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– ¿Le ha hablado Dorothea de nuestro abuelo?

– Me ha hecho un resumen.

– Trabajó para los nazis, dirigió la Ahnenerbe.

– Una noble empresa.

Ella pareció captar su sarcasmo.

– Estoy de acuerdo. No era más que un instituto de investigación que fabricaba pruebas arqueológicas con fines políticos. Himmler creía que los antepasados de Alemania tenían su origen en un lugar remoto, donde habían sido una especie de raza superior. Después, esa supuesta sangre aria emigró a distintas partes del mundo, de manera que creó la Ahnenerbe (una mezcla de aventureros, místicos y eruditos) y se dispuso a encontrar a esos arios mientras erradicaba al resto del mundo.

– ¿Qué era su abuelo?

Ella puso cara de desconcierto.

– ¿Aventurero, místico o erudito?

– A decir verdad, las tres cosas.

– Pero por lo visto también era político. Dirigió la institución, así que seguramente conocía la verdadera misión de la Ahnenerbe.

– Ahí es donde se equivoca usted. Mi abuelo sólo creía en la noción de una raza aria mítica. Himmler manipuló su obsesión hasta convertirla en una herramienta de limpieza étnica.

– Ese mismo razonamiento se utilizó en los juicios de Nüremberg, después de la guerra, y no tuvo éxito.

– Crea lo que quiera, ello no afecta al motivo por el que he venido.

– Ese que estoy esperando, bastante pacientemente, debo añadir, que me explique. Ella cruzó las piernas.

– El centro de atención de la Ahnenerbe era el estudio de alfabetos y símbolos: buscar antiguos mensajes arios. Pero, a finales de 1935, mi abuelo dio con algo. -Señaló su abrigo, que descansaba sobre la cama, junto a Malone-. En el bolsillo.

Él metió la mano y sacó un libro que estaba dentro de una bolsa de plástico. En tamaño, forma y estado era como el de antes, salvo que en la cubierta no había símbolo alguno.

– ¿Sabe quién es Eginardo? -preguntó ella.

– He leído su Vida de Carlomagno.

– Eginardo era oriundo de la parte oriental del reino franco, la zona claramente alemana. Estudió en Fulda, que era uno de los centros del saber más impresionantes de Franconia, y alrededor de 791 fue aceptado en la corte de Carlomagno. El emperador era único en su época: constructor, político, propagandista religioso, reformador, mecenas de las artes y las ciencias. Le gustaba rodearse de eruditos, y Eginardo se convirtió en su consejero de más confianza. Cuando Carlomagno murió, en 814, su hijo Luis el Piadoso nombró a Eginardo su secretario personal, pero dieciséis años después, cuando comenzaron las disputas entre Luis y sus hijos, Eginardo se alejó de la corte. Murió en 840 y fue enterrado en Seligenstadt.

– Es usted un dechado de información.

– Me licencié en historia medieval.

– Eso no explica qué demonios está haciendo aquí.

– La Ahnenerbe buscó a esos arios en muchos lugares. Se abrieron tumbas por toda Alemania. -Señaló el libro-. En la de Eginardo mi abuelo encontró el libro que tiene usted.

– Pensaba que era de la tumba de Carlomagno.

Ella sonrió.

– Veo que Dorothea le ha enseñado su libro. Ése sí era de la tumba de Carlomagno; éste es distinto.

Malone no pudo resistir la tentación: sacó el antiguo volumen de la bolsa y lo abrió con cuidado. Las páginas estaban repletas de latín, además de ejemplos de la extraña escritura y manifestaciones artísticas y símbolos raros que ya había visto.

– En la década de 1930, mi abuelo encontró ese libro junto con el testamento de Eginardo. En la época de Carlomagno, las personas con medios dejaban testamentos escritos. En el de Eginardo, mi abuelo descubrió un misterio.

– Y ¿cómo sabe que no es más fantasía? Su hermana no ha hablado demasiado bien de su abuelo.

