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Christl se volvió hacia Malone, la toalla contra la nariz. Él vio su mirada y adivinó de prisa la amenaza en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, Christl tiró la toalla, se volvió y golpeó a Dorothea en el rostro, lo que la lanzó contra Werner.

Después apretó el puño, dispuesta a propinarle otro golpe.

Malone le agarró la muñeca.

– Le debías uno. Nada más.

El rostro de Christl se había ensombrecido y una mirada furiosa le dijo a Malone que ése no era asunto suyo. Ella se zafó y cogió la toalla del suelo.

Werner ayudó a Dorothea a sentarse mientras Henn miraba, como de costumbre, sin decir palabra.

– Muy bien, se acabó el combate -dijo Malone-. Os sugiero que durmáis un poco. Nos quedan menos de cinco horas de viaje y tengo pensado ponerme en marcha en cuanto aterricemos. El que se queje o no sea capaz de seguir el ritmo se quedará en la base.

Smith estaba en la cocina, la vista clavada en el teléfono que descansaba en la mesa. Al expresar sus dudas sobre la identidad de la mujer, ésta le había dado un número de contacto y después había colgado. Smith cogió el aparato y marcó el número. Después de tres señales una voz agradable le informó de que había llamado a la Casa Blanca y le preguntó con quién quería hablar.

– Con el despacho del consejero de Seguridad Nacional -dijo con voz débil.

La mujer le pasó.

– Has tardado bastante, Charlie -dijo una mujer. La misma voz-. ¿Satisfecho?

– ¿Qué quiere?

– Contarte algo.

– La escucho.

– Ramsey pretende poner fin a su relación contigo. Tiene planes, grandes planes, y en ellos no estás incluido tú, ya que podrías entrometerte.

– Se equivoca de persona.

– Eso mismo es lo que diría yo, Charlie, pero te lo voy a poner fácil. Tú escucha lo que te diga. Así, si crees que te estoy grabando, dará igual. ¿Cómo lo ves?

– Si tiene usted tiempo, adelante.

– Eres el que resuelve los problemas personales de Ramsey. Te ha utilizado durante años, te paga bien. Durante estos últimos días has estado muy ocupado: Jacksonville, Charlotte, Asheville. ¿Voy bien, Charlie? ¿Quieres que dé nombres?

– Puede decir lo que le dé la gana.

– Ahora Ramsey te ha hecho un nuevo encargo. -Hizo una pausa y al cabo añadió-: Yo. Y, a ver si lo adivino, ha de ser hoy. Tiene sentido, ya que ayer lo exprimí. ¿Te lo ha contado, Charlie?

Él no contestó.

– No, eso pensaba. Veamos, está haciendo planes que no te incluyen, pero no tengo la menor intención de acabar como los otros, por eso estamos hablando. Y, por cierto, si yo fuera tu enemiga, el servicio secreto estaría en tu puerta ahora mismo y mantendríamos esta charla en un lugar privado, solos tú y yo y alguien grande y fuerte.

– Eso ya lo había pensado.

– Sabía que serías razonable. Y para que entiendas que sé muy bien de lo que hablo, te diré que posees tres cuentas en paraísos fiscales, las que Ramsey utiliza para ingresarte el dinero. -Recitó los bancos y los números de cuenta, incluidas las contraseñas, dos de las cuales él había cambiado hacía tan sólo una semana-. En realidad ninguna de esas cuentas es privada, Charlie. Sólo hay que saber dónde y cómo buscar. Por desgracia para ti, puedo embargarlas en un abrir y cerrar de ojos. Pero, para que veas que tengo buena fe, no las he tocado.

Muy bien. Era con ella con quien tenía que negociar.

– ¿Qué quiere?

– Como te he dicho, Ramsey ha decidido que sobras. Ha cerrado un trato con un senador, y el trato no te incluye. Dado que, de todas formas, casi estás muerto, y teniendo en cuenta que careces de identidad, raíces y familia, ¿cuánto costaría hacerte desaparecer definitivamente? Nadie te echaría de menos. Muy triste, Charlie.

