Capítulo Cinco
Los sueños eran aún tan vividos que le llevó varios minutos percatarse de que estaba despierto, pero la conciencia no trajo la comprensión. Permaneció acostado en silencio, mirando a su alrededor el cuarto fresco, poco familiar y tanteando su mente a la búsqueda de cualquier recuerdo que le indicara qué estaba ocurriendo y dónde se encontraba él. No parecía haber ninguna conexión entre sus últimos recuerdos y ese cuarto silencioso. ¿Pero eran estos recuerdos, o sueños? Había soñado con una mujer, una mujer caliente y flexible, con unos ojos tan grises y claros como un lago de una región montañosa bajo un cielo nublado, sus manos tiernas cuando lo acariciaban, su pecho aterciopelado que se hinchó contra las palmas de sus manos cuando él la tocó. Sus dedos avanzaron apartando las sábanas; el sueño era tan real que casi deseaba sentirla bajo sus manos
Aunque, eso era solamente un sueño y él debía ocuparse de la realidad. Se quedó acostado hasta que ciertos recuerdos comenzaron a volver, y supo que no eran sueños. El ataque a su barco; el trayecto a nado interminable, atormentador a oscuras, impulsado sólo por la incapacidad de darse por vencido. Luego, después de eso… nada. Ni tan siquiera una luz tenue iluminaba lo que había sucedido.
¿Dónde estaba? ¿Había sido capturado? Ellos darían casi cualquier cosa, arriesgarían casi cualquier cosa, con tal de llevarle vivo.
Se movió con precaución, notando en la boca el desagrado por la cantidad de esfuerzo que gastó en ello. Le dolía el hombro y el muslo izquierdo, y tenía un dolor de cabeza sordo, pero tanto su pierna como su brazo obedecieron la orden mental de moverse. Usando torpemente la mano derecha, echó hacia atrás la sábana y luchó por sentarse. Le atacó un mareo, pero se agarró a un lado de la cama hasta que pasó, después volvió a hacer una lista. Un vendaje blanco envolvía su muslo, espesamente acolchado sobre las heridas. El mismo tratamiento había recibido su hombro; la gasa había estado envuelta alrededor de éste, luego la habían pasado alrededor de su pecho. Estaba completamente desnudo, pero esto no lo molestaba. Su primera prioridad era moverse; la segunda era enterarse de donde diablos se encontraba.
Se levantó, el músculo herido en su muslo estremeciéndose por el esfuerzo del movimiento. Se tambaleó, pero no se cayó, solamente se quedó allí de pie hasta que el cuarto dejo de girar y su pierna se volvió estable bajo él. A pesar del frescor que hacía en la habitación una capa de sudor comenzó a formarse en su cuerpo.
No había ningún ruido salvo por el zumbido suave del ventilador del techo sobre la cama y el distante sonido mecánico de un aparato de aire acondicionado. Escuchó atentamente, pero no pudo detectar nada más. Conservando su mano derecha sujetada contra la cama, dio un paso hacia la ventana, apretando los dientes por el dolor abrasador de su pierna. Las tradicionales contraventanas cerradas atrajeron su atención. Alcanzando la ventana, usó un dedo para levantar una tablilla y mirar con atención a través de la grieta. Un patio, una huerta. Nada en particular, excepto que no había nada a la vista, ya fuera, humano o animal.
Había una puerta abierta delante de él, revelando un cuarto de baño. Despacio se acercó a la puerta, sus ojos oscuros tomando nota de los artículos que había en la habitación. Laca, lociones, cosméticos. El cuarto de baño de una mujer, entonces, ¿quizá era la mujer pelirroja que había estado en el otro barco? Todo estaba limpio, impecablemente limpio, y había cierto lujo tanto en el baño como en el dormitorio, como si todo hubiera sido escogido para que estuviese lo más cómodo posible dejando aparte el hecho simple de que estaba desnudo. La siguiente puerta era la de un armario. Movió las perchas y comprobó la talla de la ropa. Otra vez, todo era para una mujer, o un hombre pequeño, muy delgado de sexualidad indecisa. Las ropas eran notablemente harapientas para lo sofisticadamente vestida que la había visto. ¿Un disfraz?
