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Su respuesta, nerviosa como había sido, le dio esperanzas de que pronto despertaría, pero esa esperanza murió durante esa larga noche. Su fiebre subía en intervalos hasta que ella le dio más aspirinas y logró tenerla bajo control de nuevo. Sólo pudo descansar durante breves intervalos, porque pasó la mayor parte de la noche pendiente de él, lavándolo con una tela mojada en agua fría para mantenerle tan calmado como podía, y haciendo todo aquello que era necesario cuando había un paciente postrado en una cama.

Hacia el amanecer él volvió a gemir e intentó cambiar de posición. Imaginando que los músculos le debían doler después de estar tanto tiempo en la misma posición, Rachel le ayudó a ponerse sobre su costado sano, después aprovechó la nueva posición en la que estaba y le limpió la espalda con agua fría. Él se tranquilizo casi de inmediato, su respiración se volvió profunda y constante. Con los ojos ardiéndole y los músculos doloridos, Rachel siguió frotándole la espalda hasta que estuvo segura de que él descansaba por fin, luego avanzó a rastras hasta la cama. Estaba tan cansada. Fijó la mirada en la musculosa espalda de él, preguntándose si podría dormir y como lograría estar despierta durante un momento más. Debido al cansancio sus párpados descendieron e inmediatamente se durmió, el instinto llevándola a acercarse más a esa espalda ardiente.

Aún era pronto cuando se despertó; al mirar el reloj vio que había dormido unas dos horas. Él volvía a estar boca arriba, y había vuelto a patear las sábanas hasta que estar quedaron enredadas alrededor de su pierna izquierda. Molesta por no haberse despertado por sus movimientos, Rachel salió de cama y la rodeó para enderezar la sábana y taparlo, intentando no moverle la pierna izquierda. Su mirada vago sobre su cuerpo desnudo y rápidamente la aparto, sonrojándose otra vez. ¿Qué estaba mal en ella? Sabía qué los hombres desnudos se parecían, y no era como si fuera la primera vez que había visto uno. Lo había cuidado durante casi dos días; lo había bañado y había ayudado a coserle las heridas. Pero aun así, no podía evitar la sensación de bienestar que la inundaba cada vez que lo miraba.

– Es simple lujuria-, se dijo a si misma firmemente. -Simple y normal lujuria. Soy una mujer normal, y él es un hombre guapo. ¡Es normal que admire su cuerpo, así que tengo que dejar de actuar como una adolescente!

Subió la sábana hasta su pecho, después lo persuadió con ruegos de que se tomara la aspirina. ¿Por qué no se había despertado aún? ¿La contusión era más fuerte de lo que Honey había pensado? Pero su estado no parecía empeorar, y de hecho estaba más receptivo que antes; era más fácil lograr que se tomase las aspirinas y los líquidos, pero ella quería que abriese los ojos, que le hablase. Hasta ese momento no podría estar segura de que su decisión de mantenerle oculto no le hubiera perjudicado.

¿Escondido de quien? – repuso su subconsciente. Nadie le había estado buscando. En la brillante y despejada mañana sus temores parecían tontos.

Mientras él permanecía tranquilo, alimentó a los animales y trabajó en el huerto, recogiendo las judías verdes y los pocos tomates que habían madurado de la noche a la mañana. Había algunos calabacines listos para ser recogidos, y decidió hacer una cacerola de puré para cena. Quitó las malas hierbas del huerto y de alrededor de los arbustos, y para cuando terminó, el calor se había vuelto sofocante. A pesar de la brisa normal del Golfo, el aire era caliente y pesado. Pensó con anhelo en nadar, pero no se atrevía a dejar a su paciente solo durante tanto tiempo.

