Выбрать главу

En el año 38, Oberhauser informó de hallazgos similares. Éstos suponen la confirmación de los archivos incautados después de la guerra. Es evidente que los alemanes estuvieron aquí. Las pruebas físicas son irrefutables.

Investigamos una grieta de la montaña en el punto 1.578 que daba paso a una pequeña habitación excavada en la roca. En las paredes hallamos escritura y dibujos similares a los del punto 1.356. Personas, barcos, animales, carros, el sol, representaciones del cielo, los planetas, la luna. Tomamos fotografías. Una observación personaclass="underline" Oberhauser vino en el 38 en busca de los desaparecidos arios. Es evidente que aquí vivió una civilización. Las imágenes muestran a una raza de estatura alta, cabello abundante, musculosa, con rasgos caucásicos. Las mujeres tienen generosos pechos y el cabello largo. Verlos me impresionó. ¿Quiénes eran? Con anterioridad a este día pensaba que las teorías de Oberhauser con respecto a los arios eran ridículas. Ahora no sé qué pensar.

Llegamos al punto 1.590. Vimos otra cámara. Pequeña. Con más escritura en las paredes. Pocas imágenes. Dentro encontramos 212 volúmenes encuadernados en madera, apilados sobre una mesa de piedra. Tomamos fotografías. En los libros se repite la misma escritura desconocida de las piedras. No queda mucho tiempo. La operación finaliza dentro de dieciocho días. El verano toca a su fin. Los barcos han de zarpar antes de que regresen los hielos. Ordené meter los libros en cajas y llevarlas al barco.

Stephanie alzó la vista del diario de Byrd.

– Es increíble. Encontraron todo esto y no hicieron nada con ello.

– Señal de los tiempos que corrían -respondió Davis en voz queda-. Estaban demasiado ocupados preocupándose por Stalin y lidiando con una Europa destruida. Las civilizaciones perdidas importaban poco, en particular una que tal vez tuviera un nexo con Alemania. Es evidente que a Byrd le resultaba inquietante. -Miró a Gross-. En el diario se mencionan fotografías. ¿Podemos verlas?

– El presidente lo intentó, pero han desaparecido. A decir verdad, ha desaparecido todo salvo este diario.

– Y los libros y las piedras -puntualizó ella.

Davis ojeó el diario y leyó otros pasajes en voz alta.

– Byrd visitó un montón de lugares. Es una lástima que no tengamos un mapa. Sólo aparecen identificados por números, no hay coordenadas.

Eso mismo pensaba ella, sobre todo por el bien de Malone. Pero contaban con una baza: el programa de traducción del que había hablado Malone. Lo que Hermann Oberhauser encontró en Francia. Stephanie salió de la cámara, sacó el móvil y llamó a Atlanta. Cuando su ayudante le informó de que Malone había enviado un correo electrónico, sonrió y colgó.

– Necesito uno de esos libros -le dijo a Gross.

– Han de seguir congelados. Es la forma de conservarlos.

– En ese caso quiero volver aquí. Tengo un portátil, pero necesitaré conexión a Internet.

– El presidente dijo que lo que quisiera.

– ¿Tienes algo? -preguntó Davis.

– Eso creo.

SETENTA Y OCHO

18.30 horas

Una vez finalizada la última entrevista del día, Ramsey volvió a su despacho. Allí estaba Diane McCoy, esperando donde él le había dicho a Hovey que lo hiciera. Cerró la puerta.

– Muy bien, ¿qué es eso tan importante?

Habían realizado un barrido electrónico y comprobado que no llevaba oculta ninguna escucha. Ramsey sabía que el despacho era seguro, de manera que se sentó confiado.

– Quiero más -espetó ella.

Vestía un traje de chaqueta de tweed de pata de gallo en tonos marrones y ocres con un jersey negro de cuello vuelto debajo. Un tanto informal y caro para una empleada de la Casa Blanca, pero con estilo. El abrigo descansaba en una silla.

