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Metió las manos en los bolsillos del tres cuartos y recorrió la terraza.

A lo largo de la barandilla había varios catalejos de monedas. Ante uno de ellos se encontraba una mujer con el oscuro cabello recogido en un moño poco favorecedor. Llevaba puesto un vistoso mono, había dejado los esquís y los bastones apoyados al lado, y escudriñaba el valle que tenía a los pies.

Malone se dirigió hacia ella como si tal cosa. Hacía tiempo que había aprendido a no apresurarse. Eso sólo creaba problemas.

– Menudas vistas -observó.

Ella se volvió.

– Sí, sin duda -repuso.

Su tez era color canela, lo cual, unido a lo que en su opinión eran una boca, una nariz y unos ojos egipcios, indicaba que procedía de Oriente Próximo.

– Soy Cotton Malone.

– ¿Cómo ha sabido que era yo la persona con quien tenía que reunirse?

Él señaló el sobre marrón que descansaba en la base del catalejo.

– Por lo visto, ésta no es una misión muy estresante. -Sonrió-. Haciendo un recado, ¿no?

– Algo parecido. Iba a venir a esquiar, a tomarme una semana libre, por fin. Siempre he querido hacerlo. Stephanie me preguntó si podía traer eso -dijo señalando el sobre. Luego volvió a mirar por el catalejo-. ¿Le importa si termino con esto? Cuesta un euro y quiero ver qué hay ahí abajo.

La mujer hizo girar el aparato, escrutando el kilométrico valle alemán.

– ¿Tiene nombre? -preguntó él.

– Jessica -contestó ella sin apartar los ojos del catalejo.

Malone se acercó para coger el sobre, pero la bota de ella se lo impidió.

– Un momento. Stephanie dijo que me asegurara de que entendía usted que ahora están en paz.

El año anterior él le había echado una mano a su antigua jefa en Francia. Entonces ella le había dicho que le debía un favor, y que lo usara sabiamente.

Y eso había hecho.

– De acuerdo. La deuda está saldada.

La mujer se separó del catalejo, el viento le enrojecía las mejillas.

– He oído hablar de usted en Magellan Billet. Es poco menos que una leyenda. Uno de los doce agentes iniciales.

– No sabía que fuera tan popular.

– Stephanie dijo que, además, era modesto.

Malone no estaba de humor para cumplidos. El pasado lo esperaba.

– ¿Puedo coger el expediente?

Los ojos de ella se encendieron.

– Claro.

Malone recuperó el sobre. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue cómo algo tan delgado podría responder tantas preguntas.

– Debe de ser importante -comentó ella.

Otra lección que había aprendido era pasar por alto aquello a lo que no se quiere contestar.

– ¿Lleva mucho en Billet?

– Un par de años. -Se bajó de la base del catalejo-. Pero no me gusta. Estoy pensando en dejarlo. Tengo entendido que usted también se fue pronto.

Teniendo en cuenta la despreocupación con la que actuaba, dejarlo no parecía una mala idea. Durante sus doce años de ejercicio, Malone sólo había tenido vacaciones tres veces, durante las cuales siempre había estado en guardia. La paranoia era uno de los muchos gajes del oficio que entrañaba ser agente, y dos años de baja voluntaria no habían conseguido curar aún ese trastorno.

– Disfrute del esquí -le dijo a la mujer.

Al día siguiente, él volvería a Copenhague. Ese día pensaba pasarse por unas cuantas tiendas de libros antiguos que había por la zona, un gaje de su nuevo oficio: librero.

Ella lo miró con fijeza mientras cogía los esquís y los bastones.

– Eso pretendo.

Dejaron la terraza y atravesaron el centro de información, prácticamente desierto. Jessica fue directa al remonte que la llevaría hasta el circo glaciar, mientras que Malone fue hacia el funicular que lo devolvería al nivel del suelo, casi tres mil metros más abajo.