Cuando volvió a ver como estaba, encontró que la sábana estaba otra vez abajo, y movía un poco su cabeza de un lado para otro con impaciencia. Aún no podía darle más aspirina, pero estaba ardiendo; cogió un tazón lleno de agua fría y se sentó a su lado, lavándolo lentamente con la esponja mojada en agua fría hasta que se enfrío y volvió a adormecerse. Cuando se levantó de la cama lo recorrió con la mirada y se preguntó si estaría perdiendo el tiempo si lo volvía a tapar. Simplemente hacía demasiada calor para él, con fiebre que tenía, aunque tenía el aire acondicionado puesto y la casa estuviera fría para ella. Cuidadosamente desenredó la sábana de alrededor de sus pies, su toque ligero y fugaz; luego hizo una pausa y sus manos regresaron a sus pies. Él tenía pies bonitos, dedos largos y atezados, eran masculinos y bien cuidados, como sus manos. También tenía los mismos callos en los pies que tenía en las manos. Había sido adiestrado como soldado.

Mientras subía la sábana hasta su cintura ardientes lágrimas se acumularon en sus ojos. No tenía razones para llorar. Él había escogido ese tipo de vida y no apreciaría su simpatía. Las personas que vivían al borde del peligro lo hacían porque así lo deseaban: ella había vivido allí, y sabía que había preferido aceptar libremente los peligros que eso acarreaba. B.B. había aceptado el peligro de su trabajo, contar lo que ocurría a pesar del riesgo pues creía que merecía la pena hacerlo. Lo que ninguno de los dos había pensado es que eso le costaría la vida.

Cuando Honey llegó esa noche, hacía mucho que Rachel se había controlado, y una cacerola al fuego saludó al olfato de Honey cuando llegó a la puera.

– Umm, eso huele bien -olfateo-. ¿Cómo está nuestro paciente?

Rachel negó con la cabeza.

– No ha habido mucho cambio. Está un poco más consciente, nervioso, cuando la fiebre sube, pero todavía no se ha despertado.

Justamente hacía poco que había vuelto a subirle bruscamente la sábana, de modo que estaba tapado cuando Honey entró a ver como estaba.

– Está bien -dijo Honey después de mirarle las heridas y los ojos-. Déjalo dormir. Es precisamente lo que necesita.

– Eso ha hecho durante demasiado tiempo -se quejó Rachel.

– Ha pasado por mucho. El cuerpo tiene una forma especial de conseguir y tener lo que necesita.

No fue necesaria mucha persuasión para que Honey se quedara a cenar. La cacerola, los guisantes frescos y los tomates cortados en rodajas fueron por si solos suficientemente convincentes.

– Esto es mucho mejor que la hamburguesa que había pensado comer -dijo Honey, moviendo su tenedor para dar énfasis a sus palabras-. Creo que nuestro chico está fuera de peligro, de modo que no vendré mañana, pero si vuelves a cocinar es posible que cambie de idea.

Era estupendo reír después de los nervios de los dos últimos días. Los ojos de Rachel centellearon.

– Ésta es la primera vez que cocino desde que empezó el calor. He estado viviendo de frutas, cereales y ensalada, cualquier cosa para no tener que encender el fuego. Aunque desde que comencé a usar el aire acondicionado esta noche, no parecía tan malo cocinar.

Después de recoger la cocina Honey comprobó la hora en su reloj.

– No es muy tarde. Creo que pasaré a visitar a Rafferty y veré como está una de sus yeguas que está a punto de parir. Puede que así evite tener que volver cuando llegue a casa. Gracias por la comida.

– Cuando quieras. No sé lo que habría hecho sin ti.

Honey la miro por un momento, su cara llena de pecas seria.

– Te las habrías ingeniado. Eres de esas personas que hacen lo que deben hacer, sin quejarse por ello. El tipo que está dentro tiene una gran deuda contigo.

Rachel no sabía si él lo vería de esa forma o no. Cuando salió del cuarto de baño lo observó fijamente, deseando que abriese los ojos y hablase con ella, para tener algún indicio de que tipo de persona se escondía tras esos ojos cerrados. Cada hora que había pasado había hecho que el misterio que lo envolvía aumentase. ¿Quién era? ¿Quién le había disparado, y por qué? ¿Por qué no había salido nada sobre él en las noticias? Un bote abandonado en el Golfo o llevado hasta la tierra habría salido en las noticias. Se habría informado en las noticias sobre una persona desaparecida. Un camello, alguien que hubiese escapado de la cárcel, cualquier cosa, pero no se había dicho nada que pudiera explicar porque él había llegado con la marea.