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– ¡Déjese ver! -chilló Christl.

Nada.

Malone abandonó su posición y se movió más de prisa con la intención de sorprender al sicario por la espalda.

– Mire, me voy. Si quiere detenerme ya sabe lo que tiene que hacer.

– No es muy buena idea -replicó un hombre.

Malone se detuvo en otra esquina. Delante, a medio camino de la galería, se hallaba el atacante, mirando hacia el otro lado. Malone echó una ojeada abajo y comprobó que Christl seguía allí.

Una fría agitación calmó sus nervios.

La sombra levantó el arma.

– ¿Dónde está él? -le preguntó a Christl. Pero ella no respondió-. Malone, o sales o la mato.

Malone dio unos pasos, el arma en ristre, y dijo:

– Estoy aquí.

El arma del hombre seguía apuntando abajo.

– Todavía puedo matar a Frau Lindauer -replicó con tranquilidad.

Malone comprendió el error, pero dejó claro:

– Te pegaré un tiro mucho antes de que puedas apretar el gatillo.

El otro pareció sopesar el dilema y se volvió lentamente hacia él. Acto seguido, sus movimientos se aceleraron en una intentona de girar el fusil de asalto y apretar el gatillo al mismo tiempo. Las balas silbaron por el salón. Malone estaba a punto de abrir fuego cuando una réplica se estrelló contra las paredes.

La cabeza del hombre se inclinó hacia atrás y dejó de disparar.

Su cuerpo se apartó de la balaustrada.

Las piernas se tambalearon, perdiendo el equilibrio.

Un grito rápido y sobresaltado se ahogó cuando el pistolero cayó al suelo.

Malone bajó el arma.

Al hombre le habían volado la tapa de los sesos. Se acercó a la barandilla.

Abajo, a un lado de Christl Falk, había un hombre alto y delgado que apuntaba hacia lo alto con un fusil. Una anciana, situada al otro lado, dijo:

– Le agradecemos la diversión, Herr Malone.

– No era necesario matarlo.

A una señal de la anciana, el otro hombre bajó el fusil.

– Yo he creído que sí -repuso ella.

VEINTISÉIS

Malone bajó. El otro hombre y la anciana seguían con Christl Falk.

– Éste es Ulrich Henn -informó Christl-. Trabaja para nuestra familia.

– Y ¿qué hace?

– Cuida del castillo -respondió la anciana-. Es el primer chambelán.

– Y ¿quién es usted? -quiso saber Malone.

Ella enarcó las cejas, aparentemente divertida, y le dedicó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes similares a los de una calabaza de Halloween. Su delgadez era antinatural, casi parecía un pajarito, y tenía el cabello de un brillante dorado cano. Unas venas zigzagueantes recorrían sus flacos brazos, y las muñecas estaban moteadas de manchas propias de la vejez.

– Isabel Oberhauser.

Aunque sus labios parecían darle la bienvenida, los ojos se mostraban más indecisos.

– ¿Se supone que debo estar impresionado?

– Soy la matriarca de esta familia.

Malone señaló a Ulrich Henn.

– Usted y su empleado acaban de matar a un hombre.

– Que ha entrado en mi casa ilegalmente con una arma y ha intentado matarlos a usted y a mi hija.

– Y usted tenía un fusil a mano por casualidad y a una persona capaz de volarle la tapa de los sesos a un hombre desde una distancia de quince metros en un salón poco iluminado.

– Ulrich es un gran tirador.

El aludido no dijo nada; por lo visto, sabía cuál era su sitio.

– No sabía que estaban aquí -aseguró Christl-. Creía que mi madre se encontraba fuera, pero cuando he visto que ella y él entraban en el salón le ha indicado a Ulrich que estuviera listo mientras yo llamaba la atención del pistolero.

– Un movimiento estúpido.

– Que al parecer ha funcionado.

Y que además le decía algo de esa mujer: hacer frente a las armas requería agallas. Sin embargo, no sabía decir si era lista, valiente o estúpida.

