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Entraron en una pequeña antesala. El resto del almacén, poco iluminado, se extendía ante ellos, al otro lado de una ventana acristalada que dejaba ver una hilera tras otra de estanterías de metal.

– Se supone que he de contarles la historia -dijo Gross-. La Marina alquila este depósito desde octubre de 1971.

– Antes de que zarpara el NR-1A -mencionó Davis.

– Yo de eso no sé nada -aseguró el coronel-, pero sí sé que el edificio lleva desde entonces en manos de la Marina. Cuenta con una cámara frigorífica independiente -señaló a través de la ventana- que se encuentra tras la última fila de estanterías y sigue en funcionamiento.

– ¿Qué hay dentro? -inquirió ella.

Gross vaciló.

– Creo que será mejor que lo vean ustedes mismos.

– ¿Es ése el motivo de que estemos aquí?

El hombre se encogió de hombros.

– Ni idea. Pero Fort Lee se ha asegurado de que este almacén se mantuviese en perfecto estado durante los últimos treinta y ocho años, seis de los cuales han estado a mi cargo. Nadie aparte del almirante Ramsey entra aquí sin que yo lo acompañe. Los trabajos de limpieza o reparación se realizan delante de mí, y mis predecesores hicieron lo mismo. Los escáneres y los cierres electrónicos se instalaron hace cinco años. Se lleva un registro informático de todo el que entra, que se envía diariamente al despacho de los servicios de inteligencia de la Marina, el que se encarga de supervisar directamente la gestión del alquiler. Todo lo que se ve aquí es material clasificado, y todo el personal entiende lo que eso significa.

– ¿Cuántas veces ha venido Ramsey? -quiso saber Davis.

– Sólo una en los últimos cinco años, según el registro. Hace dos días. También entró en el compartimento refrigerado, cuyo acceso se registra aparte.

Stephanie estaba inquieta.

– Llévenos hasta allí.

Ramsey acompañó hasta la puerta a la periodista del Post. Hovey ya le había comunicado que tenía otras tres entrevistas, dos para la televisión, la tercera para la radio, y se realizarían abajo, en una sala de reuniones, donde los equipos lo estaban preparando todo. Empezaba a gustarle aquello. Era muy distinto de vivir en la sombra. Sería un excelente jefe de la Junta y, si todo salía según lo previsto, un vicepresidente aún mejor.

Nunca había entendido por qué el número dos no podía ser más activo. Dick Cheney había demostrado las posibilidades que tenía, convirtiéndose en un discreto forjador de políticas sin atraer continuamente la atención de la prensa. Si él fuera vicepresidente, podría vincularse a lo que quisiera cuando quisiera. Y desvincularse con idéntica facilidad, ya que -como tan sabiamente apuntó John Nance Garner, primer vicepresidente de Franklin Delano Roosevelt- la mayoría de la gente pensaba que el cargo no valía «ni un jarro de saliva tibia», aunque según la leyenda él no utilizó la palabra «saliva», sino que el cambio fue cosa de los periodistas.

Sonrió.

Vicepresidente Langford Ramsey. Le gustaba.

El móvil lo arrancó de su ensoñación con un sonido apenas audible. Lo cogió de la mesa y vio que quien llamaba era Diane McCoy.

– Tengo que hablar contigo -afirmó ella.

– No lo creo.

– Nada de trucos, Langford. Di tú el lugar.

– No tengo tiempo.

– Pues sácalo de donde sea; de lo contrario, no habrá nombramiento.

– ¿Por qué sigues amenazándome?

– Iré a tu despacho. Seguro que ahí te sientes a salvo.

Así era; sin embargo, quiso saber:

– ¿De qué va esto?

– Tiene que ver con un tal Charles C. Smith hijo. Es un alias, pero así es como lo llamas.

Nunca había oído pronunciar ese nombre a nadie. Hovey se encargaba de efectuar todos los pagos, pero los hacía a otro nombre en un banco extranjero, protegido por la Ley de Seguridad Nacional.

Y, sin embargo, Diane McCoy estaba al tanto.

Consultó el reloj del escritorio: las 16.05.

– Muy bien, pásate por aquí.