Cautelosamente abrió la puerta de al lado ligeramente, mirando por la pequeña rendija para asegurarse de que no había nadie fuera. El vestíbulo pequeño estaba vacío, al igual que el cuarto que había más lejos de él. Abrió más la puerta, balanceándose con una mano contra el marco. Nada. Nadie. Estaba solo, y eso tenía después de todo, poco sentido.
Maldita sea, estaba débil, y tan sediento que parecía que los fuegos del infierno se encontraban en su garganta. Cojeando, a veces tambaleándose, se abrió paso a través de la sala de estar vacía. Una alcoba pequeña, iluminada por el sol estaba después, y el sol deslumbrante que entraba a través de las ventanas lo hizo parpadear cuando sus ojos se ajustaron al repentino exceso de luz. Después había una cocina, pequeña y soleada y sumamente moderna. Un imponente conjunto de verduras coloridas y frescas estaban sobre un poyete, y había un cuenco con fruta fresca sobre la mesa del centro.
Sentía la boca y la garganta revestidas de algodón. Anduvo tambaleándose hasta el fregadero, después abrió los armarios hasta dar con los vasos. Abrió el grifo del agua, llenó un vaso y bebió, vertiendo el agua en su boca con tanta sed que parte de ésta se derramó por su pecho. Con esa primera y terrible urgencia satisfecha, bebió otro vaso de agua y esta vez consiguió que toda llegase a su boca.
¿Cuánto tiempo había estado allí? Lo ponían furioso las lagunas mentales que tenía. Era vulnerable, inseguro sobre el lugar donde se encontraba o lo que había sucedido, y la vulnerabilidad era una cosa que él no podía permitirse. Pero también se moría de hambre. El cuenco con la fruta fresca lo llamaba, y se tragó de un golpe un plátano, después media manzana. Abruptamente se encontró demasiado lleno para comer otro solo mordisco, de modo que lanzo tanto la piel del plátano como la manzana medio comida al cubo de la basura.
De acuerdo, podía desenvolverse bien. Lentamente, pero no estaba indefenso. Su siguiente prioridad era alguna forma de defenderse. El arma que había más disponible era un cuchillo, y examinó los cuchillos de cocina antes de escoger el que tenía la cuchilla más afilada, más firme. Con éste en su mano él comenzó una búsqueda lenta, metódica de la casa, pero no había otras armas de ningún tipo para ser encontradas.
Las puertas que daban a la calle tenían cerrojos muy firmes. No eran elaborados, pero era condenadamente seguro que cualquiera que quisiera forzar la puerta lo haría despacio. Él los miró, intentando recordar si alguna vez en su vida había visto unos cerrojos parecidos a esos, y decidió que no los había visto. Tenían la llave echada, ¿pero que sentido tenía poner los cerrojos por dentro, donde él los podía alcanzar? Movió uno de los cerrojos, y se abrió con un movimiento facilísimo, casi silenciosamente. Cautelosamente trato de alcanzar el pomo y abrió un poco la puerta, volviendo a mirar por la grieta para ver si había alguien fuera. La puerta era pesada, también para ser una puerta normal. La abrió un poco más, recorriendo con los dedos el borde. Acero reforzado, adivino él.
Era una prisión pequeña y cómoda, pero los cerrojos estaban en el lado equivocado de las puertas, y no había guardas.
Abrió completamente la puerta, mirando a través de la tela metálica a un patio pequeño y limpio, un bosque de altos pinos y una bandada de gansos gordos, blancos y grises que buscaban insectos en la hierba. El calor que traspasaba la tela metálica era espeso y pesado, golpeándolo. Un perro apareció como por ensalmo de debajo de un arbusto, poniéndose encima del porche de un salto y clavando los ojos en él sin parpadear echando hacía atrás sus orejas y desnudando los colmillos.
Desapasionadamente él examinó al perro, examinando sus opciones. Un perro adiestrado para atacar, un pastor alemán, de ochenta o noventa libras. En su condición debilitada no tenía ninguna oportunidad contra un perro como ése, incluso con un cuchillo en su mano. Después de todo, estaba preso de una forma increíble.