– No sé nada de un submarino -repitió el hombre-. Me acuerdo de que por aquel entonces se hundió uno en el Atlántico Norte. Y fue el Blazek, sí, lo recuerdo, pero mi misión no tenía nada que ver con eso. Navegábamos por el sur del Pacífico y nos desviamos a Sudamérica, donde recogimos a los tres pasajeros. Después nos dirigimos al sur, como estaba previsto.
– ¿Cómo era el hielo? -preguntó Davis.
– Aunque casi era verano, son aguas difíciles. Aquello parecía un congelador y había icebergs por todas partes. Pero es bonito, la verdad.
– ¿No se enteró de nada mientras estuvo allí? -preguntó ella.
– No es a mí a quien tienen que preguntar eso. -Su semblante se había suavizado, como si hubiera concluido que quizá no fuesen el enemigo-. En esos informes que han leído, ¿no se menciona a tres pasajeros?
Davis cabeceó.
– Ni una palabra. Tan sólo a usted.
– Típico de la puta Marina. -De su rostro se borró la mirada impasible-. Mis órdenes eran llevar a esos tres a donde quisieran ir. Desembarcaron varias veces, pero cuando volvieron no dijeron nada.
– ¿Llevaban algún equipo consigo?
Alexander asintió.
– Trajes de buzo para inmersión en aguas frías y botellas. Después del cuarto desembarco dijeron que podíamos irnos.
– ¿Ninguno de sus hombres fue con ellos?
Alexander negó con la cabeza.
– Ni hablar. No les estaba permitido. Esos tres tenientes lo hicieron todo. De lo que quiera que se tratase.
Stephanie sopesó esa rareza, pero en el Ejército pasaban cosas extrañas a diario. Con todo y con eso, tenía que hacer la pregunta del millón:
– ¿Quiénes eran?
Ella vio que la consternación se apoderaba del anciano.
– Nunca he hablado de esto antes, ¿saben? -Parecía incapaz de ocultar su abatimiento-. Quería llegar a capitán de navío, lo merecía, pero la Marina no opinaba lo mismo.
– Eso fue hace mucho tiempo -apuntó Davis-. No podemos hacer gran cosa para cambiar el pasado.
Stephanie se preguntó si Davis se refería a la situación de Alexander o a la suya propia.
– Esto debe de ser importante -comentó el anciano.
– Lo bastante como para que estemos aquí hoy.
– Uno era un tipo llamado Nick Sayers; otro, Herbert Rowland. Unos gallitos, los dos, como la mayoría de los tenientes.
Ella mostró su conformidad en silencio.
– ¿Y el tercero? -inquirió Davis.
– El más chulo de todos, no soportaba a ese capullo. El problema es que siguió adelante y llegó a capitán, y luego obtuvo las estrellas de oro. Se llamaba Ramsey, Langford Ramsey.
VEINTIUNO
Las nubes me invitan, la niebla me reclama. El curso de las estrellas me apremia, y los vientos hacen que levante el vuelo y ascienda hacia el cielo. Me siento atraído por una pared de cristal y me veo rodeado de lenguas de hielo. Me siento atraído por un templo cuyos muros son como un suelo de mosaico hecho de piedra; su techo es como el camino de los astros. Las paredes desprenden calor, el miedo me invade y mi cuerpo se estremece. Caigo de bruces y veo un trono elevado, tan cristalino como el resplandeciente sol. Lo ocupa el gran consejero, y sus vestiduras brillan más que el sol y son más blancas que la nieve. El gran consejero me dice: «Eginardo, escriba recto, aproxímate y escucha mi voz. -Me habla en mi lengua, lo cual es sorprendente-. Igual que Él creó al hombre y le dio la capacidad de comprender la palabra de la sabiduría, también me creó a mí. Sé bienvenido a nuestra tierra. Tengo entendido que eres un erudito. De ser así, podrás comprender los secretos de los vientos, cómo se dividen para soplar por la tierra, y los secretos de las nubes y el rocío. Podemos enseñarte cosas del sol y la luna, de dónde provienen y adonde van, y su glorioso retorno, y cómo uno es superior a la otra y su imponente órbita, y cómo no abandonan su órbita y no añaden nada a ésta y no le arrebatan nada y cumplen con la palabra que se han dado de conformidad con el juramento que los une.»
