– Alineen hélices en tobera -ordenó el comandante.
Ramsey comprendió lo que estaba haciendo su comandante: mantener el casco asentado firmemente en el fondo. Bien. En las pantallas había más minas de las que se podían contar.
– Preparados para dar aire a los tanques de lastre principales -dijo el comandante-. Quiero subir en línea recta, no de lado a lado.
La sala de mando estaba tranquila, lo que amplificaba los silbidos de las turbinas, la ventilación, los chirridos del fluido hidráulico y los pitidos de los componentes electrónicos, los cuales, hacía tan sólo un rato, habían causado en él el mismo efecto que un sedante.
– Con pulso firme -observó el comandante-. Que no se mueva mientras subimos.
El piloto agarró los mandos.
El sumergible carecía de timón; en su lugar contaba con cuatro palancas de caza adaptadas. Típico del NR-1: aunque era lo último en potencia y diseño, la mayor parte de su equipamiento era de la Edad de Piedra, no de la era espacial. La comida se preparaba en un pobre remedo de horno que se utilizaba en aviones comerciales; el brazo articulado era una reliquia de otro proyecto de la Armada; el sistema de navegación, adaptado de aviones de pasajeros transatlánticos, apenas funcionaba bajo el agua. Unos habitáculos estrechos, un servicio que rara vez hacia otra cosa salvo atascarse y, para comer, platos precocinados comprados en un supermercado de barrio antes de salir del puerto.
– ¿El sonar no ha detectado esas cosas antes de que aparecieran? -quiso saber el comandante.
– No -respondió uno de los miembros de la dotación-. Salieron sin más de la oscuridad.
El aire comprimido irrumpió en los tanques de lastre principales y el submarino ascendió. El piloto mantenía ambas manos en los mandos, listo para usar los propulsores con el objeto de ajustar la posición.
Sólo tenían que ascender unos treinta metros para estar fuera de peligro.
– Como pueden ver, conseguimos salir de ese campo de minas -dijo Ramsey a la multitud-. Fue en la primavera de 1971. -Asintió-. Sí, desde entonces ha llovido mucho. Yo fui uno de los afortunados que sirvió en el NR-1.
Observó la cara de sorpresa de los allí reunidos.
– Son pocos los que saben de la existencia del submarino. Fue construido a mediados de los años sesenta en el más absoluto secreto, se ocultó incluso a la mayor parte de los almirantes de la época. Contaba con un equipamiento apabullante y podía sumergirse al triple de profundidad que cualquier otra embarcación. No tenía nombre, armas, torpedos ni dotación oficial. Sus misiones eran clasificadas, y muchas todavía lo son a día de hoy. Y, lo que es más asombroso si cabe: el submarino sigue en funcionamiento, en la actualidad es el segundo sumergible en servicio más antiguo de la Marina,, activo desde 1969. Ya no es tan secreto como antes, y hoy en día su uso es tanto militar como civil, pero cuando hacen falta ojos y oídos humanos en las profundidades del océano, se envía al NR-1. ¿Recuerdan todas esas historias según las cuales América pinchó los cables telefónicos transatlánticos y espió a los soviéticos? Pues fue cosa del NR-1. Cuando un F-14 equipado con un avanzado misil Fénix cayó al mar en 1976, el NR-1 lo recuperó antes de que pudieran hacerlo los soviéticos. Después del desastre del Challenger, fue el NR-1 el que localizó el cohete sólido con la junta tópica defectuosa.
Nada mejor para captar la atención de la audiencia que una anécdota, y él tenía muchas de su época en aquel sumergible único. Lejos de ser una obra maestra de la tecnología, el NR-1 había presentado numerosos fallos de funcionamiento, y en último término se había mantenido a flote gracias al ingenio de la dotación. Olvidarse del manual, innovar, era su lema. Casi todos los oficiales que habían servido en él habían ascendido en la cadena de mando, incluido él mismo. Le gustaba poder hablar ahora del NR-1, lo cual formaba parte del plan de la Armada para engrosar sus filas a base de airear los triunfos. Los veteranos, como él, podían contar las historias, y la gente, como la que escuchaba en ese momento mientras desayunaba en las mesas, repetiría cada palabra. La prensa, de cuya asistencia él había sido informado, garantizaría una difusión aún mayor. «El almirante Langford Ramsey, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina, en un discurso pronunciado ante los miembros del club Kiwanis, contó a los asistentes…»
Tenía una opinión sencilla del éxito: le daba cien vueltas al fracaso.
Debería haberse jubilado hacía dos años, pero era el militar de color con mayor graduación de Estados Unidos, y el primer soltero empedernido que había ascendido a oficial superior de la Marina; unos planes acariciados desde hacía tiempo. Había sido muy cuidadoso. Su rostro era tan resuelto como su voz, el ceño sin fruncir, la sincera mirada amable e impasible. Había encauzado toda su carrera en la Armada con la misma precisión que el oficial de derrota de un submarino, sin permitir interferencias de ningún tipo, sobre todo cuando tenía a la vista un objetivo.
De modo que miró a la multitud y habló con aplomo cuando siguió contando historias.
Sin embargo, había algo que le preocupaba.
Un posible bache en el camino: Garmisch.
TRES
Garmisch
Malone clavó la vista en el arma y mantuvo la calma. Había sido un tanto duro con Jessica; al parecer, también él había bajado la guardia. Agitó el sobre.
– ¿Quiere esto? No son más que unos folletos de «Salvemos la montaña» que prometí mandar a mi sección de Greenpeace. El trabajo de campo nos proporciona puntos extras.
El remonte seguía descendiendo.
– Muy gracioso -respondió ella.
– Pensé en dedicarme a la comedia. ¿Cree que fue un error?
Malone lo había dejado debido precisamente a esa clase de situaciones. Sin descontar los impuestos, un agente de Magellan Billet ganaba 72.300 dólares al año; de librero sacaba más y no corría ningún riesgo.
O eso creía.
Era hora de pensar como antaño. Y de idear una jugada.
– ¿Quién es usted? -inquirió.
La mujer era baja y rechoncha, y su cabello, una mezcla nada favorecedora de castaño y rojizo. Tendría unos treinta y tantos años. Llevaba un abrigo de lana azul y un pañuelo dorado. Por su parte, el hombre vestía un abrigo carmesí y parecía obediente. Ella hizo un movimiento con el arma y ordenó a su cómplice:
– Cógelo.
Abrigo Carmesí avanzó tambaleante y le quitó el sobre.
La mujer miró un instante los peñascos que pasaban a toda prisa tras las empañadas ventanas, y Malone aprovechó el momento para hacer girar el brazo izquierdo y, con el puño cerrado, apartar el arma.
Ella abrió fuego.
La detonación hirió los oídos de Malone, y la bala atravesó una de las ventanas.