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– Como muy bien has observado, estamos en el mismo nivel. Puede acceder a Daniels tan libremente como yo, por orden del presidente. Es la Casa Blanca, Langford, no soy yo quien dicta las reglas.

– ¿Qué hay del consejero de Seguridad Nacional? ¿Podría echarnos una mano?

– Está en Europa y no tiene ni idea de esto.

– ¿Crees que Daniels trabaja directamente con Davis?

– ¿Cómo diablos voy a saberlo? Lo único que sé es que Danny Daniels no es ni la décima parte de estúpido de lo que quiere hacer creer al mundo.

Ramsey miró el reloj de la chimenea. Pronto los medios de comunicación darían la noticia de la prematura muerte del almirante David Sylvian, atribuible a lesiones sufridas en un trágico accidente de moto. Al día siguiente, tal vez un periódico local diera cuenta de otra muerte, esta vez en Jacksonville, Florida. Había mucho en juego, y lo que McCoy estaba diciendo le preocupaba.

– Enredar en esto a Cotton Malone también podría resultar problemático -apuntó ella.

– ¿Cómo? Está retirado. Sólo quiere saber qué le pasó a su padre.

– Ese informe no debería haber llegado a sus manos.

Ramsey estaba de acuerdo, pero debería dar igual. Lo más probable era que Wilkerson y Malone hubiesen muerto.

– Nos limitamos a utilizar esa estupidez en beneficio propio.

– No sé dónde está ese beneficio.

– Confórmate con saber que ha sido así.

– Langford, ¿voy a lamentar esto?

– Si lo deseas, puedes servir durante el mandato de Daniels y después entrar a trabajar como asesora y redactar informes que nadie lee. Los ex empleados de la Casa Blanca lucen mucho en el membrete, y tengo entendido que se embolsan un buen sueldo. Puede que alguna cadena de noticias te contrate para vomitar diez segundos de citas jugosas sobre lo que hacen otras personas para cambiar el mundo. También se paga bien, aunque parezcas idiota la mayor parte del tiempo.

– Te he hecho una pregunta: ¿voy a lamentar esto?

– Diane, el poder hay que tomarlo, no hay otra forma de adquirirlo. Pero todavía no me has respondido: ¿va a cooperar Daniels y nombrarme para el cargo?

– Leí el informe sobre el Blazek -repuso ella-, y además efectué unas comprobaciones: estabas en el Holden cuando éste fue a la Antártida a buscar ese submarino. Tú y otros dos. Los mandamases enviaron a tu equipo con órdenes clasificadas. A decir verdad, esa misión sigue siendo clasificada. Ni siquiera puedo informarme al respecto. Sí descubrí que desembarcaste y presentaste un informe sobre lo que encontraste, entregado personalmente por ti al jefe de operaciones navales. Nadie sabe qué hizo él con esa información.

– No encontramos nada.

– Eres un mentiroso.

Ramsey calibró el ataque. Esa mujer era formidable: un animal político con un instinto excelente. Podía ser de utilidad y podía hacer daño, así que cambió de estrategia.

– Tienes razón, es mentira, pero créeme: es mejor que no sepas lo que pasó en realidad.

– Cierto, pero lo que quiera que sea puede volver para perseguirte.

Eso mismo pensaba él desde hacía treinta y ocho años.

– No, si puedo evitarlo.

Diane parecía estar conteniendo un acceso de ira al verlo esquivar sus preguntas.

– Te lo digo por propia experiencia, Langford: el pasado siempre acaba volviendo. Los que no aprenden de él o no lo recuerdan están condenados a repetirlo. Ahora tienes involucrado a un ex agente (y permíteme que te diga que muy bueno, por cierto) que tiene un interés personal en este embrollo. Y Edwin Davis está desatado. No tengo idea de lo que anda haciendo…

Ramsey ya había oído bastante.

– ¿Puedes ganarte el favor de Daniels?

