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Rápidamente Rachel salió de cama, notando que era después del mediodía. ¡Con razón la casa estaba tan sofocante! Abrió las ventanas y encendió los ventiladores para expulsar el aire caliente de la casa antes de encender el airea acondicionado para enfriar la casa aun más. No lo usaba mucho, pero su paciente necesitaba ser refrescado.

Tenía que encargarse de él antes de hacer nada más. Disolvió dos aspirinas en una cucharadita de agua, luego delicadamente levantó su cabeza, intentando no sacudirle.

– Abre la boca – canturreó, como si fuera un bebé. – Tómate esto por mí. Luego te dejaré descansar.

Su cabeza descansaba pesadamente contra su hombro, sus pestañas negras todavía permanecían quietas sobre sus mejillas. Su pelo era grueso y sedoso bajo sus dedos, y caliente, haciéndola acordarse de su fiebre. Puso la cuchara contra su boca, advirtiendo la línea decidida de sus labios. La cuchara presionaba su labio inferior, abriéndolo apenas un poco.

– Vamos, adelante – le susurró. -Abre tu boca.

¿Cuántos los niveles de conciencia estaban allí? ¿Escuchó su voz? ¿Entendió las palabras? ¿O fue simplemente el tono bajo, tierno el que llegó hasta él? ¿Fue su contacto? ¿El perfume caliente, somnoliento de su carne? Algo le alcanzó. Él trató de volverse hacia ella, su cabeza entregándose a las caricias contra su hombro, y su boca abrió un poco. El corazón martilleaba en su pecho mientras le engatusaba para que tragarse, esperando que no se ahogase. Funcionó tan bien que logró darle tres cucharitas más de agua antes de que él volviera a la inconsciencia más profunda.

Mojó una toalla en agua fría, la dobló y se la colocó sobre la frente, luego retiró hacia atrás la sábana hasta que estuvo sobre sus caderas y empezó lavarle con una esponja con el agua fría. Despacio, casi mecánicamente, deslizó la tela mojada sobre su pecho y sus hombros y bajo sus poderosos brazos, luego por su abdomen delgado, duro, dónde el pelo en su pecho se estrechaba en una línea rala, sedosa. Rachel respiró profundamente, consciente del ligero estremecimiento de su cuerpo. Era hermoso. Nunca había visto a un hombre más hermoso.

No se había permitido pensar en eso la noche anterior, cuándo había sido más importante conseguir ayuda para él y atender sus heridas, pero se había percatado incluso entonces de cuán atractivo era. Sus rasgos eran regulares y bien formados, su nariz delgada y recta sobre la boca que ella apenas había tocado. Esa boca era firme y fuerte, con labio superior cincelado con precisión que sugería resolución y quizá hasta crueldad, mientras su labio inferior se curvaba con una sensualidad perturbadora. Su barbilla era cuadrada, su mandíbula firme y oscurecida con una incipiente barba de color negro. Su pelo era como gruesa seda negra, color carbón y sin ningún brillo azulado. Su piel estaba oscurecida por el bronceado, un intenso matiz de bronce oliváceo.

Era muy musculoso, sin tener el cuerpo de un culturista. Los músculos de él se debían al trabajo duro y el ejercicio físico, los músculos de un hombre que había sido adiestrado para ser fuerte y rápido. Rachel cogió una de sus manos, poniéndola en la cuna que formaban las suyas. Sus manos tenían dedos largos y sin grasa, la fuerza en ellas era evidente aunque él estuviera inconsciente. Sus uñas eran cortas y bien cuidadas. Tocó ligeramente los callos que había en sus manos y en la punta de los dedos; y sintió algo más, bien: la dureza de su mano en el filo de esta. Su respiración se acelero y un escalofrío de precaución corrió a lo largo de su columna nuevamente. Poniendo la mano de él contra su mejilla, estiró la mano tentativamente y tocó la cicatriz que tenía en el vientre liso, una línea curvada, casi plateada que estaba enrojecida contra su oscuro bronceado. Cruzaba su vientre y el lado derecho, curvándose hacía abajo hasta que no se veía. Esa no era una cicatriz por una operación. Sintió frío, viendo el resultado de una feroz lucha cuchillos. Él debía haberse apartado rápidamente del cuchillo, sin poder evitar que cortase parte de su costado y espalda.