Pero cierto.

– Así que tengo una idea mejor -propuso ella.

Ramsey estaba ya muy cerca de su meta. Todo había salido según lo planeado. Sólo había un obstáculo: Diane McCoy.

Seguía sentado a la mesa, al lado un vaso de whisky con hielo. Pensó en lo que le había contado a Isabel Oberhauser. Sobre el submarino. Lo que había recuperado del NR-1A y todavía conservaba: el diario del comandante Forrest Malone.

A lo largo de los años había echado un vistazo de vez en cuando a esas páginas manuscritas, más por curiosidad malsana que por verdadero interés. Sin embargo, el diario constituía el recuerdo de un viaje que había cambiado profundamente su vida. No era un tipo sentimental, pero había momentos que merecía la pena recordar. Para él, uno de ellos llegó bajo el hielo antártico.

Cuando seguía a la foca.

En dirección ascendente.

Atravesó la superficie y sacó la linterna del agua. Se hallaba en una cueva de roca y hielo, de unos cien metros de largo y la mitad de ancho, débilmente iluminada y envuelta en un silencio gris y púrpura. Oyó ladrar a una foca a su derecha y vio que el animal se sumergía en el agua. Se puso la máscara en la frente, se quitó él regulador de la boca y saboreó el aire. Entonces lo vio: una torreta de un naranja brillante atrofiada, más pequeña de lo normal, su forma inconfundible.

El NR-1A.

¡Virgen santa!

Se dirigió hacia la embarcación.

Había servido a bordo del NR-1, lo que era uno de los motivos por los que había sido elegido para esa misión, de forma que conocía el revolucionario diseño del submarino. Alargado y estrecho, la vela en la parte delantera, cerca de la proa del casco, que tenía forma de cigarro puro. Una superestructura plana de fibra de vidrio montada sobre el casco permitía a la dotación recorrer él barco a lo largo. El casco contaba con pocas aberturas para poder sumergirse profundamente minimizando los riesgos.

Se acercó nadando y tocó el negro metal. No se oía nada, no se percibía movimiento alguno. Nada. Tan sólo el agua golpeando él casco.

Estaba cerca de la proa, de manera que avanzó por babor. Contra el casco descansaba una escalera de cuerda, la cual, como bien sabía él, se utilizaba para subir y bajar de los botes hinchables. Se preguntó para qué se habría empleado.

La agarró y dio un tirón.

Firme.

Se quitó las aletas y se las colgó de la muñeca izquierda. A continuación se afianzó la linterna al cinturón, asió la escalera y salió del agua. Una vez arriba se dejó caer en la cubierta para descansar y se despojó del cinturón de lastre y déla botella. Tras retirarse la fría agua del rostro, se mentalizó, cogió la linterna y, usando las aletas de la vela a modo de escalera, subió hasta lo alto de la torreta.

La escotilla principal estaba abierta.

Se estremeció. ¿Sería él frío? ¿O él hecho de pensar en lo que aguardaba abajo?

Descendió.

Al fondo de la escalera vio que habían levantado las planchas del piso. Alumbró allí donde sabía que se encontraban las baterías de la embarcación. Todo estaba carbonizado, lo que podía explicar qué había sucedido. Un incendio habría sido catastrófico. Se le pasó por la cabeza el reactor del submarino, pero, con todo oscuro como boca de lobo, por lo visto lo habían apagado.

Pasó por el compartimento de proa hasta la sala de mando. Las sillas estaban desocupadas; los instrumentos, a oscuras. Comprobó algunos circuitos: sin electricidad. Inspeccionó la sala de máquinas: nada. El compartimento del reactor se hallaba sumido en el silencio. Encontró el rincón del comandante, nada de camarote, el NR-1A era demasiado pequeño para tales lujos, tan sólo una litera y una mesa afianzada al mamparo. Vio el diario del comandante, lo abrió y lo ojeó hasta dar con lo último que había escrito.