Entró en el vacío remonte con el sobre en la mano. Lo satisfizo que no hubiese nadie. Sin embargo, justo antes de que se cerraran las puertas, entraron un hombre y una mujer cogidos de la mano. El empleado cerró las puertas por fuera y el remonte salió de la estación.

Malone se puso a mirar por las ventanas delanteras.

Los espacios cerrados eran una cosa; los espacios cerrados y estrechos, otra. No tenía claustrofobia, era más una sensación de falta de libertad. En el pasado la toleraba -se había visto bajo tierra en más de una ocasión- pero el malestar que experimentaba era uno de los motivos por los cuales años antes, cuando entró en la Marina, a diferencia de su padre no se decidió por los submarinos.

– Señor Malone.

Él se volvió.

La mujer lo apuntaba con un arma.

– Déme el sobre.

DOS

Baltimore, Maryland 9.10 horas

Al almirante Langford C. Ramsey le encantaba dirigirse a las multitudes. La primera vez que fue consciente de que disfrutaba con la experiencia había sido en la escuela naval y, a lo largo de una carrera que abarcaba ya más de cuarenta años, siempre había buscado la manera de alimentar su deseo. Ese día hablaba ante la reunión nacional del club Kiwanis, algo un tanto inusual para el jefe de los servicios de inteligencia de la Marina. El suyo era un mundo clandestino de datos, rumores y especulaciones, sus intervenciones públicas se limitaban a alguna comparecencia esporádica ante el Congreso. Sin embargo, de un tiempo a esa parte, con la bendición de sus superiores, se mostraba más accesible. Ni honorarios, ni gastos, ni restricciones de prensa; cuanta más gente, mejor.

Y había habido muchos interesados: ésa era su octava aparición en el último mes.

– Me encuentro aquí hoy para hablarles de algo de lo que, estoy seguro, no saben mucho, algo que ha sido un secreto durante largo tiempo: el submarino nuclear más pequeño de América. -Clavó la vista en la atenta multitud-. Ya sé lo que están pensando: «¿Se ha vuelto loco? ¿El jefe de inteligencia de la Marina va a hablarnos de un submarino ultrasecreto?» -Asintió-. Pues eso es exactamente lo que me dispongo a hacer.

– Comandante, tenemos un problema -informó el timonel.

Ramsey dormitaba tras la silla del primer oficial. El comandante del submarino, que iba sentado a su lado, despertó y miró las pantallas de vídeo.

Todas las cámaras externas mostraban minas.

– Dios santo -musitó el comandante-. Paren máquinas. Que esto no se mueva ni un centímetro.

El piloto obedeció la orden y accionó una serie de interruptores. Tal vez Ramsey sólo fuese teniente de navío, pero sabía que los explosivos se volvían hipersensibles cuando llevaban largos períodos de tiempo inmersos en agua salada. Navegaban por el fondo del Mediterráneo, frente a las costas francesas, rodeados de mortíferos restos de la segunda guerra mundial. Bastaba con que el casco rozara uno de los cuernos metálicos y el NR-1 dejaría de ser alto secreto para sumirse en el más completo olvido.

La embarcación era el arma más especializada de la Marina, idea del almirante Hyman Rickover, y había sido construida en secreto por la friolera de cien millones de dólares. Con menos de cincuenta metros de eslora por unos tres y medio de manga y una dotación de once hombres, se trataba de un submarino minúsculo según todos los estándares y, sin embargo, ingenioso. Capaz de sumergirse hasta casi mil metros, era impulsado por un reactor nuclear único. Tres portillas permitían efectuar una inspección ocular del exterior. La iluminación externa proporcionaba respaldo a numerosas cámaras de televisión, y una garra mecánica hacía posible la recuperación de objetos, un brazo articulado al que se podían acoplar herramientas de manipulación y corte. A diferencia de los submarinos de ataque y los estratégicos, el NR-1 contaba con una torreta de un vivo color naranja, una superestructura plana, una poco práctica quilla de cajón y numerosas protuberancias, incluidas dos retráctiles. Unas ruedas Goodyear rellenas de alcohol le permitían desplazarse por el lecho marino.