– Comandante -se oyó a Blount desde su puesto-. El casco ha entrado en contacto con algo. Sólido, abundante. Es como si nos halláramos en un pedregal.
Malone decidió arriesgarse a consumir más energía.
– Enciendan las cámaras y las luces exteriores. Echaremos un vistazo rápido.
Las pantallas de vídeo cobraron vida en unas aguas transparentes salpicadas de brillantes partículas. El submarino estaba rodeado de piedras que descansaban en el fondo formando distintos ángulos.
– Qué extraño -comentó uno de los hombres.
Él también se había percatado.
– No son piedras, son bloques. Y grandes. Rectangulares y cuadrados. Enfoque uno.
Blount manejó los mandos y la cámara se centró en un lado de uno de los bloques.
– Virgen santísima -espetó su segundo.
La roca estaba llena de marcas; no era una inscripción, o al menos no algo que él reconociera. La letra era cursiva, redondeada y fluida. Había caracteres sueltos que parecían agrupados, como si formaran palabras, pero ninguna que él pudiera leer.
– También están en los otros bloques -aseguró Blount, y Malone escrutó las demás pantallas.
Estaban rodeados de ruinas cuyos restos parecían espíritus.
– Apague las cámaras -ordenó. En ese momento su principal preocupación era la energía, no las curiosidades-. ¿Estamos bien aquí si no nos movemos?
– Nos hemos asentado en un claro -repuso Blount-. Estamos bien.
Sonó una alarma, y Malone localizó la fuente: los cuadros de control.
– Comandante, lo necesitan en proa -gritó su segundo para hacerse oír.
Malone salió como pudo de la sala de mando y corrió hacia la escalerilla que conducía a la torreta. Su oficial de máquinas ya se encontraba allí.
La alarma cesó.
Malone sintió calor y clavó la vista en la cubierta. A continuación se agachó y tocó con cuidado el metaclass="underline" ardía. Nada bueno. Debajo de la cubierta, en un pozo de aluminio, había ciento cincuenta baterías de plata y zinc. Por desgracia, la experiencia le había enseñado que su estructura era mucho más artística que científica: fallaban constantemente.
Un auxiliar de máquinas manipuló cuatro tornillos que mantenían afianzada la cubierta y los fue soltando uno por uno. Al retirar la tapa quedó a la vista un remolino de humo en ebullición. Malone supo en el acto cuál era el problema: el hidróxido de potasio de las baterías se había derramado. Otra vez.
Colocaron la tapa en su sitio, pero eso sólo les daría unos minutos: pronto el sistema de ventilación esparciría los punzantes vapores por toda la embarcación y, sin forma de expulsar el tóxico aire, todos morirían.
Corrió de vuelta a la sala de mando.
No quería morir, pero cada vez tenían menos opciones. Había servido veintiséis años en submarinos, diésel y nucleares. Tan sólo uno de cada cinco militares lograba entrar en la Academia de Submarinos de la Marina, donde las pruebas físicas, las entrevistas psicológicas y el tiempo de reacción lo ponían a uno a prueba hasta límites insospechados. Sus delfines de plata se los había colocado su primer comandante, y desde entonces él había conferido ese honor a muchos otros.
Así que sabía cómo estaban las cosas. El juego había terminado.
Curiosamente, cuando entró en la sala dispuesto a actuar al menos como si tuviesen una oportunidad, sólo se le pasó una cosa por la cabeza: su hijo. Tenía diez años y crecería sin padre.
«Te quiero, Cotton.»
PRIMERA PARTE
UNO
Garmisch, Alemania
Martes, 11 de diciembre, en la actualidad 13.40 horas
Cotton Malone odiaba los espacios cerrados.
Su actual desazón se veía incrementada por un remonte abarrotado. La mayoría de los pasajeros estaban de vacaciones y vestían ropa de vivos colores, bastones y esquís al hombro. Reparó en que había distintas nacionalidades: algunos italianos, unos cuantos suizos, un puñado de franceses, pero sobre todo alemanes. Había sido uno de los primeros en subir y, para aliviar su incomodidad, se había acercado a una de las escarchadas ventanas. A casi tres mil metros, y aproximándose, el Zugspitze se recortaba contra un cielo azul acero, la imponente cumbre gris envuelta en un manto de nieve de finales de otoño.
