Los ojos de ella se dulcificaron.
– Me parece bien, se está haciendo tarde.
Salieron del café y recorrieron la nevada calle camino del Posthotel. Faltaban dos semanas para Navidad, y Garmisch parecía preparada. Para Cotton Malone, las vacaciones tenían sus pros y sus contras. Había pasado las dos últimas con Henrik Thorvaldsen en Christiangade, y ese año probablemente hiciera lo mismo. Se preguntó cuáles serían las tradiciones navideñas de Christl Falk. Parecía presa de la melancolía y no se esforzaba por disimularlo. La veía inteligente y resuelta, no muy distinta de su hermana; sin embargo, ambas mujeres eran dos desconocidas que exigían precaución.
Cruzaron la calle. Muchas de las ventanas del Posthotel, que lucía alegres frescos, se hallaban iluminadas. Su habitación, en la segunda planta, encima del restaurante y el vestíbulo, contaba con cuatro en un lateral y otras tres en la fachada. Había dejado las lámparas encendidas, y un movimiento tras uno de los cristales captó su atención.
Se detuvo: había alguien allí. Christl también lo vio. Alguien apartó las cortinas.
A la vista quedó el rostro de un hombre que tenía la mirada fija en la de Malone. Luego el hombre miró a la derecha, hacia la calle, y abandonó la ventana; su sombra puso de manifiesto una salida precipitada.
Malone divisó un coche con tres hombres aparcado al otro lado de la calle.
– Vamos -pidió.
Sabía que tenían que marcharse, y de prisa. Menos mal que llevaba encima las llaves del coche que había alquilado. Salieron corriendo hacia el coche y subieron.
Malone arrancó en un abrir y cerrar de ojos. Metió una marcha de prisa y corriendo y huyó del hotel, las ruedas derrapando en el asfalto helado. Bajó la ventanilla, se internó en el bulevar y vio por el retrovisor a un hombre que salía del hotel.
Sacó el arma del chaquetón, aminoró la marcha a medida que se acercaba al coche aparcado y disparó a un neumático trasero, lo que hizo que tres bultos se pusieran a cubierto.
Acto seguido, salió pitando.
VEINTIDÓS
Miércoles, 12 de diciembre 00.40 horas
Malone salió de Garmisch aprovechando al máximo la ventaja que le conferían sus laberínticas callejuelas sin alumbrado y con la cabeza dando vueltas a los hombres que lo aguardaban ante el Posthotel. No tenía forma de saber si contaban con un segundo vehículo a mano. Satisfecho al comprobar que nadie los seguía, dio con la carretera que se dirigía al norte que ya había tomado antes y, obedeciendo las instrucciones de Christl, comprendió adonde se dirigían.
– Eso que quiere enseñarme, ¿se encuentra en el monasterio de Ettal? -le preguntó.
Ella afirmó con la cabeza.
– No tiene sentido esperar a mañana.
Malone estaba de acuerdo.
– Estoy segura de que, cuando habló allí con Dorothea, ella sólo le contó lo que quería que usted supiera.
– Y usted es distinta, ¿no?
La mujer lo miró con fijeza.
– Completamente.
Él no estaba tan seguro.
– Los tipos del hotel, ¿son suyos o de ella?
– Dijera lo que dijese no me creería.
Redujo de marcha cuando la carretera inició el descenso hacia la abadía.
– Aunque no me lo haya pedido, le daré un consejo: necesito explicaciones, estoy a punto de perder la paciencia.
Christl Falk titubeó. Malone esperaba.
– Hace cincuenta mil años nació una civilización en este planeta, una civilización que consiguió evolucionar más de prisa que el resto de la humanidad. Pionera, por así decirlo. ¿Estaba desarrollada tecnológicamente? En realidad, no, pero sí era muy avanzada. Matemáticas, arquitectura, química, biología, geología, meteorología, astronomía. Ahí es donde destacaba.
Malone escuchaba.
– Nuestro concepto de historia antigua se ha visto muy influido por la Biblia, pero en ella los textos que tratan de la Antigüedad fueron escritos desde un punto de vista estrecho de miras: distorsionando culturas ancestrales y descuidando por completo otras importantes, como la minoica. Esa cultura en concreto de la que le hablo no es bíblica. Era una sociedad de navegantes que comerciaba con el mundo entero y poseía embarcaciones sólidas y avanzadas técnicas de navegación. Culturas posteriores como la polinesia, la fenicia, la vikinga y finalmente la europea desarrollarían esas técnicas, pero la civilización uno fue la primera en dominarlas.
Malone había leído acerca de esas teorías. A esas alturas, la mayoría de los científicos rechazaban la idea de un desarrollo social lineal del Paleolítico al Neolítico, la Edad del Bronce y la Edad de Hierro, y creían que los seres humanos se habían desarrollado de manera independiente los unos de los otros. Había pruebas de ello incluso en la actualidad, en todos los continentes, donde culturas primitivas coexistían con sociedades avanzadas.