Ella hizo una pausa para asimilar la reprimenda y a continuación dijo, despacio:

– Yo diría que todo depende de tus amigos del Capitolio. Daniels necesita su ayuda en muchas cuestiones. Al final hace lo que hacen todos los presidentes: pensar en su legado. Tiene asuntos de índole legislativa, de modo que si los miembros del Congreso adecuados te quieren en la Junta de Jefes, él se lo concederá…, a cambio de votos, naturalmente. Las cuestiones son sencillas: ¿habrá una vacante que cubrir? ¿Podrás ganarte el favor de los miembros adecuados?

Bastaba ya de cháchara. Ramsey tenía cosas que hacer antes de acostarse, así que puso término a la reunión mencionando algo que Diane McCoy no debía olvidar.

– Los miembros adecuados no sólo respaldarán mi candidatura, sino que insistirán en ella.

VEINTICUATRO

Monasterio de Ettal 1.05 horas

Malone vio que Christl Falk abría la puerta de la iglesia de la abadía. A todas luces, la familia Oberhauser tenía bastante influencia con los monjes. Se hallaban allí, en mitad de la noche, y entraban y salían a su antojo.

La opulenta iglesia seguía estando tenuemente iluminada. Cruzaron el piso de mármol oscurecido, el único sonido el eco de los tacones de cuero en el cálido interior. Malone estaba alerta: sabía por experiencia que las iglesias europeas desiertas, por la noche, tendían a ser un problema.

Entraron en la sacristía y Christl fue directa al lugar por el que se bajaba a las entrañas de la abadía. Al pie de la escalera, la puerta que había al extremo del pasillo estaba entreabierta.

Él la cogió por el brazo y sacudió la cabeza para indicarle que debían avanzar con cautela. Sacó la pistola que había conseguido en el funicular y echó a andar pegado a la pared. Al final del corredor echó un vistazo en la habitación.

Aquello era un desbarajuste.

– Quizá los monjes estén cabreados -sugirió Malone.

Las piedras y tallas estaban esparcidas por el suelo; las piezas, patas arriba; las mesas del fondo, volcadas; los dos armarios, revueltos. Entonces vio el cuerpo.

La mujer del funicular. No tenía heridas ni sangre, pero él captó un olor familiar en el manso aire.

– Cianuro.

– ¿La han envenenado?

– Mírela: se ahogó con su propia lengua.

Se dio cuenta de que Christl no quería ver el cadáver.

– No lo soporto -dijo ella-. Ver muertos.

Se estaba alterando, de manera que Malone preguntó:

– ¿Qué hemos venido a ver?

Ella pareció controlar sus emociones y sus ojos recorrieron el destrozo.

– Han desaparecido. Las piedras de la Antártida que encontró mi abuelo. No están.

Él tampoco las veía.

– ¿Son importantes?

– llenen la misma escritura que los libros.

– Dígame algo que no sepa.

– Esto no está bien -musitó ella.

– Supongo que no. Los monjes se van a sentir algo molestos, independientemente del apoyo que les preste su familia. La mujer estaba claramente agitada.

– ¿Hemos venido sólo por las piedras? -quiso saber Malone.

Ella cabeceó.

– No. Tiene razón, hay más. -Fue hacia uno de los vistosos armarios, cuyas puertas y cajones estaban abiertos, y echó una ojeada-. Dios mío.

Él se acercó por detrás y vio que habían agujereado el panel trasero. La astillada abertura era lo bastante grande para que cupiera una mano.

– Mi abuelo y mi padre guardaban ahí sus papeles.

– Cosa que, al parecer, alguien sabía.

Ella metió el brazo.

– Nada.

Acto seguido echó a correr hacia la puerta.

– ¿Adonde va? -preguntó él.

– Hemos de darnos prisa. Ojalá no sea demasiado tarde.

Ramsey apagó las luces de la planta baja y subió la escalera que conducía a su dormitorio. Diane McCoy se había ido. Él se había planteado varias veces ampliar su colaboración; ella era atractiva tanto física como intelectualmente, pero había decidido que era mala idea. ¿Cuántos hombres poderosos habían caído por un culo? Tantos que era imposible recordarlos, y él no tema intención de engrosar esa lista.