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– Y supongo que la mujer lo ha corroborado.

– Para eso nos pagan.

Ella sacudió la cabeza. «Mierda.»

– ¿Qué quieres que haga con él?

– Soltarlo, ¿qué otra cosa podemos hacer?

Stephanie colgó y dijo:

– No es él.

Davis estaba sentado a su lado, en la cama. Ambos pensaron lo mismo a la vez: «Scofield.»

Y salieron disparados hacia la puerta.

Charlie Smith llevaba encaramado al árbol casi una hora. El invierno envolvía las ramas en aromática resina, las gruesas agujas ofrecían una protección ideal entre un grupo de altos pinos. A tan temprana hora, el aire era frío y cortante, y la elevada humedad no hacía sino aumentar la incomodidad que sentía. Por suerte llevaba ropa de abrigo y había elegido el sitio con cuidado.

El espectáculo que había montado la noche anterior en la mansión Biltmore era clásico: había organizado la farsa a lo grande y había visto que la mujer no sólo picaba, sino que además se tragaba el anzuelo, la caña, el carrete y la barca entera. Necesitaba saber si le habían tendido una trampa, así que llamó a Atlanta y dio con el agente al que había contratado en otras ocasiones. Sus instrucciones fueron claras: esperar a que él le hiciera una señal y llamar la atención sobre su persona. Smith se fijó en el hombre y la mujer que había visto antes en el vestíbulo cuando subieron al autobús que llevaría al grupo del hotel a la mansión. Sospechaba que podían ser un problema, pero, ya en la casa, lo había confirmado sin lugar a dudas. De manera que, a una señal suya, su hombre realizó una actuación digna de un Oscar. Él se situó al otro extremo del enorme árbol de Navidad, en el comedor de gala, y se dedicó a observar cómo se desataba el caos.

Las órdenes que le dio al agente fueron claras: nada de armas, no hacer nada salvo comer, dejarse coger y aducir desconocimiento. Se había asegurado de que el tipo tuviera una buena coartada que justificase su paradero dos noches antes, pues sabía que todo sería contrastado a conciencia. El hecho de que además tuviera problemas conyugales y se estuviera acostando con una mujer casada contribuía a reforzar la coartada y proporcionaba el motivo ideal para huir.

En resumidas cuentas, el espectáculo había sido perfecto.

Y ahora él había ido a terminar el trabajo.

Stephanie empezó a aporrear la puerta de la coordinadora de la conferencia hasta que su llamada fue finalmente atendida. Recepción les había facilitado el número de la habitación.

– ¿Quién coño es…?

Stephanie le mostró su acreditación.

– Agentes federales. Necesitamos que nos diga dónde es la cacería de esta mañana.

La mujer vaciló un instante y luego repuso:

– En la finca, a unos veinte minutos de aquí.

– Un mapa -pidió Davis-. Dibújelo, por favor.

Smith observaba a la partida de caza con unos prismáticos que había comprado el día anterior en una tienda Target cercana. Se alegraba de haber conservado el rifle que se había llevado de casa de Herbert Rowland. Tenía cuatro balas, más que suficiente. A decir verdad, sólo le hacía falta una.

Cazar jabalís no estaba hecho para todo el mundo. El sabía algo al respecto: los animales eran malos y peligrosos y solían vivir sólo en zonas de vegetación densa, lejos de lugares transitados. El informe sobre Scofield indicaba que le encantaba cazar jabalís. Cuando el día anterior Smith se enteró de lo de la cacería, su cerebro no tardó en dar con la forma perfecta de eliminar a su objetivo.

Echó un vistazo: el entorno era ideal. Muchos árboles, ninguna casa, kilómetros de densos bosques, espirales de niebla en torno a las arboladas cimas. Por suerte, Scofield no llevaba perros, que habrían planteado un problema. Había sabido por los organizadores de la conferencia que los participantes siempre se reunían en un punto situado a unos cinco kilómetros del hotel, cerca del río, y seguían una ruta bien señalizada. Nada de armas, tan sólo arcos y flechas. Y no volvían necesariamente con un jabalí. Aquello suponía pasar más tiempo a solas con el profesor, charlar, disfrutar de una mañana de invernó en el bosque. Así que él había llegado hacía dos horas, mucho antes de que amaneciera, había enfilado el sendero y al final se había decidido por el lugar más elevado y mejor, próximo al arranque de la caminata, con la esperanza de que se le presentara la oportunidad.

En caso contrario, improvisaría.

Stephanie se puso al volante mientras Davis le daba indicaciones. Salieron a toda velocidad del hotel en dirección oeste y se adentraron en las más de tres mil hectáreas de Biltmore Estate. La carretera era un estrecho camino asfaltado sin marca alguna que acababa cruzando el río French Broad y se internaba en el denso bosque. La coordinadora de la conferencia había dicho que el punto de encuentro se hallaba pasado el río, no muy lejos, y el sendero del bosque era fácil de seguir.

Stephanie vio los coches.

Después de aparcar en un claro, se bajaron del automóvil a toda prisa. El alba empezaba a despuntar en el cielo. Stephanie tenía la cara helada debido a la humedad del aire.

Vio la senda y echó a correr.

Smith divisó algo naranja entre el invernal follaje, a unos cuatrocientos metros. Estaba cómodamente instalado en una rama, apoyado en el tronco de un pino. Debajo, el viento barría lo que poco a poco empezaba a ser un cielo azul celeste de diciembre, vivificante y glacial.

A través de los gemelos vio que Scofield y el grupo se dirigían al norte. Se la había jugado con respecto a cuál sería la ruta que tomarían, esperando que no abandonaran el sendero. Ahora, al ver Scofield, dicha posibilidad se confirmaba.

Tras colgar los prismáticos de una rama que sobresalía, cogió el rifle y apuntó con la ayuda de la mira telescópica de largo alcance. Habría preferido hacer las cosas con más discreción, utilizando un silenciador potente, pero no había llevado ninguno consigo y comprarlo era ilegal. Asió la culata de madera y aguardó pacientemente a que se acercara su presa.

Sólo unos minutos más.

Stephanie corría, oleadas de pánico invadiendo su cuerpo. Miraba al frente, escudriñando el follaje en busca de movimiento. Respirar le desgarraba los pulmones.

¿Acaso no llevaban todos chalecos fosforescentes?

¿Andaría por allí el asesino?

Smith captó movimiento tras la partida de caza. Cogió los prismáticos y vio a los dos de la noche anterior corriendo por el sinuoso sendero a unos cuarenta y cinco metros.

Por lo visto, la treta sólo había funcionado en parte.

Imaginó lo que pasaría después de que Scofield muriera: pensarían inmediatamente que había sido un accidente de caza, aunque aquellas dos almas intrépidas que cerraban la comitiva gritarían a los cuatro vientos que se trataba de un asesinato. El despacho del sheriff de la localidad y la comisión estatal de recursos naturales abrirían una investigación, y los investigadores llevarían a cabo mediciones, sacarían fotografías y peinarían la zona, tomarían nota de ángulos y trayectorias. Cuando se dieran cuenta de que la bala se había disparado desde arriba, escrutarían los árboles. Pero había decenas de miles.

¿En cuáles buscarían?

Scofield se hallaba a unos cuatrocientos cincuenta metros, sus dos salvadores aproximándose. En breve doblarían un recodo del sendero y verían a su objetivo.

Volvió a utilizar la mira.

Los accidentes son muy habituales: los cazadores confunden a los suyos con la presa.

Trescientos cincuenta metros.

Aunque lleven chalecos naranja fosforito.

El objetivo se situó en el centro de la mira del rifle.