Un hombre con una cicatriz como ésa, y con esa clase de callos en las manos, no era un hombre normal ni con un trabajo normal. Ningún hombre normal podría haber nadado hasta la costa con las heridas que tenía; eso requería una determinación y fuerza increíbles. ¿Desde dónde había nadado? No había podido ver ninguna luz en el mar, recordó. Miró su rostro duro, delgado y tembló al pensar en la mente fuerte que se escondía tras sus parpados cerrados. A pesar de toda su fuerza, ahora él estaba indefenso; su supervivencia dependía de ella. Había tomado la decisión de esconderle, de modo que dependería de ella hacer de enfermera y protegerle lo mejor que pudiera. Su instinto le decía que había tomado la decisión correcta, pero el nerviosismo no la abandonaría hasta que contase con algunos hechos sólidos que confirmasen su intuición.

La aspirina y el baño con esponja habían bajado la fiebre, y parecía estar profundamente dormido, sin embargo se preguntó como diferenciar el sueño de la inconsciencia. Honey había prometido que volvería otra vez ese día y lo vería, asegurándose de que la conmoción cerebral no fuese más grave de lo que creía. Rachel no podía hacer nada más, excepto sus tareas habituales.

Se cepilló los dientes y se peinó, luego se puso unos pantalones de color caqui y una camisa blanca de algodón sin mangas. Comenzó a cambiarse en su dormitorio, como hacía normalmente, después miró rápidamente al hombre que dormía en su cama. Con un sentimiento tonto, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Hacía cinco años que B.B. había muerto, y no estaba acostumbrada a tener un hombre cera, menos a un desconocido.

Cerró las ventanas y cambió la dirección del aire acondicionado, después salió fuera. El pato Ebenezer y su banda de tambaleantes seguidores se acercaron rápidamente a ella, con Ebenezer graznando su desagrado por haber tenido que esperar tanto por el trigo que ella le daba siempre a primera hora de la mañana. Ebenezer era el ganso más gruñón que había existido, estaba segura, pero había cierta majestuosidad en él, tan grande y blanco, y a ella le gustaban sus excentricidades. Joe vino desde la esquina trasera de la casa y espero observando como daba de comer a los gansos, dejando distancia entre ellos como siempre hacía. Rachel vertió la comida de Joe en su plato y llenó su cuenco con agua dulce, después se aparto. Él nunca se acercaría mientras ella estuviera cerca de su comida.

Recogió los tomates maduros de su pequeño huerto y comprobó las plantas de las judías; las judías verdes necesitaban otro día más o menos antes de cosecharlas. Para entonces su estómago decía con voz cavernosa que tenía hambre, y se dio cuenta de que habían pasado horas desde la hora en la que solía desayunar. Todo su horario se había ido por los suelos, y no parecía tener muchos deseos de recuperarlo. ¿Cómo se podría concentrar para escribir cuando todos sus sentidos estaban pendientes del hombre que estaba en su dormitorio?

Entró en la casa a ver cómo estaba, pero él no se había movido. Volvió a mojar la toalla y la puso sobre su frente, después presto atención a los gruñidos de su estómago. Hacía tanta calor que cualquier cosa que fuese cocinada parecía un alimento demasiado pesado, de modo que se decidió por un bocadillo de fiambre con uno de los tomates frescos que había recogido cortado en rebanadas. Con un vaso de té helado en una mano y su bocadillo en la otra, encendió la radio y se sentó al lado de ella para escuchar las noticias. Allí no había nada extraño: las maniobras políticas normales, tanto locales como nacionales; una casa había salido ardiendo; una prueba de interés local, seguida por el clima, que prometía más de lo mismo. Nada que ofreciese una débil luz para explicar la presencia y el estado del hombre que había en su dormitorio.