Davis asintió con la cabeza en señal de aprobación.
– Muy bien. Los localizaré.
Stephanie empezaba a cansarse de tanta payasada; Edwin Davis estaba allí por algún motivo. Era evidente que se la habían jugado a Malone. Y, de rebote, también a ella.
– Una cosa más, dado que ya sabes lo del funicular -añadió él-. La mujer, le di un fuerte golpe en la cabeza, pero necesito encontrarla. ¿La han detenido, la han soltado, o qué?
«Ya lo llamarás tú», dijo Davis moviendo mudamente los labios.
Hasta ahí habían llegado. Malone era su amigo, había estado a su lado cuando lo necesitaba, así que era hora de decirle lo que estaba pasando. Que le dieran a Edwin Davis.
– Da igual -dijo de pronto Malone.
– ¿Cómo dices?
– Acabo de encontrarla.
SIETE
Garmisch
Malone estaba ante la ventana de la segunda planta, observando el ajetreo de la calle. La mujer del funicular, Panya, se dirigía tranquilamente hacia un aparcamiento cubierto de nieve que había delante de un McDonald's. El restaurante se encontraba en una construcción de estilo bávaro, y tan sólo un discreto letrero con la «M» amarilla y algunos adornos en el ventanal anunciaban su presencia.
Soltó las cortinas de encaje. ¿Qué hacía ella allí? ¿Se habría escapado? ¿O acaso la había soltado la policía?
Malone cogió el chaquetón de cuero y los guantes y se metió la pistola que le había quitado a la mujer en un bolsillo. Acto seguido salió de la habitación y fue abajo, moviéndose con cuidado pero caminando con naturalidad.
Fuera, el aire era como el del interior de un arcón congelador. Tenía el coche que había alquilado a escasos metros de la puerta. Al otro lado de la calle vio el Peugeot oscuro hacia el que se había encaminado la mujer, listo para salir del aparcamiento con el intermitente derecho encendido.
Malone se metió en su coche y la siguió.
Wilkerson apuró su cerveza. Había visto que las cortinas de la ventana de la segunda planta se habían abierto cuando la mujer del funicular pasó por delante del restaurante.
Ciertamente, elegir el momento adecuado lo era todo.
Pensaba que no habría forma de encauzar a Malone.
Pero se equivocaba.
Stephanie estaba furiosa.
– No pienso formar parte de esto -le espetó a Edwin Davis-. Voy a llamar a Cotton. Despídeme, me importa una mierda.
– Ésta no es una visita oficial.
Ella lo miró con suspicacia.
– ¿El presidente no está al corriente?
Él negó con la cabeza.
– Es personal.
– Pues tendrás que decirme por qué.
Sólo había tratado directamente con Davis en una ocasión, y no se había mostrado muy comunicativo; a decir verdad, la había puesto en peligro. Sin embargo, al final se había dado cuenta de que el tipo no era tonto: tenía dos doctorados -uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales-, además de excelentes dotes organizativas. Siempre era cortés y campechano, como el propio presidente Daniels. Ella había visto que la gente tendía a subestimarlo, incluida ella misma. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes departamentos. En la actualidad trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.
Sin embargo, ahora, el burócrata de carrera estaba quebrantando reglas abiertamente.
– Creía que yo era la única disidente aquí -observó ella.
– No deberías haber puesto ese expediente en manos de Malone, pero cuando supe que lo habías hecho, decidí que necesitaba un poco de ayuda.
– ¿Para qué?
– Para una deuda que tengo.
– Y que ahora estás en situación de saldar, ¿no? Con tu poder y tus credenciales de la Casa Blanca.
– Algo por el estilo.
Ella suspiró.
– ¿Qué quieres que haga?
– Malone tiene razón: tenemos que averiguar qué fue del Holden y de sus oficiales. Si alguno sigue con vida, es preciso dar con él.
Malone siguió al peugeot. Montañas dentadas veteadas de nieve se alzaban hacia el cielo a ambos lados del camino. Se dirigía hacia el norte, alejándose de Garmisch, por una carretera que ascendía en zigzag. Altos árboles con el tronco negro formaban un pasillo majestuoso, sin duda a Baedeker le habría encantado describir el pintoresco paisaje. Tan al norte y en invierno oscurecía pronto: ni siquiera eran las cinco y la luz ya declinaba.
Cogió un mapa de la región del asiento del acompañante y reparó en que más adelante se encontraba el valle alpino de Ammerge-birge, que se extendía a lo largo de kilómetros a partir de los pies del Ettaler Mandl, un respetable pico de más de mil quinientos metros de altitud. Cerca del Ettaler Mandl había un pueblecito, y Malone redujo la velocidad cuando entró en él siguiendo al Peugeot.
Vio que su presa aparcaba de repente en un hueco ante un sólido edificio blanco de dos plantas regido por la simetría y lleno de ventanas de estilo gótico. En su centro se erguía una imponente cúpula flanqueada por dos torres de menor tamaño, todas ellas rematadas con cobre ennegrecido e inundadas de luz.
Un letrero de bronce anunciaba: «Monasterio de Ettal.»
La mujer se bajó del coche y desapareció tras un arco.
Malone aparcó y fue detrás de ella.
El aire era mucho más frío aquí que en Garmisch, lo que confirmaba que se hallaban a mayor altitud. Debería haber cogido un abrigo más grueso, pero no soportaba esa clase de prendas. La imagen estereotipada del espía con gabardina era ridícula; demasiado restrictiva. Se metió las enguantadas manos en los bolsillos del chaquetón y asió con la derecha la pistola. La nieve crujía bajo sus pies mientras seguía un camino de hormigón que conducía hasta un claustro del tamaño de un campo de fútbol rodeado de más edificios barrocos. La mujer subía a buen paso por un sendero empinado que desembocaba a las puertas de una iglesia. La gente entraba y salía.
Malone echó a correr para alcanzarla, hendiendo un silencio interrumpido únicamente por el golpeteo de las suelas contra el helado pavimento y la llamada de un cuco lejano.
Entró en la iglesia por un portal gótico coronado por un intrincado tímpano en el que se distinguían escenas bíblicas. Sus ojos se clavaron de inmediato en la cúpula, en unos frescos que representaban lo que a todas luces era el cielo. Los muros interiores cobraban vida con estatuas de estuco, querubines y complejos motivos, todos ellos en vivas tonalidades doradas, rosas, grises y verdes, que titilaban como si se hallasen en continuo movimiento. Ya había visto iglesias de estilo rococó antes, la mayoría tan recargadas que el edificio se perdía, pero no era ése el caso: allí lo ornamental parecía supeditado a la arquitectura.
La gente pululaba por el lugar, en los bancos había algunas personas sentadas. La mujer a la que seguía estaba a unos quince metros a su derecha, al otro lado del púlpito, y se dirigía hacia otro tímpano esculpido.
Entró y cerró una pesada puerta de madera tras de sí.
Él se detuvo a sopesar sus opciones.
No tenía elección.
Avanzó hacia la puerta y agarró la manija de hierro. Su mano derecha se aferraba a la pistola, que mantenía oculta en el bolsillo.
Accionó la manija y abrió con cuidado la puerta.
Tras ella se abría una estancia más pequeña, cuyo techo abovedado sostenían esbeltas columnas blancas. Las paredes lucían más decoración rococó, si bien no tan llamativa. Tal vez fuera la sacristía. Una pareja de altos armarios y dos mesas eran los únicos muebles. Junto a una de las mesas había dos mujeres: la del funicular y otra.