– Más, ¿de qué? -preguntó él.

– Hay un tipo que se hace llamar Charles C. Smith hijo. Trabaja para ti desde hace mucho. Le pagas bien, aunque a través de diversos nombres falsos y cuentas numeradas. Es tu matón, el que se encargó del almirante Sylvian y de otros cuantos.

Ramsey estaba asombrado, pero mantuvo la compostura.

– ¿Tienes pruebas?

Ella se echó a reír.

– ¡A ti te lo voy a contar! Basta con decir que lo sé, eso es lo que importa. -Sonrió-. Es posible que seas la primera persona en la historia del Ejército de Estados Unidos que ha llegado tan alto cometiendo asesinatos. Vaya, vaya, Langford, eres un hijo de puta ambicioso.

– ¿Qué quieres? -le preguntó él.

– Tienes tu nombramiento, es lo que querías. Estoy segura de que no es todo, pero sí por el momento. Hasta ahora, las reacciones han sido buenas a este respecto, así que parece que vas bien encaminado.

Él pensaba lo mismo. Los problemas graves no tardarían en presentarse una vez se supiese que él era el elegido del presidente. En ese momento se empezarían a efectuar llamadas anónimas a la prensa y comenzaría la política destructiva. Al cabo de ocho horas aún no se había oído nada, pero ella estaba en lo cierto: había llegado hasta allí matando, de manera que, gracias a Charlie Smith, todo el que podía suponer un problema ya había muerto.

Lo que le hizo recordar algo: ¿dónde estaba Smith?

Había estado tan liado con las entrevistas que se había olvidado por completo de él. Le había dicho a ese idiota que se ocupara del profesor y volviese antes de que anocheciera, y el sol ya se estaba poniendo.

– No has perdido el tiempo -observó él.

– No he perdido el norte. Ni te imaginas las redes de información a las que tengo acceso.

Ramsey no lo dudaba.

– Y ¿piensas perjudicarme?

– Pienso machacarte.

– ¿A menos que…?

Soltó una risotada. La muy zorra lo estaba pasando en grande.

– Tiene que ver contigo, Langford.

El aludido se encogió de hombros.

– ¿Quieres formar parte de lo que suceda después de Daniels? Me encargaré de que así sea.

– ¿Acaso tengo pinta de haberme caído de un guindo?

Él sonrió.

– Ahora hablas como Daniels.

– Eso es porque él me dice eso mismo por lo menos dos veces a la semana. Por lo general, me lo merezco, dado que se la estoy jugando. Es listo, lo admito, pero yo no soy idiota. Quiero mucho más.

Ramsey tenía que dejarla hablar, pero una extraña inquietud venía a unirse a su santa paciencia.

– Quiero dinero.

– ¿Cuánto?

– Veinte millones de dólares.

– ¿Por qué esa cifra?

– Puedo vivir con desahogo de los intereses durante el resto de mi vida. He estado haciendo números.

A sus ojos asomó un placer casi sexual.

– Supongo que lo querrás en un paraíso fiscal, en una cuenta oculta a la que sólo tú tengas acceso, ¿no?

– Igual que Charles C. Smith hijo. Con algunas condiciones más, pero ésas pueden esperar.

Él procuró conservar la calma.

– ¿A qué viene esto?

– Vas a joderme. Yo lo sé y tú lo sabes. Intenté grabarte, pero fuiste demasiado listo, así que pensé: «Pon las cartas boca arriba, dile lo que sabes, haz un trato, saca algo bueno en limpio.» Considéralo un anticipo, una inversión. De ese modo lo pensarás dos veces antes de joderme más adelante. Me habrás comprado y pagado, podrás utilizarme.

– ¿Y si me niego?

– En ese caso acabarás en la cárcel o, mejor aún, puede que busque a Charles C. Smith hijo para ver lo que tiene que decir.