– Lo que está usted diciendo es que, en el pasado, mientras las gentes del Paleolítico poblaban Europa, pudieron existir culturas más avanzadas en otro lugar. -Malone recordó lo que le había contado Dorothea Lindauer-. ¿Otra vez los arios?
– Qué va, son un mito. Pero puede que ese mito esté basado en la realidad. Mire lo que sucedió con Creta y Troya: durante mucho tiempo se pensó que eran ficticias, pero ahora sabemos que fueron reales.
– Entonces, ¿qué fue de esa primera civilización?
– Por desgracia, cada cultura engendra las semillas de su propia destrucción; el progreso convive con la decadencia. La historia ha demostrado que todas las sociedades acaban siendo las responsables de su caída. Mire Babilonia, Grecia, Roma, los mogoles, los hunos, los turcos, y ni se sabe cuántas sociedades monárquicas. Siempre es lo mismo, y la civilización uno no fue una excepción.
Lo que decía tenía sentido: ciertamente, el hombre parecía destruir todo cuanto creaba.
– Tanto mi abuelo como mi padre estaban obsesionados con esa civilización perdida, y he de confesar que también yo me siento atraída por ella.
– Mi librería está llena de material new age sobre la Atlántida y una docena más de las denominadas civilizaciones perdidas, de las cuales no se ha encontrado nunca ni rastro. Es una fantasía.
– La guerra y la conquista se han dejado sentir en la historia de la humanidad. Es un proceso cíclico: progreso, guerra, devastación y renacimiento. Existe un tópico sociológico: cuanto más avanzada es una cultura, tanto más fácilmente será destruida y tantos menos indicios quedarán de ella. Dicho de manera más simplista: el que busca, encuentra.
Malone redujo la velocidad.
– No, no es así: la mayor parte de las veces tropezamos con las cosas.
Ella negó con la cabeza.
– Las mayores revelaciones humanas empezaron con una teoría sencilla: mire la evolución. Sólo después de que Darwin formulara sus ideas empezamos a reparar en cosas que reforzaban su teoría. Copérnico propuso una forma radicalmente distinta de entender el sistema solar, y cuando por fin miramos nos dimos cuenta de que tenía razón. Con anterioridad a los últimos cincuenta años nadie creía en serio que pudiera habernos precedido una civilización avanzada, se consideraba un disparate, de manera que la prueba se pasó por alto sin más.
– ¿Qué prueba?
Ella sacó del bolsillo el libro de Eginardo.
– Ésta.
Marzo de 800. Carlomagno se dirige al norte desde Aquisgrán. Nunca antes se ha aventurado al mar Gálico en esta época del año, cuando los gélidos vientos del norte azotan la costa y la pesca es pobre. Sin embargo, insiste en emprender el viaje. Tres soldados y yo lo acompañamos, y el trayecto dura la mayor parte del día. Una vez allí, el campamento se monta al otro lado de las dunas, en el lugar de costumbre, el cual ofrece escasa protección frente a un fuerte temporal. A los tres días de llegar se avistan velas, y pensamos que los barcos son daneses o forman parte de la flota sarracena que amenaza el imperio por el norte y el sur. Pero al cabo el rey grita alborozado y espera en la playa mientras los barcos alzan los remos y unas embarcaciones de menor tamaño reman hacia la costa portando a los observadores. Al frente está Uriel, que reina en el Tártaro. Lo acompañan Rafael, el ángel de las almas de los hombres, y Raguel, el que toma venganza del mundo de las luminarias, y Miguel, destinado a los mejores de los hombres y el caos, y Saraquiel, nombrado para los espíritus. Visten gruesos mantos, pantalones y botas de pieles. Llevan el rubio cabello cortado y peinado con esmero. Carlomagno da un fuerte abrazo a cada uno de ellos. El rey hace numerosas preguntas que Uriel contesta. Al rey se le permite subir a los barcos, que están hechos de resistente madera y calafateados con brea, y él admira su solidez. Nos dicen que se construyen lejos de su tierra, donde crecen árboles en abundancia. Aman el mar y lo conocen mucho mejor que nosotros. Miguel despliega para el rey mapas de lugares cuya existencia nosotros ignoramos y nos revelan cómo se guían sus barcos. Miguel nos muestra un hierro puntiagudo que descansa en una madera que flota en una concha de agua e indica el camino por el mar. El rey quiere saber cómo puede ser, y Miguel le explica que el metal es atraído a una dirección concreta y señala al norte. Se gire donde se gire la concha, la punta de hierro siempre encuentra esa dirección. La visita dura tres días, y Uriel y el rey hablan largo y tendido. Yo trabo amistad con Rafael, que hace las veces de consejero de Uriel, como hago yo con el rey. Rafael me habla de su tierra, donde conviven el fuego y el hielo, y yo le digo que me gustaría ver ese lugar.