Entró un aire glacial.
Malone le propinó un puñetazo al hombre y lo derribó. A continuación agarró el mentón de la mujer con la enguantada mano y le golpeó la cabeza contra una ventana. El cristal se rompió dibujando una telaraña.
Ella cerró los ojos y Malone la arrojó al suelo.
Abrigo Carmesí se puso en pie y cargó contra él. Ambos fueron a parar al otro extremo del funicular y acto seguido cayeron al suelo mojado. Malone rodó para que el otro le soltara el cuello. La mujer farfulló algo, y él se dio cuenta de que pronto tendría que lidiar de nuevo con dos personas, una de ellas armada. Separó los brazos y golpeó las orejas del hombre con la palma de las manos. La instrucción en la Marina le había enseñado algunas cosas sobre los oídos, una de las partes más sensibles del cuerpo. Los guantes eran un problema, pero al tercer golpetazo el hombre profirió un grito de dolor y lo soltó.
Malone se quitó de encima a su agresor de una patada y se levantó de un salto pero, antes de que pudiera reaccionar, Abrigo Carmesí le echó un brazo al cuello de nuevo, sujetándolo con fuerza, el rostro contra un cristal, el frío helándole la mejilla.
– No se mueva -ordenó el hombre.
Malone tenía el brazo derecho torcido en un incómodo ángulo. Forcejeó para zafarse, pero Abrigo Carmesí era fuerte.
– He dicho que no se mueva.
Él decidió obedecer, por el momento.
– Panya, ¿estás bien?
Abrigo Carmesí intentaba llamar la atención de la mujer. Malone seguía con la cara pegada al cristal, la vista al frente, hacia el lugar adonde se dirigía el remonte.
– ¿Panya?
Malone reparó en uno de los caballetes de acero, a unos cincuenta metros, que se aproximaba de prisa. Entonces se percató de que su mano izquierda tocaba algo que parecía una manija. Por lo visto habían terminado la pelea contra la puerta.
– Panya, dime algo. ¿Estás bien? Busca el arma.
La presión que Malone sentía en la garganta era intensa, al igual que la llave que le aprisionaba el brazo. Pero Newton tenía razón: cuando una fuerza actúa sobre un cuerpo, éste ejerce una fuerza igual pero en sentido contrario, la ley de acción y reacción.
Casi tenían encima los delgados brazos del caballete de acero. El remonte pasaría lo bastante cerca para alargar la mano y tocarlo, de manera que tiró de la manija hacia arriba y abrió la puerta al tiempo que se asomaba al aire helador.
Abrigo Carmesí, pillado por sorpresa, salió despedido del funicular y se golpeó contra el borde anterior del caballete. Malone asió la manija con fuerza y su atacante cayó, aplastado entre el remonte y el caballete.
Su grito no tardó en desvanecerse.
Malone volvió a entrar entonces en el funicular. Cada respiración dejaba escapar una nube de vaho. Tenía la garganta completamente seca.
La mujer pugnaba por ponerse de pie, pero él le propinó una patada en la barbilla que la volvió a tumbar.
Malone se dirigió hacia la parte delantera haciendo eses y miró abajo: allí donde el remonte se detendría aguardaban dos hombres ataviados con sendos abrigos oscuros. ¿Refuerzos? Todavía estaba a irnos trescientos metros. A sus pies se extendía un denso bosque que serpenteaba por las laderas inferiores de la montaña; las ramas, de hojas perennes, estaban cargadas de nieve. Se fijó en un tablero de controclass="underline" había tres luces verdes y dos rojas. Miró por las ventanas y vio que se acercaba otro de los imponentes caballetes. Extendió el brazo hacia el interruptor que indicaba «Anhalten» y lo accionó.
El remonte frenó con una sacudida pero no se detuvo por completo. Más Isaac Newton: la fricción acabará impidiendo el movimiento.
Cogió el sobre, que estaba junto a la mujer, y se lo metió debajo del chaquetón. Luego encontró el arma y se la guardó en el bolsillo. A continuación se acercó a la puerta y esperó a que el caballete estuviera cerca. El funicular avanzaba despacio, pero así y todo sería arriesgado saltar. Calculó la velocidad y la distancia, se situó en cabeza y se lanzó hacia una de las vigas transversales. Las enguantadas manos buscaron el acero.
