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– Dorothea, estoy echando por la borda toda mi carrera, toda mi vida por esto. Ya has oído a Ramsey: es posible que no fuera a por mí.

Ella estaba rígida, inmóvil.

– De no ser por mí, ahora mismo estarías muerto. -Ladeó la cabeza hacia él-. Tu vida está unida a la mía.

– Te lo vuelvo a decir: tienes marido.

– Werner y yo hemos terminado, lo nuestro acabó hace mucho tiempo. Ahora somos tú y yo.

Tenía razón, y él lo sabía, lo que le preocupaba y excitaba a un tiempo.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó.

– Espero que mucho por nosotros dos.

VEINTICINCO

Baviera

Malone contempló el castillo a través del parabrisas. La ingente construcción estaba aferrada a una pronunciada ladera. Ventanas con parteluz, buhardillas y elegantes miradores brillaban en la noche. Unas luces de arco conferían a los muros exteriores una tenue belleza medieval. Se le pasó por la cabeza algo que había dicho Lutero una vez sobre otra ciudadela alemana: «Poderosa fortaleza es nuestro Dios, es un baluarte que nunca falla.»

Conducía el coche que había alquilado, Christl Falk iba en el asiento del acompañante. Habían abandonado el monasterio de Ettal a toda prisa para adentrarse en los helados bosques bávaros, siguiendo una desolada carretera sin tráfico. Finalmente, al cabo de cuarenta minutos, apareció el castillo, y Malone entró y aparcó en un patio. Sobre su cabeza, salpicando un cielo azul tinta, resplandecían fulgurantes estrellas.

– Éste es nuestro hogar -comentó Christl al bajarse del coche-. La heredad de los Oberhauser: Reichshoffen.

– «Esperanza e imperio» -tradujo él-. Un nombre interesante.

– Es el lema de nuestra familia. Llevamos aquí más de setecientos años.

Él observó el ordenado lugar, meticuloso en su disposición, el color neutro, interrumpido únicamente por manchones de nieve que rezumaba de la antigua piedra.

Ella dio media vuelta y él la cogió por la muñeca. Las mujeres guapas eran difíciles, y esa desconocida era guapa a rabiar. Peor aún, se la estaba jugando y él lo sabía.

– ¿Por qué se apellida Falk en lugar de Oberhauser? -inquirió con la intención de desconcertarla.

Ella se miró el brazo y Malone la soltó.

– Un matrimonio que fue un error.

– Su hermana, Lindauer, ¿sigue casada?

– Sí, aunque yo no llamaría matrimonio a eso. A Werner le gusta su dinero y a ella le gusta estar casada, le proporciona una excusa para que sus amantes no pasen de ahí.

– ¿No va a contarme por qué ustedes dos no se llevan bien?

Ella sonrió, lo que no hizo sino aumentar su atractivo.

– Depende de si piensa ayudarme o no.

– Ya sabe por qué estoy aquí.

– Por su padre. Yo estoy aquí por esa misma razón.

Malone lo dudaba, pero decidió dejarse de pretextos.

– En ese caso vamos a ver eso tan importante.

Cruzaron una puerta con forma de arco, y Malone fijó su atención en un enorme tapiz que cubría la pared del extremo. Otro extraño dibujo, éste bordado en oro sobre un intenso fondo granate y azul marino.

Ella notó su interés.

– El blasón de nuestra familia -aclaró.

Malone lo estudió: una corona suspendida sobre un dibujo simbólico de un animal -un perro o un gato, tal vez, era difícil de decir- que llevaba en la boca lo que parecía un roedor.

– ¿Qué significa?

– Nunca me dieron una explicación satisfactoria, pero a uno de nuestros antepasados le gustaba, así que hizo confeccionar el tapiz y lo colgó allí.

Malone oyó el rugido no amortiguado de un motor que entraba en el patio a toda velocidad. Miró por la puerta abierta y vio a un hombre que se bajaba de un Mercedes cupé con una arma automática.

