Sólo había vida en las orillas, ya que el continente recibía menos de cincuenta milímetros de lluvia al año. Era seco como un desierto. Su blanca superficie era incapaz de absorber luz o calor, reflejaba toda la radiación y mantenía una temperatura media de unos setenta grados bajo cero.
Malone también conocía la situación política por sus dos visitas anteriores, que realizó cuando trabajaba para Magellan Billet. En la actualidad, siete países -Argentina, Gran Bretaña, Noruega, Chile, Australia, Francia y Nueva Zelanda- reivindicaban ocho territorios, definidos mediante grados de longitud que se cortaban en el polo sur. Ellos volaban rumbo a la parte que reclamaba Noruega, conocida como Tierra de la Reina Maud, que se extendía desde 44° 38' E hasta 20° O. Un pedazo considerable de la parte occidental -de los 20° E a los 10° O- había sido reclamado por Alemania en 1938 y denominado Nueva Suabia. Y aunque la guerra puso fin a esas pretensiones, la región seguía siendo una de las menos conocidas del continente. Ellos se dirigían a la base Halvorsen, que era gestionada por Australia en el sector noruego y se hallaba en la costa norte, de cara a la punta meridional de África.
Les habían dado tapones de espuma -que, como Malone pudo comprobar, todos se habían puesto-, pero el ruido persistía. Tenía metido en la cabeza el acre olor del combustible, pero sabía por otros vuelos que pronto dejaría de notarlo. Estaban sentados en la parte de delante, cerca de la cabina, a la que se accedía por una escalera de cinco peldaños. Dado que el vuelo era largo, había dos tripulaciones. En una ocasión él había pasado a la cabina mientras aterrizaban en la Antártida, toda una experiencia. Y allí estaba de nuevo.
Ulrich Henn no había dicho nada desde que habían despegado de Francia, y ahora permanecía sentado impasible junto a Werner Lindauer. Malone sabía que era problemático, pero no acababa de decidir cuál era el objeto de su interés, si él o alguno de los otros. Lo mismo daba: Henn era quien poseía la información que necesitarían cuando estuviesen en tierra, y un trato era un trato.
Christl le dio unos golpecitos en el brazo y le dio las gracias moviendo los labios.
Él asintió agradecido.
Las turbohélices del Hércules rugieron a toda potencia y el aparato enfiló la pista de aterrizaje. Primero despacio y luego más de prisa, hasta acabar despegando y sobrevolando el océano.
Casi era medianoche.
E iban camino de quién sabía qué.
SETENTA Y SIETE
Fort Lee, Virginia
Stephanie vio que el coronel Gross liberaba el cierre electrónico y abría la puerta de acero del compartimento refrigerado. Los recibió un aire frío en forma de heladora niebla. Gross esperó unos segundos a que desapareciera y les indicó que pasaran.
– Ustedes primero.
Stephanie entró, seguida de Davis. El compartimento medía menos de un metro cuadrado. Dos de las paredes eran de metal y la tercera contaba con estantes de suelo a techo que albergaban libros. Cinco hileras, una tras otra. Ella calculó que habría unos doscientos.
– Llevan aquí desde 1971 -contó Gross-. Antes no sé dónde se guardaban, pero debía de ser en un lugar frío, ya que, como pueden ver, se encuentran en muy buen estado.
– ¿De dónde habrán salido? -preguntó Davis.
El coronel se encogió de hombros.
– No lo sé, pero las piedras de fuera son todas de la operación «Salto de altura», de 1947, y la «Molino de viento», del 48. Así que cabe suponer que los libros también salieron de ahí.
Stephanie se acercó a los estantes y estudió los volúmenes: eran pequeños, de unos quince centímetros por veinte, encuadernados en madera y sujetos mediante tensas cuerdas, las páginas bastas y gruesas.
– ¿Puedo echarle un vistazo a uno? -le preguntó a Gross.
– Me han dicho que les deje hacer lo que quieran.
Ella sacó con sumo cuidado uno de los volúmenes. Gross tenía razón: se conservaba en perfecto estado. Un termómetro próximo a la puerta indicaba que la temperatura era de doce grados bajo cero. Stephanie había leído una vez un relato de las expediciones de Amundsen y Scott al polo sur según el cual, décadas después, cuando se hallaron sus reservas de alimentos, el queso y las verduras todavía eran comestibles, las galletas continuaban estando crujientes, la sal, la mostaza y las especias seguían intactas. Hasta las páginas de las revistas se encontraban como el día en que fueron imprimidas. La Antártida era un congelador naturaclass="underline" allí no existían ni la putrefacción ni el óxido, la fermentación, el moho, las enfermedades. No había humedad, polvo ni insectos. Nada que descompusiera ningún resto orgánico.
Como, por ejemplo, unos libros con tapas de madera.
– Una vez leí una propuesta -contó Davis-. Alguien sugería que la Antártida sería el depósito perfecto para instalar una biblioteca internacional. El clima no afectaría a una sola página. Me pareció una idea ridícula.
– Puede que no lo sea.
Stephanie dejó el libro en el estante. Estampado en la cubierta, de un color beis claro, se veía un símbolo desconocido.
Examinó con delicadeza las tiesas páginas, cada una de las cuales estaba escrita de arriba abajo. Arabescos, sinuosidades, círculos. Una extraña escritura en cursiva, apretada y compacta. También había dibujos: de plantas, personas, artefactos. Todas las hojas eran idénticas: escritas con nítida tinta marrón, sin un solo borrón en parte alguna.
Antes de abrir el compartimento refrigerado, Gross les había enseñado las estanterías del almacén, que contenían numerosas piedras en las que se distinguían caracteres similares grabados.
– ¿Una especie de biblioteca? -preguntó Davis a Stephanie.
Ella se encogió de hombros.
– Señora -dijo el coronel.
Stephanie se volvió. Él alargó el brazo y cogió del último estante un diario encuadernado en piel y envuelto en una tela.
– El presidente dijo que le diera esto. Es el diario personal del almirante Byrd.
Stephanie recordó en el acto lo que había dicho Herbert Rowland al respecto.
– Es material clasificado desde 1948 -informó Gross-. Lleva aquí desde el 71.
Ella reparó en varias tiras de papel utilizadas a modo de marcador.
– Han señalado las páginas relevantes.
– ¿Quién? -quiso saber Davis.
El militar sonrió.
– El presidente dijo que haría usted esa pregunta.
– Y ¿cuál es la respuesta?
– Lo llevé antes a la Casa Blanca y esperé hasta que el presidente lo hubo leído. Me dijo que les dijese que, a diferencia de lo que ustedes y otros pudieran pensar, aprendió a leer hace mucho tiempo.
Volvimos al valle seco, punto 1.345. Montamos el campamento. El tiempo era bueno, el cielo estaba despejado y hacía poco viento. Localizamos un asentamiento alemán anterior. Las revistas, las reservas de alimentos, el equipo…, todo apunta a la exploración de 1938. La cabaña de madera que se levantó entonces sigue en pie. Los muebles son escasos: una mesa, sillas, un hornillo, una radio. En el emplazamiento no había nada significativo. Nos desplazamos veintidós kilómetros al este, punto 1.356, otro valle seco. Localizamos piedras talladas al pie de la montaña. La mayoría eran demasiado grandes para cargar con ellas, así que cogimos las más pequeñas. Llamamos a los helicópteros. Examiné las piedras e hice un calco.