Chocó contra la red, y el chaquetón de cuero amortiguó el golpe.
La nieve crujió entre sus dedos y la viga.
Se sujetó con firmeza.
El funicular continuó bajando y se detuvo unos treinta metros más abajo. Respiró unas cuantas veces y fue balanceándose hacia una escalerilla que subía por la viga auxiliar. La nieve seca volaba como si fuera talco mientras él continuaba avanzando con las manos. Ya en la escalerilla, apoyó las suelas de goma en un peldaño cubierto de nieve. Más abajo vio que los del abrigo oscuro salían corriendo de la estación. Problemas, como bien había intuido.
Bajó por la escalera y saltó al suelo.
Se hallaba en la boscosa ladera, a unos ciento cincuenta metros.
Echó a andar a duras penas entre los árboles y llegó hasta una carretera asfaltada que discurría paralela al pie de la montaña. Más adelante se alzaba un edificio con el tejado de tablillas marrones festoneado de arbustos nevados, algún puesto de control. Al otro lado se veía más asfalto negro, sin nieve. Se aproximó a la verja del cercado recinto; un candado impedía la entrada. Oyó el gruñido de un motor que se acercaba por la carretera en pendiente y, tras ocultarse detrás de un tractor parado, vio que un Peugeot oscuro doblaba una curva y aminoraba la marcha para examinar el recinto.
Pistola en mano, se dispuso a presentar batalla.
Pero el coche aceleró y siguió subiendo.
Malone vio otro camino, estrecho, de asfalto negro que discurría entre los árboles y llegaba al nivel del suelo y la estación. Se dirigió hacia él.
En lo alto, el funicular seguía detenido; en su interior, una mujer inconsciente con un abrigo azul. En la nieve, en alguna parte, yacía un hombre muerto con un abrigo carmesí.
Ni la una ni el otro eran de su incumbencia.
¿Problemas?
¿Quién estaba al corriente de lo que se traían entre manos él y Stephanie Nelle?
CUATRO
Atlanta, Georgia 7.45 horas
Stephanie Nelle miró el reloj. Llevaba trabajando en su despacho desde algo antes de las siete de la mañana, revisando informes de campo. De sus doce agentes abogados, ocho se hallaban cumpliendo una misión; dos en Bélgica, con un equipo internacional al que se había encomendado condenar a criminales de guerra; otros dos acababan de llegar a Arabia Saudí en una misión que podía complicarse, y los cuatro restantes estaban desperdigados por Europa y Asia.
Sin embargo, había uno de vacaciones. En Alemania.
Magellan Billet no contaba con mucho personal a propósito. Aparte de su docena de abogados, la agencia daba empleo a cinco auxiliares administrativos y tres ayudantes. Ella había insistido en que el grupo fuese reducido. Menos ojos y oídos equivalían a menos filtraciones, y a lo largo de los catorce años de existencia de Billet su seguridad nunca se había visto comprometida, que ella supiera.
Se apartó del ordenador y retiró la silla.
El despacho era sencillo y compacto. Nada lujoso, no habría encajado con su estilo. Stephanie tenía hambre. No había desayunado en casa cuando se había levantado, dos horas antes. Comer parecía ser algo de lo que cada vez se preocupaba menos. En parte por vivir sola; en parte porque odiaba cocinar. Decidió tomar algo en la cafetería. Cocina institucional, sin duda, pero las tripas le sonaban, tenía que echarse algo al estómago. Quizá se diera el capricho de almorzar fuera, una parrillada de marisco o algo por el estilo.
Dejó los seguros despachos y se dirigió a los ascensores. En la quinta planta del edificio se hallaba el Departamento del Interior, además de un contingente de Sanidad y Seguridad Social. Magellan Billet había sido arrinconada adrede -una placa anodina decía tan sólo: «Departamento de Justicia. Cuerpo de Abogados»-, y a ella le gustaba ese anonimato.