SETENTA Y SEIS

Malone se acomodó en el LC-130. Acababan de realizar un vuelo de diez horas de Francia a Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Un helicóptero del Ejército francés los había transportado de Ossau a Cazau, La-Teste-de-Buch, la base militar francesa más cercana, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí se habían subido a un C-21A, la versión militar del Leaijet, con el que habían cruzado el Mediterráneo y el continente africano a una velocidad de casi Mach 1, efectuando tan sólo dos rápidas paradas para repostar.

En Ciudad del Cabo les estaban esperando dos tripulaciones de la 109 Brigada aerotransportada de la Guardia Nacional de Nueva York en un LC-130 Hércules con los depósitos llenos y los motores en marcha. Malone comprendió que el viaje en el C-21A les iba a parecer lujoso en comparación con lo que él y sus adláteres estaban a punto de vivir durante los más de cuatro mil kilómetros en dirección sur que los separaban de la Antártida, el trayecto a través de un océano azotado por tempestades a excepción de los últimos mil kilómetros, que serían por hielo.

Tierra de nadie, ciertamente.

El equipo ya estaba a bordo. Malone sabía cuál era la palabra clave: capas. Y sabía cuál era el objetivo: eliminar la humedad del cuerpo sin que éste se congelara. Primero, para mantener la piel seca, ropa interior de Under Armour hecha de un material de secado rápido; después, un mono de lana transpirable y antihumedad; encima, una chaqueta y unos pantalones de nailon con forro polar, y, por último, un anorak de forro polar de Gore-Tex y unos pantalones cortavientos para climas fríos. Todo ello con estampado de camuflaje digital, cortesía del Ejército norteamericano. Guantes y botas de Gore-Tex, además de dos pares de calcetines por cabeza, se encargarían de preservar las extremidades. Malone había facilitado las tallas hacía horas y se percató de que las botas eran medio número mayor que la talla solicitada para que cupieran los gruesos calcetines. Un pasamontañas de lana negro protegía el rostro y el cuello, con aberturas únicamente para los ojos, que a su vez protegerían unas gafas ahumadas. Como dar un paseo por el espacio, pensó, una imagen que no era muy desacertada. Había oído contar que el frío de la Antártida hacía que los empastes de los dientes se contrajeran y se cayeran.

Cada uno de ellos llevaba una mochila con efectos personales, y Malone vio que les habían proporcionado una versión para climas fríos, más gruesa y mejor aislada.

El Hércules avanzó hacia la pista.

Él se dirigió a los otros, que ocupaban sendos asientos de lona con el respaldo de red frente a él. Ninguno se había puesto aún el pasamontañas, de manera que el rostro quedaba a la vista.

– ¿Están todos bien?

Christl, que iba sentada a su lado, asintió.

Malone observó que todos se sentían incómodos con aquella ropa.

– Os aseguro que en este vuelo no va a hacer calor, y esa ropa está a punto de convertirse en vuestra mejor aliada.

– Puede que esto sea demasiado -admitió Werner.

– Ésta es la parte fácil -aclaró él-. Pero si te resulta insoportable siempre puedes quedarte en la base. Los campamentos de la Antártida son bastante cómodos.

– Nunca he hecho esto antes -dijo Dorothea-. Es toda una aventura para mí.

Más bien la aventura de toda una vida, ya que supuestamente ningún ser humano había puesto un pie en la Antártida hasta 1820, y sólo unos pocos lo hacían en el presente. Él sabía que existía un tratado, firmado por veinticinco países, según el cual el continente entero era un lugar pacífico donde regía el libre intercambio de información científica, sin nuevas reivindicaciones de territorio ni actividades militares ni explotaciones mineras a menos que todos los firmantes del tratado estuviesen conformes. Tenía una superficie de casi catorce millones de kilómetros cuadrados, más o menos el tamaño de Estados Unidos y México juntos, el ochenta por ciento de los cuales se hallaba envuelto en un sudario de hielo de un kilómetro y medio de grosor -el setenta por ciento de las reservas de agua dulce del planeta-, lo que convertía la meseta resultante en una de las más elevadas del planeta, con una altitud media de más de dos mil cuatrocientos metros.