No había sido muy inteligente acceder a quedar allí.
El funicular continuaba su vertiginoso ascenso, dejando atrás uno de los varios caballetes de acero que se alzaban desde los peñascos.
Estaba nervioso, y no sólo por la cantidad de gente que había. En la cima de la montaña más alta de Alemania lo esperaban fantasmas. Llevaba casi cuatro décadas evitando ese encuentro. La gente como él, que enterraba el pasado con tanta determinación, no debería ayudarlo a salir de la tumba tan fácilmente.
Y sin embargo, allí estaba, haciendo precisamente eso.
Las vibraciones se redujeron cuando el remonte entró en la estación para detenerse después.
Los esquiadores salieron en tropel hacia otro remonte que los llevaría hasta un circo glaciar situado a una gran altitud, donde aguardaba una casa de montaña y varias pistas de esquí. Él no sabía esquiar, nunca lo había hecho, nunca le había apetecido.
Se abrió paso hasta el centro de información, que un letrero amarillo identificaba como Münchner Haus. Un restaurante ocupaba la mitad del edificio, mientras que el resto albergaba un cine, una cafetería, un mirador, tiendas de recuerdos y una estación meteorológica.
Empujó unas gruesas puertas de cristal y salió a una terraza protegida por una barandilla. El vigorizante aire alpino hizo que se le cortaran los labios. Según Stephanie Nelle, su contacto debía esperarlo en el mirador. No cabía duda de que estar a casi tres mil metros de altura en los Alpes confería al encuentro una mayor dosis de privacidad.
El Zugspitze se encontraba en la frontera. Una serie de riscos nevados se erguía por el sur en dirección a Austria; por el norte se extendía un valle con forma de cuenco festoneado por picos rocosos. Un velo de bruma helada envolvía la localidad alemana de Garmisch y su compañera, Partenkirchen. Ambas ciudades eran mecas del deporte, y en la región no sólo se practicaba el esquí, sino también el bobsleigh, el patinaje y el curling.
Más deportes que él evitaba.
En el mirador no había nadie a excepción de una pareja de ancianos y un puñado de esquiadores que al parecer habían hecho un descanso para disfrutar de las vistas. Malone había acudido allí para resolver un misterio, un misterio que lo obsesionaba desde el día en que unos hombres vestidos de uniforme fueron a decirle a su madre que su esposo había muerto.
Se perdió el contacto con el submarino hace cuarenta y ocho horas. Enviamos barcos de búsqueda y salvamento al Atlántico Norte, que han peinado la última posición conocida. Hace seis horas se encontró él pecio. Antes de comunicárselo a las familias hemos querido asegurarnos de que no había supervivientes.
Su madre no lloró. No era su estilo. Pero eso no quería decir que no estuviera desolada. Pasaron años antes de que su mente adolescente planteara preguntas. Aparte de los comunicados oficiales, el gobierno no dio muchas explicaciones. Cuando él entró en la Marina, trató de ver el informe que había redactado la comisión de investigación sobre el hundimiento del submarino, pero le dijeron que era material clasificado. Probó de nuevo cuando era agente del Departamento de Justicia, provisto de una acreditación que le permitía acceder a áreas restringidas: nada. Cuando Gary, su hijo, que a la sazón tenía quince años, fue a verlo durante el verano, él tuvo que hacer frente a nuevas preguntas. Gary no había conocido a su abuelo, pero quería saber más cosas de él, en particular, cómo había muerto. La prensa había cubierto el hundimiento del USS Blazek, que se produjo en noviembre de 1971, de forma que leyeron muchos de los viejos artículos en Internet. La charla reavivó sus propias dudas, lo bastante para decidirse a hacer algo al respecto.