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Garmisch era una encrucijada de calles atestadas y barrios peatonales. El lugar parecía una de esas ciudades en miniatura de la juguetería FAO Schwarz, con casitas alpinas de madera pintada asentadas entre algodón y salpicadas generosamente de copos de nieve de plástico. Sin duda los turistas acudían allí por el ambiente y las cercanas laderas nevadas. El había ido por Cotton Malone y antes había sido testigo de cómo el ex agente de Magellan Billet devenido en librero en Copenhague había matado a un hombre, saltado de un funicular, conseguido llegar abajo y huido en su coche de alquiler. Wilkerson lo había seguido y, cuando Malone fue directo al Posthotel y desapareció en su interior, se situó al otro lado de la calle y disfrutó de una cerveza mientras esperaba.

Lo sabía todo acerca de Cotton Malone.

Oriundo de Georgia; cuarenta y ocho años; antiguo oficial de la Armada; licenciado en derecho por la Universidad de Georgetown; perteneció al JAG, el cuerpo de abogados de la Marina; agente del Departamento de Justicia. Hacía dos años Malone se había visto involucrado en un tiroteo en México, D. F., durante el cual recibió su cuarto disparo en acto de servicio y, al parecer, tocó fondo y decidió retirarse prematuramente, petición que le fue concedida por el mismísimo presidente. Después renunció a su cargo en la Marina y se trasladó a Copenhague, donde abrió una tienda de libros antiguos.

Todo eso Wilkerson lo podía entender.

Sin embargo, había dos cosas que le intrigaban.

En primer lugar, su nombre, Cotton. El expediente decía que el nombre legal de Malone era Harold Earl. En ninguna parte se ofrecía una explicación del extraño apodo.

Y, en segundo lugar, ¿por qué era tan importante el padre de Malone? O, para ser más precisos, su recuerdo. Ese hombre había muerto hacía treinta y ocho años.

¿Todavía importaba?

Por lo visto, sí, ya que Malone había matado para proteger lo que le había enviado Stephanie Nelle. Bebió un sorbo de cerveza.

Fuera soplaba una brisa que hacía bailar los copos de nieve. Apareció un vistoso trineo tirado por dos corceles que cabrioleaban. Sus ocupantes iban cubiertos con unas mantas de cuadros mientras el conductor asía las bridas.

Podía entender a un hombre como Cotton Malone.

Él era muy parecido.

Había servido en la Marina durante treinta y un años. Pocos llegaban a capitán, menos aún al almirantazgo. Había pasado once años destinado a inteligencia en la Marina, los últimos seis en el extranjero, donde había acabado siendo el jefe de la sección de Berlín. Su hoja de servicios estaba repleta de éxitos en misiones complicadas. Cierto, él nunca había saltado de un funicular a trescientos metros de altura, pero había arrostrado peligros.

Consultó el reloj: las 16.20.

La vida le sonreía.

Divorciarse de su segunda mujer el año anterior no le había salido caro. A decir verdad, ella se había marchado sin hacer mucho ruido. Después él perdió nueve kilos y añadió un toque de caoba a su cabello rubio, lo que le hacía aparentar diez años menos de los cincuenta y tres que tenía. Sus ojos destilaban más vida gracias a un cirujano plástico francés que le había estirado las arrugas. Otro especialista hizo que ya no tuviera que usar gafas, mientras que un amigo nutricionista le enseñó a incrementar la resistencia mediante una dieta vegetariana. Su poderosa nariz, sus mejillas tersas y su marcada frente jugarían a su favor cuando por fin llegara a lo más alto: almirante.

Ése era el objetivo.

Lo habían dejado de lado en dos ocasiones; por regla general, todas las oportunidades que concedía la Marina. Pero Langford Ramsey le había prometido una tercera.

Su móvil empezó a vibrar.

– A estas alturas, Malone ya habrá leído el expediente -dijo la voz cuando lo cogió.

– De cabo a rabo, estoy seguro.

– Haz que se ponga en movimiento.

– A los hombres como él no se les puede meter prisa -repuso.

– Pero sí se los puede encauzar.

Wilkerson no pudo por menos que decir:

– Ha tardado mil doscientos años en ser encontrado.

– Pues no permitamos que siga esperando.

Sentada a su escritorio, Stephanie había terminado de leer el informe de la comisión de investigación.

– ¿Todo es un camelo?

Davis asintió.

– Ese submarino ni siquiera estaba cerca del Atlántico Norte.

– ¿Qué sentido tenía?

– Rickover construyó dos submarinos de la clase NR, las niñas de sus ojos. Gastó una fortuna en ellos durante el apogeo de la guerra fría, y nadie lo pensó dos veces antes de destinar doscientos millones de dólares para aventajar a los soviéticos. Pero recortó gastos. La seguridad no era la principal preocupación, lo que importaba eran los resultados. Diablos, casi nadie sabía de la existencia de esos submarinos. Pero el hundimiento del NR-1A planteó problemas a muchos niveles: el submarino en sí, la misión. Montones de preguntas espinosas. Así que la Marina se escudó en la seguridad nacional e inventó una tapadera.

– ¿Sólo enviaron un barco para buscar supervivientes?

Davis asintió.

– Coincido contigo, Stephanie. Malone está autorizado a leerlo. La cuestión es: ¿debería?

En su respuesta no tenía cabida la duda:

– Por supuesto que sí.

Recordó el dolor que le causaron a ella los interrogantes sobre el suicidio de su marido y la muerte de su hijo. Malone la ayudó a resolver ambos suplicios, precisamente la razón de que estuviera en deuda con él.

El teléfono de la mesa sonó, y un empleado le dijo que Cotton Malone quería hablar con ella.

Stephanie y Davis intercambiaron una mirada de perplejidad.

– A mí no me mires -dijo Davis-. No fui yo quien le dio el expediente.

Stephanie cogió el teléfono, pero Davis señaló el manos libres. A ella no le hizo gracia, pero lo activó para que él pudiera escuchar la conversación.

– Stephanie, será mejor que sepas que ahora mismo no estoy de humor para gilipolleces.

– Hola, yo bien.

– ¿Leíste el expediente antes de mandármelo?

– No.

Era la verdad.

– Hace mucho que somos amigos, y agradezco que hagas esto, pero necesito otra cosa y sin preguntas.

– Creía que estábamos en paz -tanteó ella.

– Añádelo a mi cuenta.

Ella ya sabía lo que quería.

– Un barco de la Marina -dijo Malone-, el Holden. Lo enviaron al Antártico en noviembre de 1971. Quiero saber si su comandante aún sigue con vida, un hombre llamado Zachary Alexander. Y si es así, ¿dónde está? Si ha muerto, ¿vive alguno de sus oficiales?

– Supongo que no vas a decirme por qué.

– ¿Has leído ya el expediente? -inquirió él.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Lo noto en tu voz, así que sabes por qué quiero saberlo.

– Hace un rato me han contado lo del Zugspitze, y ha sido entonces cuando he decido leer el expediente.

– ¿Tenías a alguien allí? ¿Sobre el terreno?

– Yo no.

– Si has leído el expediente, sabrás que esos hijos de puta mintieron. Dejaron allí al submarino. Mi padre y aquellos diez hombres podrían haber estado esperando en el fondo del mar a que alguien fuera a salvarlos. Pero ese alguien no llegó. Quiero saber por qué la Marina hizo eso.

Era evidente que estaba cabreado. Como ella.

– Quiero hablar con uno o más de los oficiales del Holden -contó Malone-. Averigua su paradero.

– ¿Vas a venir?

– En cuanto hayas dado con ellos.