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Hizo ademán de ponerse en pie.

Christl la agarró por la muñeca.

– Así que no te dije que lo sentía cuando murió. Al menos tú sabes lo que es tener un hijo.

La mezquindad del comentario la dejó anonadada.

– Pobre del niño que hubieras tenido. Jamás te habría importado, eres incapaz de sentir esa clase de amor.

– Al parecer, tú no lo hiciste tan bien: el tuyo murió.

Maldita fuera.

Cerró el puño de la mano derecha, impulsó el brazo hacia arriba y le propinó un golpe a Christl en la cara.

Ramsey se hallaba sentado a su mesa, preparándose para lo que se le venía encima. Sin duda, más entrevistas y prensa. El funeral del almirante Sylvian se celebraría al día siguiente, en el cementerio militar de Arlington, y él se recordó que había de mencionar tan triste acontecimiento a todo el que lo entrevistara. «Céntrate en el compañero caído, sé humilde con respecto a haber sido elegido para seguir sus pasos, lamenta la pérdida de un oficial de alta graduación de la Marina.» El funeral sería una ceremonia de gala con honores. No cabía duda de que el Ejército sabía enterrar a los suyos, lo había hecho bastante a menudo.

Su móvil sonó. Una llamada internacional, desde Alemania. Ya era hora.

– Buenas tardes, almirante -saludó una áspera voz de mujer.

– Frau Oberhauser. Esperaba su llamada.

– Y ¿cómo sabía que iba a llamar?

– Porque es usted una vieja nerviosa a la que le gusta tener el control.

Ella soltó una risita.

– Así es. Sus hombres hicieron un buen trabajo: Malone ha muerto.

– Prefiero esperar hasta que ellos me den ese dato.

– Me temo que va a ser imposible: ellos también han muerto.

– Entonces es usted quien tiene un problema: necesito confirmación.

– ¿Ha sabido algo de Malone en las últimas doce horas? ¿Ha tenido noticias de lo que anda haciendo?

No.

– Yo lo vi morir.

– En ese caso, no hay más que hablar.

– Sólo que me debe usted una respuesta. ¿Por qué no volvió mi esposo?

«¿Qué demonios? Díselo.»

– Se produjo un fallo en el submarino.

– ¿Y la dotación? ¿Y mi esposo?

– No sobrevivieron.

Silencio.

Al cabo, la anciana inquirió:

– ¿Vio usted el submarino y a la dotación?

– Así es.

– Cuénteme lo que vio.

– No creo que quiera saberlo.

Tras otra larga pausa la mujer preguntó:

– ¿Por qué fue necesario esconderlo?

– El submarino era secreto; su misión, también. Por aquel entonces no había elección: no podíamos arriesgarnos a que los soviéticos lo encontraran. A bordo sólo iban once hombres, de modo que fue sencillo ocultar los hechos.

– ¿Y los dejaron allí?

– Su marido aceptó las condiciones, sabía cuáles eran los riesgos.

– Y ustedes, los americanos, dicen que los alemanes son despiadados.

– Somos prácticos, Frau Oberhauser. Nosotros protegemos el mundo, ustedes intentaron conquistarlo. Su esposo accedió a formar parte de una misión peligrosa. A decir verdad, fue idea suya. No es el primero que ha hecho esa elección.

Esperaba no volver a saber más de ella. Su exasperación era algo que le sobraba.

– Adiós, almirante. Espero que se pudra en el infierno.

Ramsey percibió la emoción en su voz, si bien le importaba muy poco.

– Le deseo lo mismo.

Y colgó.

Anotó mentalmente que debía cambiar de número de móvil. Así no tendría que volver a hablar con esa alemana loca.

A Charlie Smith le encantaban los desafíos. Ramsey le había encomendado un quinto objetivo, pero había dejado claro que debía realizar el trabajo ese día. Nada absolutamente podía despertar sospechas. Algo limpio, sin regusto. Por regla general, eso no supondría ningún problema, pero carecía de información, sólo contaba con un puñado de datos facilitados por Ramsey, y tenía doce horas de plazo. Si salía airoso, Ramsey le había prometido una bonificación impresionante. Lo bastante para pagar Bailey Mili y tener de sobra para las reformas y el mobiliario.

Había regresado de Asheville y estaba en su apartamento, por primera vez en un par de meses. Había conseguido dormir unas horas y estaba listo para lo que le esperaba. Oyó un suave sonido procedente de la mesa de la cocina y consultó la pantalla del móviclass="underline" un número desconocido, aunque de Washington. Quizá fuese Ramsey, que llamaba desde otro teléfono. A veces lo hacía. El tipo era un paranoico.

Lo cogió.

– Me gustaría hablar con Charlie Smith -dijo una voz de mujer. El empleo de ese nombre lo puso en guardia. Sólo lo utilizaba con Ramsey.

– Se ha equivocado de número.

– No lo creo.

– Me temo que sí.

– Yo que usted no colgaría -advirtió la mujer-. Lo que tengo que decir podría cambiarle la vida o arruinársela.

– Ya se lo he dicho, señora, se ha equivocado.

– Mató a Douglas Scofield.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando cayó en la cuenta de quién era.

– Estaba usted allí, con un hombre, ¿no?

– Yo no, pero trabajan para mí. Lo sé todo sobre ti, Charlie.

Él no dijo nada, pero el hecho de que ella tuviese su número de teléfono y conociera su alias era un grave problema. A decir verdad, una catástrofe.

– ¿Qué quiere?

– Tu pellejo.

Él se rió.

– Pero estoy dispuesta a cambiarlo por el de otro.

– A ver si lo adivino: ¿Ramsey?

– Eres un tipo listo.

– Supongo que no va a decirme quién es usted.

– No me importa. A diferencia de ti, no llevo una doble vida.

– Entonces, ¿quién coño es?

– Diane McCoy, viceconsejera de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos.

OCHENTA

Malone oyó gritar a alguien. Se encontraba en la cabina, hablando con la tripulación, y corrió hacia la portezuela de popa para echar un vistazo al interior del LC-130, similar a un túnel. Dorothea estaba al otro lado del pasillo, junto a Christl, que pugnaba por zafarse de los correajes y chillaba. Le salía sangre de la nariz y tenía el anorak manchado. Werner y Henn se habían despertado y se estaban soltando las correas.

Malone se deslizó por la escalera apoyando ambas manos en las barandillas y fue directo al embrollo. Henn había conseguido apartar a Dorothea.

– ¡Zorra demente! -exclamó Christl-. ¿Qué haces?

Werner agarró a Dorothea. Malone se rezagó y se quedó mirando.

– Me ha dado un puñetazo -explicó Christl mientras se llevaba la manga del anorak a la nariz.

Malone encontró una toalla en uno de los portaequipajes de acero y se la lanzó.

– Debería matarte -escupió su hermana-. No mereces vivir.

– ¿Lo ves? -chilló la otra-. Es a esto a lo que me refiero: está loca. Completamente loca. Como una cabra.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó Werner a su esposa-. ¿A qué ha venido eso?

– Odiaba a Georg -contestó Dorothea mientras forcejeaba con Werner.

Christl se levantó y se encaró con su hermana.

Werner soltó a su mujer y dejó que las dos leonas midieran sus fuerzas, ambas tratando de atisbar un propósito oculto en la otra. Malone las observaba, la gruesa ropa idéntica, el rostro idéntico, la cabeza tan distinta.

– Ni siquiera estuviste presente cuando lo enterramos -dijo Dorothea-. Los demás se quedaron, pero tú no.

– Odio los funerales.

– Y yo te odio a ti.