– Ésa es otra de las razones por las que ella y yo nos odiamos.

– Y ¿por qué le tiene usted tanto cariño a su abuelo?

– Porque también halló pruebas.

Dorothea besó suavemente a Wilkerson en la boca. Se percató de que todavía temblaba. Se hallaban en medio de las ruinas de la casa, viendo cómo ardía el coche.

– Ahora estamos juntos en esto -dijo ella.

Él era perfectamente consciente. De eso y de algo más: adiós al almirantazgo. Ella le había dicho que Ramsey era una víbora, pero se había negado a creerla. Ahora la cosa cambiaba.

– Una vida de lujos y privilegios puede ser un buen sustituto -apuntó ella.

– Tienes marido.

– Sólo nominalmente. -Vio que él necesitaba que le infundiera ánimos. Como la mayoría de los hombres-. Te has desenvuelto bien en la casa.

Él se limpió el sudor de la frente.

– Incluso me he cargado a uno. Le he disparado en el pecho.

– Lo que demuestra que sabes manejar la situación cuando es necesario. Los he visto acercarse a la cabaña cuando venía hacia aquí. He aparcado en el bosque y me he acercado con cuidado mientras lanzaban el primer ataque. Esperaba que pudieras rechazarlos hasta que diera con una de las escopetas.

El valle, que se extendía a lo largo de kilómetros en todas las direcciones, era propiedad de su familia. No había vecinos cerca.

– Y los cigarrillos que me diste han funcionado -añadió ella-. Tenías razón en lo de esa mujer. Era un problema que había que eliminar.

Los cumplidos estaban surtiendo efecto: Wilkerson se estaba calmando.

– Me alegro de que encontraras el arma -dijo.

El calor que desprendía el fuego del coche caldeaba el aire helador. Ella todavía tenía la escopeta, cargada y lista, pero dudaba que fueran a recibir más visitas esa noche.

– Necesitamos las cajas que he traído -comentó Wilkerson-. Estaban en un armario de la cocina.

– Las he visto.

Qué interesante resultaba cómo el peligro estimulaba el deseo. Ese hombre, un capitán de la Marina bien parecido, medianamente inteligente y con pocas agallas, le resultaba atractivo. ¿Por qué eran tan deseables los hombres débiles? Su marido era una nulidad que le permitía hacer lo que le venía en gana, y casi todos sus amantes eran parecidos.

Apoyó la escopeta contra un árbol.

Y volvió a besar a Wilkerson.

– ¿Qué clase de pruebas? -preguntó Malone.

– Parece cansado -afirmó Christl.

– Lo estoy, y hambriento.

– Pues vayamos a comer algo.

Estaba harto de que las mujeres jugaran al tira y afloja con él, y de no ser por lo de su padre la habría mandado a paseo, como había hecho con su hermana. Pero lo cierto es que quería saber más.

– Muy bien, pero invita usted.

Salieron del hotel y se dirigieron bajo la nieve a un café que había a unas manzanas, en una de las zonas peatonales de Garmisch. Una vez dentro él pidió cerdo asado con patatas fritas, y Christl Falk, sopa con pan.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de la Deutsche Antarktische Expedition? -preguntó ella.

La Expedición Antártica Alemana.

– Partió de Hamburgo en diciembre de 1938 -contó Christl Falk-. El objetivo público fue asegurarse un lugar en la Antártida para instalar una estación ballenera como parte de un plan para aumentar la producción de grasa de Alemania. ¿Se lo imagina? Y lo mejor es que la gente se lo tragó.

– Sí, me lo imagino, sí. Por aquel entonces el aceite de ballena era la principal materia prima para elaborar margarina y jabón, y Alemania compraba grandes cantidades de grasa de ballena a Noruega. Al estar a punto de entrar en guerra y depender de fuentes foráneas para algo tan importante, ello podría haber supuesto un problema.