Malone estuvo escuchando mientras Christl traducía el texto en latín y luego preguntó:
– ¿Cuándo fue escrito?
– Entre 814, cuando murió Carlomagno, y 840, cuando murió Eginardo.
– Imposible: habla de las órbitas del sol y la luna y de su relación. Esas nociones astronómicas aún no se habían desarrollado; por aquel entonces se habrían considerado herejía.
– Eso es cierto en el caso de los que vivían en Europa occidental, pero la situación era distinta para quienes vivían en otras partes del planeta y no estaban oprimidos por la religión.
Malone seguía siendo escéptico.
– Deje que lo sitúe en un contexto histórico -pidió ella-. Los dos hijos mayores de Carlomagno fallecieron antes que él; el tercero, Luis el Piadoso, heredó el Imperio carolingio. Los hijos de Luis se pelearon con su padre y también entre sí. Eginardo sirvió a Luis con lealtad, igual que hizo con el emperador, pero estaba tan harto de las luchas intestinas que se apartó de la corte y pasó el resto de sus días en una abadía que le regaló Carlomagno. Fue durante esa época cuando escribió su biografía de Carlomagno y -sostuvo en alto el antiguo volumen- este libro.
– En el que relataba un gran viaje, ¿no? -preguntó Malone.
Ella asintió.
– ¿Quién dice que es real? Suena a fantasía pura y dura.
Christl Falk negó con la cabeza.
– Su Vida de Carlomagno es una de las obras más afamadas de todos los tiempos, todavía se imprime. Eginardo no era conocido por escribir ficción, y se tomó muchas molestias para ocultar estas palabras.
Malone seguía sin estar convencido.
– Sabemos muchas cosas acerca de las obras de Carlomagno -dijo ella-, pero poco de sus creencias íntimas. Hasta nosotros no ha llegado nada fiable al respecto. Sí sabemos que le encantaban las historias y las epopeyas de la Antigüedad. Con anterioridad a su época, los mitos se conservaban oralmente; él fue el primero en ordenar que se pusieran por escrito, y sabemos que Eginardo supervisó el proceso. Pero Luis, tras heredar el trono, destruyó todos esos textos debido a su contenido pagano. La destrucción de esos escritos debió de disgustar a Eginardo, de manera que se aseguró de que este libro sobreviviera.
– ¿Escribiendo parte de él en un idioma que nadie entendiese?
– Algo por el estilo.
– He leído que hay quien afirma que tal vez Eginardo ni siquiera escribiese la biografía de Carlomagno. Nadie sabe nada a ciencia cierta.
– Señor Malone…
– ¿Por qué no me llama Cotton? Hace que me sienta raro.
– Un nombre interesante.
– Me gusta.
Ella sonrió.
– Puedo explicarle todo esto mucho más detalladamente. Mi abuelo y mi padre se pasaron años investigando. Hay cosas que quiero enseñarle y que quiero explicarle. Cuando las haya visto y oído creo que convendrá conmigo en que nuestros respectivos padres no murieron en vano.
Aunque sus ojos sugerían que estaba dispuesta a rebatir todos los argumentos de él, Christl Falk estaba jugando su mejor baza, y ambos lo sabían.
– Mi padre era comandante de un submarino -repuso él-. El suyo, pasajero de ese submarino. Vale, no tengo ni idea de lo que hacía ninguno de los dos en el Antártico, pero así y todo murieron en vano.
«Y a nadie le importó un comino», añadió para sí.
Ella apartó la sopa.
– ¿Va a ayudamos?
– ¿A quiénes?
– A mí, a mi padre, al suyo.
Malone captó la rebelión en su voz, pero necesitaba tiempo para hablar con Stephanie.
– A ver qué le parece esto: deje que lo consulte con la almohada y mañana podrá enseñarme lo que quiera.