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Tenía que acertarle en el pecho, aunque la cabeza eliminaría la necesidad de efectuar un segundo disparo.

Doscientos cincuenta metros.

Que aquellos dos estuviesen allí era un problema, pero Ramsey esperaba que el doctor Scofield muriera ese día.

Apretó el gatillo.

El estruendo resonó por el valle, y la cabeza de Scofield estalló.

Así que habría de correr el riesgo.

QUINTA PARTE

SETENTA Y CUATRO

Ossau, Francia

13.20 horas

Malone había leído lo suficiente de la traducción de Christl para saber que debía ir a la Antártida. Si tenía que llevar consigo a cuatro pasajeros, qué se le iba a hacer. Era evidente que Eginardo había vivido algo extraordinario, algo que también había cautivado a Hermann Oberhauser. Por desgracia, el viejo alemán presintió la inminencia del funesto destino que le aguardaba y devolvió el libro al lugar donde había descansado durante mil doscientos años con la esperanza de que su hijo emprendiera el viaje. Pero Dietz fracasó, arrastrando consigo a la dotación del NR-1 A. Si había una posibilidad, por mínima que fuera, de dar con el submarino hundido, él debía arriesgarse.

Hablaron con Isabel y le contaron lo que habían encontrado.

Christl estaba terminando la traducción, puliéndola para asegurarse de que la información fuera precisa.

Malone salió del hotel, esa tarde hacía un frío que pelaba, y fue hacia la plaza mayor de Ossau, haciendo crujir la nieve a cada paso. Había cogido el móvil y mientras caminaba marcó el número de Stephanie, que respondió a la cuarta señaclass="underline"

– Esperaba que me llamaras -dijo ella.

– Eso no suena bien.

– Que te tomen por tonto nunca suena bien. -Le refirió lo que había sucedido durante las últimas doce horas y lo de Biltmore Estate-. Vi cómo le volaban la tapa de los sesos a ese hombre.

– Intentaste que no fuera a la cacería, pero no te hizo caso. ¿Ni rastro del tirador?

– Entre nosotros y él se extendía un bosque. No habrá manera de encontrarlo. Escogió bien el sitio.

Malone comprendía su frustración, pero apuntó:

– Todavía tenéis una pista para llegar hasta Ramsey.

– Más bien estamos en sus manos.

– Pero conocéis al enlace. Tarde o temprano cometerá un error. Y dices que Daniels te contó que Diane McCoy fue a Fort Lee y que Ramsey estuvo allí ayer. Piénsalo, Stephanie. El presidente no te ha dado esa información porque sí.

– Eso mismo pensé yo.

– Me da la impresión de que sabes cuál será tu próximo movimiento.

– Esto es una mierda, Cotton. Scofield ha muerto porque no usé la cabeza.

– Nadie dijo que fuera justo. Las reglas son duras; y las consecuencias, más aún. Te diré lo que tú me dirías: haz tu trabajo y no le des más vueltas, pero no vuelvas a cagarla.

– ¿El alumno enseñando al profesor?

– Algo por el estilo. Y ahora necesito un favor, y de los gordos.

Stephanie llamó a la Casa Blanca. Tras escuchar la petición de Malone, le dijo que se mantuviera a la espera. Ella opinaba lo mismo: había que hacerlo. También opinaba que Danny Daniels tramaba algo.

Utilizó una línea privada para hablar directamente con el jefe de gabinete. Cuando éste cogió el teléfono, ella le explicó lo que necesitaba. A los pocos minutos se puso el presidente, que preguntó:

– ¿Scofield ha muerto?

– Y es culpa nuestra.

– ¿Cómo está Edwin?

– Hecho una furia. ¿Qué están haciendo usted y Diane McCoy?

– No está mal. Y yo que me creía tan listo.

– No, el cerebro es Cotton Malone; yo me limité a escucharlo.

– Es complicado, Stephanie, pero digamos que no confiaba en el planteamiento de Edwin todo lo que me habría gustado, y según parece no me equivocaba.