Lo reconoció: era el mismo de antes, el que estaba en su habitación del Posthotel. ¿Qué demonios…?

El hombre apuntó y Malone tiró hacia atrás de Christl justo cuando una descarga de balas de alta velocidad pasó rozando la puerta y destrozó una mesa que descansaba contra la pared del fondo. El cristal de un carillón contiguo se hizo añicos. Salieron corriendo hacia adelante, Christl a la cabeza. Más proyectiles ametrallaron la pared tras Malone.

Éste empuñó la pistola del funicular cuando doblaron una esquina y enfilaron un corto pasillo que desembocaba en un grandioso salón.

Tras inspeccionar el lugar, vio una habitación cuadrangular embellecida con columnas en los cuatro lados y rodeada de largas galerías arriba y abajo. En el otro extremo, iluminado por tenues apliques de luz incandescente, colgaba el símbolo del antiguo imperio alemán: un estandarte negro, rojo y amarillo con una águila. Debajo se abría la oscura boca de una chimenea de piedra, lo bastante grande para acomodar a varias personas.

– Separémonos -propuso ella-. Usted vaya arriba.

Antes de que él pudiera poner objeciones, Christl Falk se adentró en la oscuridad.

Malone reparó en una escalera que llevaba a la galería del segundo piso y se dirigió hacia ella a paso vivo. La negrura le anestesiaba los ojos. Había hornacinas por todas partes, vacíos oscuros donde, pensó preocupado, podían acechar más sirvientes hostiles.

Subió la escalera y llegó a la galería superior, donde buscó el amparo de la oscuridad, manteniéndose a unos metros de la balaustrada. Una sombra entró en el salón, iluminado por la luz sesgada del pasillo. Dieciocho sillas custodiaban una enorme mesa de comedor, los dorados respaldos rígidos cual soldados en formación, a excepción de dos: al parecer, Christl se había refugiado debajo, ya que no se la veía por ninguna parte.

Una risotada hendió el silencio.

– Eres hombre muerto, Malone.

Fascinante: el tipo sabía quién era.

– Ven por mí -repuso él, a sabiendas de que el salón generaría un eco que haría imposible determinar su ubicación.

Vio que el otro avanzaba a tientas en la oscuridad, comprobando los arcos, fijándose en una estufa revestida de azulejos que ocupaba un rincón, en la enorme mesa y en una araña de latón que se cernía sobre todo el conjunto.

Malone abrió fuego.

La bala erró el blanco.

Oyó pasos que corrían hacia la escalera.

Salió como una flecha, dobló la esquina y aflojó el paso cuando llegó a la galería de enfrente. Tras él no oía nada, pero el pistolero, sin duda, estaba allí.

Miró la mesa de debajo: dos sillas seguían descolocadas; otra se inclinó hacia atrás y cayó al suelo, haciendo un ruido sordo que resonó en todo el salón.

Una lluvia de balas procedente de la galería superior desdibujó la mesa. Por suerte, la gruesa madera encajó la agresión. Malone disparó al otro lado de la galería, allí donde había visto los fogonazos, y una nueva ráfaga de disparos llegó en su dirección, rebotando tras él, en la piedra.

Sus ojos escudriñaron la oscuridad para ver dónde podía estar el agresor. Había tratado de distraer su atención gritando, pero Christl Falk, a propósito o no, había dado al traste con la tentativa. A su espalda se abrían más nichos negros en el muro; delante, el panorama era igual de lóbrego. Captó movimiento en el otro lado, un bulto que se aproximaba. Malone se fundió con la negrura, se agazapó y avanzó con cautela, girando a la izquierda para atravesar el lado corto del salón.

¿Qué estaba pasando? Aquel tipo había ido en su busca.

De pronto vio a Christl abajo, en medio del salón, iluminada por la débil luz.

Malone no reveló su presencia, sino que se sumió en las sombras, se pegó a uno de los arcos y asomó la cabeza.