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– Tú también.

SETENTA Y CINCO

Fort Lee, Virginia 14.40 horas

Stephanie conducía un coche que habían alquilado en el aeropuerto de Richmond, donde había aterrizado el jet del servicio secreto tras recorrer el breve trayecto que lo separaba de Asheville. Davis iba a su lado, el rostro y el ego aún lastimados. Lo habían tomado por idiota dos veces: la primera, Ramsey con Millicent, hacía años, y el día anterior, el tipo que tan hábilmente habían matado a Douglas Scofield. La policía local estaba enfocando la muerte como si se tratara de un homicidio, basándose únicamente en la información proporcionada por Stephanie y Edwin, aunque no habían encontrado ni rastro del agresor. Ambos eran conscientes de que el asesino se habían marchado hacía tiempo, y ahora su cometido era determinar adonde. Pero primero tenían que ver de qué iba todo aquel follón.

– ¿Cómo piensas entrar en el almacén? -le preguntó Stephanie-. Diane McCoy no lo consiguió.

– No creo que vaya a ser un problema.

Ella sabía a qué o, mejor dicho, a quién se refería.

Stephanie se acercó a la entrada principal de la base y se detuvo en el control de seguridad. Le enseñó la acreditación de ambos al uniformado centinela y le dijo:

– Hemos de tratar un asunto con el comandante de la base. Confidencial.

El cabo entró en el puesto y salió al poco con un sobre en la mano.

– Esto es para usted, señora.

Ella lo aceptó y el soldado les indicó que podían pasar. Después le entregó el sobre a Davis y reanudó la marcha mientras él lo abría.

– Es una nota -informó él-. Dice que hay que seguir estas indicaciones.

Obedeciendo las instrucciones de Davis, Stephanie atravesó la base hasta llegar a un recinto repleto de almacenes con las paredes de metal dispuestos uno al lado del otro como si de medias barras de pan se tratara.

– El 12E -dijo él.

Ella vio que un hombre los esperaba fuera. Piel oscura, cabello negro azabache, corto, los rasgos más árabes que europeos. Aparcó y ambos bajaron del coche.

– Bienvenidos a Fort Lee -los saludó el hombre-. Soy el coronel William Gross.

Llevaba puestos unos pantalones vaqueros, botas y una camisa de leñador.

– Extraño uniforme -apuntó Davis.

– Salí de caza. Me llamaron para decirme que viniera tal cual estaba y fuese discreto. Tengo entendido que quieren echar un vistazo ahí dentro.

– Y ¿quién se lo ha dicho? -preguntó ella.

– A decir verdad, el presidente de Estados Unidos. Mentiría si dijese que no es la primera vez que recibo una llamada suya, pero hoy ha sido así.

Ramsey miraba a la reportera del Washington Post, sentada al otro lado de la mesa de reuniones. Era la novena entrevista que concedía ese día, y la primera en persona. Las otras habían sido telefónicas, lo que había acabado siendo el procedimiento habitual para una prensa cuyos plazos eran apretados. Fiel a su palabra, Daniels había anunciado el nombramiento cuatro horas antes.

– Estará usted entusiasmado -observó la mujer. Se encargaba de las noticias relacionadas con el Ejército desde hacía varios años y ya lo había entrevistado antes. No es que fuera muy brillante, pero a todas luces ella no pensaba lo mismo.

– Es un buen puesto en el que finalizar mi carrera en la Marina. -Ramsey rió-. Admitámoslo, siempre ha sido el último cargo para el que ser elegido. No se puede subir mucho más alto.

– La Casa Blanca.

Se preguntó si la mujer estaría informada o si simplemente le estaba tendiendo una trampa. Seguro que lo último, de manera que decidió divertirse a su costa.

– Es cierto que podría jubilarme y presentarme candidato a la presidencia. No parece mala idea.

Ella sonrió.

– Doce militares lo consiguieron.

Él alzó una mano para dar a entender que se rendía.

– Le aseguro que no entra dentro de mis planes, en absoluto.

– Varias de las personas con las que he hablado hoy han mencionado que sería usted un excelente candidato político. Su carrera ha sido ejemplar, sin un solo escándalo; se desconoce cuál es su filosofía política, lo que significa que ésta podría moldearse a su antojo; ninguna afiliación política, con lo cual tiene alternativas, y los americanos siempre han sentido debilidad por un hombre uniformado.

Justo lo que él pensaba: creía firmemente que un sondeo pondría de manifiesto que gozaba de aprobación generalizada, como persona y como líder. Aunque su nombre no era muy conocido, su carrera hablaba por sí sola. Había consagrado su vida al Ejército, había estado destinado en el mundo entero, había prestado sus servicios en todas las zonas conflictivas imaginables. Había recibido veintitrés distinciones, tenía numerosas amistades entre los políticos; algunas las había cultivado él mismo, como el Halcón de Invierno Dyals o el senador Kane, otras se habían visto atraídas hacia su persona sencillamente por ser un oficial de alta graduación que ocupaba un puesto delicado y podía ser de ayuda cuando fuera necesario.

– ¿Sabe qué? Dejaré que sea otro militar quien se beneficie de ese honor. Mi único deseo es formar parte de la Junta de Jefes. Va a ser un gran desafío.

– Tengo entendido que Aatos Kane es su paladín. ¿Qué hay de cierto en ello?

Esa mujer estaba mucho más informada de lo que él creía.

– Si el senador ha hablado en mi favor, le estoy agradecido. Pendiente como estoy de confirmación, siempre es bueno contar con amigos en el Senado.

– ¿Cree que la confirmación supondrá un problema?

Él se encogió de hombros.

– Ni creo ni dejo de creer. Simplemente espero que los senadores me consideren digno del cargo. En caso contrario, terminaré con mucho gusto mi carrera donde estoy.

– Da la impresión de que no le importa conseguir ese empleo.

Había un consejo sencillo y claro que más de un candidato había desoído: no parecer nunca ansioso ni confiado.

– No es eso lo que he dicho, y usted lo sabe. ¿Cuál es el problema? ¿Que como no hay ninguna noticia aparte del nombramiento usted intenta fabricar una?

A la mujer no pareció gustarle la reprimenda, por tácita que fuera.

– Seamos realistas, almirante: el suyo no era el nombre que más sonaba para este nombramiento. Rose en el Pentágono, Blackwood en la OTAN, estos dos habrían sido lógicos, pero ¿Ramsey? Un hombre salido de la nada, me resulta fascinante.

– Cabe la posibilidad de que esos a quienes acaba de mencionar no estuvieran interesados.

– Lo estaban, lo he comprobado. Pero la Casa Blanca apostó directamente por usted y según mis fuentes, gracias al senador Aatos Kane.

– Eso tendrá que preguntárselo a Kane.

– Ya lo he hecho. Su despacho dijo que se pondrían en contacto conmigo para darme una respuesta. Eso fue hace tres horas.

Había llegado el momento de apaciguarla.

– Me temo que aquí no hay nada siniestro, al menos, no por mi parte. Sólo soy un militar de edad avanzada que se siente agradecido por poder seguir trabajando unos años más.

Stephanie entró en el almacén detrás del coronel Gross, que accedió pulsando un código numérico e introduciendo el pulgar en un escáner.

– Superviso personalmente el mantenimiento de todos los almacenes -informó Gross-. Mi presencia aquí no levantará sospechas.

Precisamente ésa era la razón por la cual Daniels había solicitado su ayuda, pensó Stephanie.

– Es usted consciente del carácter secreto de esta visita, ¿no? -preguntó Davis.

– Mi comandante me lo ha explicado, al igual que el presidente.