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– Veo que está usted informado.

– He leído acerca de los nazis en la Antártida. El Schwabenland,1 un carguero capaz de catapultar aviones, fue con, ¿cuántas?, ¿sesenta personas? No hacía mucho, Noruega había reclamado un pedazo de la Antártida al que llamaron Tierra de la Reina Maud, pero los nazis cartografiaron la misma zona y cambiaron el nombre por el de Nueva Suabia. Sacaron un montón de fotos y dejaron caer desde el aire banderas alemanas con alambre de acero por todas partes. Menudo espectáculo debió de ser, pequeñas esvásticas en la nieve.

– Mi abuelo formó parte de esa expedición de 1938. Aunque se cartografió una quinta parte de la Antártida, el verdadero propósito era comprobar si era cierto lo que Eginardo había escrito en el libro que acabo de enseñarle.

A Malone le vinieron a la memoria las piedras de la abadía.

– Y se trajo piedras que tenían los mismos símbolos que las del libro.

– ¿Ha estado en la abadía?

– Por cortesía de su hermana. Pero ¿por qué tengo la sensación de que usted ya lo sabía? -Como la mujer no contestó, él quiso saber-: Así que, ¿cuál es el veredicto? ¿Qué fue lo que encontró su abuelo?

– Ése es el problema: no lo sabemos. Al término de la guerra, los aliados confiscaron o destruyeron la documentación relativa a la Ahnenerbe. Mi abuelo fue censurado por Hitler en un mitin del partido que se celebró en 1939. Hitler no estaba de acuerdo con algunos de sus puntos de vista, sobre todo con sus ideas feministas, según las cuales aquella antigua sociedad aria podría haber estado dirigida por sacerdotisas y mujeres videntes.

– Algo que tenía muy poco que ver con las máquinas de hacer hijos que, según Hitler, eran las mujeres.

Ella asintió.

– Así que hicieron callar a Hermann Oberhauser y sus ideas fueron vetadas. Se le prohibió publicar y dar conferencias. Diez años después, la cabeza empezó a fallarle, y pasó los últimos años de vida senil.

– Me sorprende que Hitler no lo matara sin contemplaciones.

– Hitler necesitaba nuestras fábricas, la refinería y los periódicos. Mantener a mi abuelo con vida era una forma de ejercer control legalmente sobre ellos. Y, por desgracia, lo único que él quería hacer era agradar a Adolf Hitler, así que los puso a su disposición de buena gana. -Sacó el libro del bolsillo del abrigo y le quitó la bolsa de plástico-. Este texto suscita muchas preguntas, preguntas que no he sido capaz de responder. Esperaba que usted pudiera ayudarme a resolver el enigma.

– ¿La búsqueda de Carlomagno?

– Veo que usted y Dorothea mantuvieron una larga charla. Ja. Die Karl der GroBe Verfolgung. -Le entregó el libro. El latín de Malone era pasable, así que podía descifrar más o menos las palabras, si bien ella se percató de la dificultad que ello le suponía-. ¿Me permite? -le preguntó.

Malone titubeó.

– Tal vez le resulte interesante. En mi caso fue así.

VEINTE

Jacksonville, Florida 17.30 horas

Stephanie escrutó al anciano que abrió la puerta de la modesta casa de ladrillo situada en la parte sur de la ciudad. Era bajo y gordo y tenía una nariz bulbosa y amenazadora que a ella le recordó a Rodolfo, el reno de la nariz roja. Según su hoja de servicios, Zachary Alexander debía de rozar los setenta años, y los aparentaba. Stephanie se limitó a escuchar cuando Edwin Davis le explicó quiénes eran y por qué habían ido allí.

– ¿Qué creen que puedo decirles? -preguntó Alexander-. Llevo casi treinta años fuera de la Marina.

– Veintiséis, para ser exactos -puntualizó Davis.

Alexander los señaló con un dedo rechoncho.