Eso era algo indiscutible.

– Cotton necesita un favor, y tiene que ver con esto.

– Adelante.

– Ha establecido una relación entre Ramsey, el NR-1 A, la Antártida y ese almacén de Fort Lee. Las piedras con la escritura: ha dado con la forma de leerlas.

– Albergaba la esperanza de que así fuera -contestó Daniels.

– Nos va a mandar por e-mail un programa de traducción. Sospecho que ése es el motivo de que el NR-1A fuera hasta allí en 1971: averiguar más cosas sobre esas piedras. Ahora Malone necesita ir a la Antártida, a la base Halvorsen. Inmediatamente. Con cuatro pasajeros.

– ¿Civiles?

– Eso me temo. Pero forman parte del trato: saben dónde está el emplazamiento. Sin ellos no hay manera de llegar hasta allí. Necesitará transporte por aire y por tierra, y también equipo. Cree que podría ser capaz de resolver el misterio del NR-1 A.

– Estamos en deuda con él. Hecho.

– Volvamos a mi pregunta: ¿qué andan tramando usted y Diane McCoy?

– Lo siento. Ventajas de ser presidente. Pero hay algo que debo saber: ¿vais a ir a Fort Lee?

– ¿Podemos usar el jet privado que utilizó el servicio secreto para venir hasta aquí?

Daniels dejó escapar una risita.

– Es tuyo durante todo el día.

– En ese caso, sí, iremos.

Malone se sentó en un banco helado y observó pasar a grupos de personas, todas ellas riendo, con espíritu festivo. ¿Qué le aguardaba en la Antártida? Imposible saberlo pero, por alguna razón, sentía miedo.

Estaba solo, las emociones tan inestables y frías como el aire que soplaba. Apenas se acordaba de su padre, pero desde que tenía diez años no había pasado un solo día sin que pensara en él. Cuando entró en la Marina conoció a muchos de sus coetáneos y no tardó en saber que Forrest Malone había sido un oficial muy respetado. Él nunca había sentido la presión de tener que dar la talla, tal vez porque nunca había sabido cuál era, pero le habían dicho que se parecía mucho a él. Directo, resuelto, leal. Siempre lo había considerado un cumplido, pero lo cierto es que quería conocer a ese hombre por sí mismo.

Por desgracia, se lo había impedido la muerte.

Y seguía enfadado con la Marina por haber mentido.

Stephanie y el informe de la comisión de investigación le habían explicado algunos de los motivos del engaño: la naturaleza secreta del NR-1 A, la guerra fría, la singularidad de la misión, el hecho de que la dotación accediera a no ser rescatada. Pero nada de ello le resultaba satisfactorio. Su padre había muerto en una empresa insensata, buscando algo disparatado. Y, sin embargo, la Marina norteamericana había autorizado esa locura y la invención de una tapadera descarada.

¿Por qué?

El teléfono vibró en su mano.

– El presidente ha dado el visto bueno a todo -dijo Stephanie cuando él lo cogió-. Por regla general, hay que hacer un montón de preparativos y seguir numerosos procedimientos antes de ir a la Antártida: entrenamiento, vacunas, reconocimientos médicos, pero ha ordenado que los suspendan. Hay un helicóptero en camino. Te desea lo mejor.

– Enviaré el programa de traducción por correo electrónico.

– Cotton, ¿qué esperas encontrar?

Él respiró profundamente para calmar sus crispados nervios.

– No estoy seguro, pero algunos de nosotros tenemos que hacer ese viaje.

– A veces es mejor dejar en paz a los fantasmas.

– Que yo recuerde, no opinabas lo mismo hace unos años, cuando los fantasmas eran tuyos.

– Lo que estás a punto de hacer es peligroso, en más de un sentido.

Malone fijó la vista en la nieve, con el teléfono pegado a la oreja.

– Lo sé.

– Ten cuidado, Cotton.