.

Para entonces sería imposible que nadie lo viera, ya que estaría muy lejos, sin el uniforme, de camino a su próxima cita.

DIECISIETE

Garmisch 22.00 horas

Malone entró de nuevo en el Posthotel. Tras abandonar el monasterio había ido directamente a Garmisch, con un nudo en el estómago. A su mente acudía una y otra vez la dotación del NR-1 A, atrapada en el fondo de un océano helado con la esperanza de que alguien acudiera a salvarla. Pero nadie lo hizo.