– No me gusta perder el tiempo.

Stephanie oyó un televisor en un cuarto, un concurso, y se fijó en que la casa estaba inmaculada, el interior apestaba a antiséptico.

– Sólo serán unos minutos -prometió Davis-. Después de todo, vengo de parte de la Casa Blanca.

A Stephanie le sorprendió la mentira, pero no dijo nada.

– Ni siquiera voté por Daniels.

Ella sonrió.

– Igual que muchos otros de nosotros, pero ¿no podría dedicarnos unos minutos?

Alexander finalmente se ablandó y los condujo hasta un cuarto de estar, donde apagó el televisor y los invitó a tomar asiento.

– Serví en la Marina mucho tiempo -contó Alexander-. Pero debo decirles que no tengo muy buenos recuerdos.

Stephanie había leído su hoja de servicios: Alexander había llegado a capitán de fragata, pero perdió sus dos ocasiones de ascenso. Al final decidió abandonar la Marina y se retiró cobrando la paga completa.

– Pensaban que no era lo bastante bueno para ellos.

– Lo fue para asumir el mando del Holden.

Los arrugados ojos se achinaron.

– De ése y de otros barcos.

– Hemos venido por la misión que realizó el Holden en la Antártida -confesó Davis.

Alexander no dijo nada, y Stephanie se preguntó si su silencio era calculado o precavido.

– La verdad es que estaba entusiasmado con la orden -contó Alexander al cabo-. Quería ver el hielo. Pero después siempre me pareció que ese viaje tuvo algo que ver con que se me denegara el ascenso.

Davis se inclinó hacia adelante.

– Necesitamos que nos lo cuente.

– ¿Para qué? -espetó Alexander-. Es material clasificado, puede que todavía lo sea. Me dijeron que mantuviera la boca cerrada.

– Soy viceconsejero de Seguridad Nacional, y ella directora de una agencia de servicios de inteligencia del gobierno, podemos escuchar lo que tenga que decirnos.

– Y una mierda.

– ¿Se puede saber por qué es tan hostil? -le preguntó Stephanie.

– Puede que sea porque odio la Marina -repuso él-. O porque ustedes dos van a la caza de algo y yo no quiero morder el anzuelo.

Alexander se relajó en su sillón reclinable, y Stephanie supuso que se había pasado allí años pensando en lo que se le estaba pasando por la cabeza en ese momento.

– Obedecí las órdenes que me fueron dadas y lo hice bien. Siempre cumplí las órdenes. Pero de eso hace mucho tiempo, así que, ¿qué es lo que quieren saber?

– Sabemos que al Holden le fue ordenado zarpar a la Antártida en noviembre de 1971. Fueron en busca de un submarino -contó Stephanie.

Alexander puso cara de asombro.

– ¿De qué diablos están hablando?

– Hemos leído el informe que elaboró la comisión de investigación sobre el hundimiento del Blazek, o el NR-1 A, si prefiere llamarlo así, y menciona específicamente que usted y el Holden emprendieron la búsqueda.

Alexander les dirigió una mirada que encerraba una mezcla de curiosidad y enemistad.

– Mis órdenes eran dirigirnos al mar de Weddell, obtener lecturas de sonar y estar alerta por si se producían anomalías. Llevaba a bordo a tres pasajeros y me mandaron satisfacer sus necesidades sin hacer preguntas. Y así lo hice.

– ¿Nada de un submarino? -insistió Stephanie.

El anciano negó con la cabeza.

– Ni por asomo.

– ¿Qué fue lo que encontró? -se interesó Davis.

– Nada en absoluto. Me pasé dos semanas con el culo congelado.

Junto al asiento de Alexander había una botella de oxígeno -Stephanie se preguntó qué pintaría ahí-, y en la pared de enfrente, una colección de tratados médicos llenaba una estantería. Alexander no daba la impresión de estar mal de salud, y su respiración parecía normal.