– No conozco a muchos estudiosos capaces de hacer lo que ha hecho usted. -Miró a la Oberhauser mayor-. Necesitábamos a ese tipo con vida, sabía quién era yo.

– También yo me he dado cuenta.

– Necesito respuestas, no más misterios, y lo que acaba de hacer ha complicado una situación ya de por sí embrollada.

– Enséñaselo -pidió Isabel a su hija-. Después, Herr Malone, tú y yo mantendremos una charla en privado.

Él siguió a Christl hasta el recibidor principal y luego escaleras arriba hasta una de las cámaras donde, en uno de los rincones más alejados, una colosal estufa azulejada que databa de 1651 llegaba hasta el techo.

– Ésta era la habitación de mi padre y de mi abuelo.

Echó a andar hasta un recoveco donde sobresalía un decorativo banco bajo una ventana con parteluz.

– A mis antepasados, que levantaron Reichshoffen en el siglo XIII, les daba pavor quedar atrapados, así que todas las habitaciones tenían al menos dos salidas, y ésta no es una excepción. De hecho, contaban con la máxima seguridad para la época.

Presionó una de las juntas de argamasa y se abrió una sección de la pared, dejando a la vista una escalera de caracol que descendía en dirección contraria a las agujas del reloj. Después pulsó un interruptor y una serie de bombillas de bajo voltaje iluminaron la oscuridad.

Malone la siguió y, al llegar al final, ella encendió otro interruptor.

A él le llamó la atención el aire: seco, caldeado, climatizado. El piso era de pizarra gris enmarcada por finas líneas de lechada negra. Los toscos muros de piedra, enlucidos y pintados también de gris, ponían de manifiesto que habían sido esculpidos en la roca hacía siglos.

La estancia cortaba un camino sinuoso, un cuarto se fundía con otro, formando un telón de fondo para algunos objetos inusuales. Había banderas alemanas, estandartes nazis, incluso una réplica de un altar de las SS con todo lo necesario para celebrar las ceremonias de bautismo que él sabía eran habituales en los años treinta. Infinidad de figurillas, soldaditos de juguete dispuestos en un vistoso mapa de la Europa de principios del siglo XX, cascos, espadas, puñales, uniformes, gorras, cazadoras, pistolas, fusiles, gorjales, bandoleras, anillos, joyas, guanteletes y fotografías nazis.

– Aquí es donde pasaba el tiempo mi padre después de la guerra, atesorando cosas.

– Es como un museo nazi.

– Le hirió profundamente que Hitler lo desacreditara. El sirvió bien a ese cabrón, pero jamás pudo entender que no les importara un comino a los socialistas. Durante seis años, hasta que acabó la guerra, hizo cuanto pudo para volver a gozar de aceptación. Esto fue lo que reunió hasta que perdió por completo el juicio, en los años cincuenta.

– Eso no explica por qué lo conservó la familia.

– Mi padre respetaba a su padre, pero nosotros no solemos venir aquí.

Christl lo condujo hasta un estuche con la parte superior de cristal y le señaló un anillo de plata que exhibía unas runas SS que él no había visto nunca: en cursiva, casi itálica.

– Así son las auténticas, las germánicas, como aparecen en los antiguos escudos nórdicos. Resulta adecuado, ya que esos anillos sólo los llevaba la Ahnenerbe. -Pidió a Malone que se fijara en otro artículo de la caja-: La insignia con la runa Odal y la esvástica con los brazos cortos también era exclusiva de la Ahnenerbe. Las diseñó mi abuelo. El alfiler de corbata es muy especial, una representación del sagrado Irminsul, el árbol de la vida de los sajones. Se supone que se hallaba en lo alto de las Rocas del Sol, en Detmold, y fue destruido por el propio Carlomagno, lo que marcó el inicio de las largas guerras entre sajones y francos.

– Habla de estas reliquias casi con veneración.