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Su pierna apenas soportaba su peso. Estaba desnudo, débil, y no sabía donde se encontraba. Las probabilidades no estaban a su favor, pero estaba vivo y lleno de una furia fría, controlada. Ahora él también tenía la ventaja de la sorpresa, porque quienquiera que le había traído aquí no esperaría que estuviera en pie y armado. Cerró la puerta de nuevo, después observó al perro a través de la ventana hasta que éste dejó el porche y volvió a su posición bajo el arbusto.

Tenía que esperar.

Una enorme nube negra, surgía amenazadoramente en el cielo cuando Rachel accedió al camino que conducía a su casa. La miró, preguntándose si descargaría su carga de agua en alta mar o la aguantaría hasta estar sobre tierra. La lluvia sería torrencial, y la temperatura descendería mucho, salvo que tan pronto como la nube hubiese pasado el calor volvería a ascender, y la lluvia se evaporaría en una nube sofocante de vapor. El pato Ebenezer y su bandada se dispersaron, graznando irritados, cuando bajó con el coche hasta donde ellos habían estado picoteando la hierba perezosamente. Joe levantó su cabeza para mirarla, luego la agachó. Todo estaba tranquilo, tal como había estado cuando se había marchado. Sólo después sintió una ligera constricción apremiante en el pecho.

Sacó la bolsa del maletero, ignorante de los ojos negros y afilados que la seguían en cada movimiento. Quedándose con la bolsa en un brazo y las llaves en la otra mano, subió los escalones hasta el porche, se detuvo para apartar sus gafas de sol de sus ojos poniéndolas sobre su cabeza, luego sujetó la puerta de tela metálica abierta con la cadera mientras quitaba la llave y la empujaba. El frescor que provocaba el aire acondicionado era un contraste tan drástico con el calor abrasador de afuera que se le puso piel de gallina, y tembló. Tomando aire profundamente, dejó caer su bolso y la bolsa en una de los sillas y fue a ver cómo estaba su paciente.

En el momento en que tocó el pomo de la puerta un brazo duro rodeó su garganta y fue empujada hacía atrás con fuerza, su cuello arqueándose de forma poco natural. Un cuchillo reluciente estaba siendo sujetado delante de su cara. Estaba demasiado aturdida para reaccionar, pero ahora un puro terror la inundó cuando fijó su mirada en el cuchillo. ¿Cómo habían llegado ellos? ¿Lo habían matado ya? La angustia que se alzó sobre ella era descabellada y feroz, consumiéndola.

– No pelees y no te lastimaré -dijo una profunda voz en su oído-. Quiero algunas respuestas, pero no correré riesgos. Si haces un movimiento… -no terminó la frase, salvo que no hacía falta. Que tranquila era su voz, tan calmada y desapasionada como una piedra. Hizo que su sangre se congelase.

El brazo que la estrangulaba bajó de su barbilla, y ella automáticamente levantó ambas manos, agarrándolo. El cuchillo se acercó más amenazadoramente.

– No hagas eso -susurró él, su boca cerca de su oído, el cuerpo de ella se acercó al de él en un intento de poner distancia entre si misma y esa cuchilla brillante. Notó cada detalle de su cuerpo, y repentinamente sus aturdidos sentidos le dijeron que era lo que sentía. ¡Estaba desnudo! Y si estaba desnudo, entonces tenía que ser…

El alivio tan definido, agudo, tan doloroso a su propio modo como el miedo y la angustia lo habían sido, hizo que sus músculos repentinamente temblaran cuando la tensión los abandonó. Sus manos descansaron sobre su antebrazo.

– Eso está mejor -gruño la voz-. ¿Quién eres?

– Rachel Jones -dijo ella, su voz jadeante por la presión que él ejercía contra su cuello.

– ¿Dónde estoy?

– En mi casa. Te saque del mar y te traje aquí -lo podía notar tambaleándose, sin embargo estaba débil. Su fuerza era asombrosa dadas las circunstancias, pero había estado muy enfermo, y su fuerza debía estar disminuyendo-. Por favor -susurró ella-. Deberías estar acostado.

Esa era la verdad, pensó Sabin desagradablemente. Estaba exhausto, como si hubiera corrido una maratón; sentía que sus piernas se doblarían de un momento a otro. No la conocía, y no podía confiar en ella; tan solo tenía esa oportunidad, y una suposición equivocada podía costarle la vida, pero no tenia muchas elecciones. ¡Diablos, estaba débil! Lentamente relajó el brazo derecho que tenía contra su garganta y dejó que el izquierdo, único agarre del cuchillo, cayese contra su costado. Le latía el hombro, y dudó de que fuera capaz de volver a levantar el brazo.

En lugar de apartarse de él tambaleándose, ella se giró cautelosamente, como si esperara asustada otro ataque, y puso su hombro bajo su brazo derecho, mientras con los brazos lo rodeaba y lo sujetaba.

– Apóyate en mi antes de que te caigas -dijo, su voz seguía un poco jadeante-. Estarás hecho un desastre si has roto los puntos.

Él no tenía muchas opciones salvo para pasar su brazo sobre sus hombros delgados y apoyarse pesadamente contra ella. Si no se sentaba pronto iba a caerse, y lo sabía. Lentamente ella le ayudó a entrar en el dormitorio, sujetándolo cuando él se tambaleó justo al borde de la cama, después sujetando su cabeza con su brazo izquierdo mientras lo ponía en una posición cómoda y con la otra mano arreglaba la almohada. Sabin hizo una respiración profunda, sus sentidos reaccionando automáticamente por el olor de ella de mujer ardiente y su blando pecho contra su cara. Sólo tenía que girar la cabeza para presionar con su boca un pezón, y la imagen llameó en él con una urgencia curiosa.

Respondió a ese pensamiento cerrando los ojos, respirando rápidamente por el cansancio excesivo, mientras ella ponía sus piernas sobre la cama y subía la sábana hasta su cintura.

– Ya está -dijo ella suavemente-. Ahora puedes descansar.

Acarició su mano sobre su pecho, como había hecho muchas veces en los pasados pocos días, una acción que se había vuelto automática porque parecía calmarle. Él estaba mucho más fresco; la fiebre al fin lo había abandonado. Aún tenía el cuchillo en la mano izquierda, y ella fue hasta él, pero sus dedos se apretaron cuando lo tocó, y sus ojos se abrieron repentinamente, sus ojos negros con una mirada fija y feroz.

Rachel dejó en su mano el cuchillo, su mirada chocando levemente contra la suya.

– ¿Por qué lo necesitas -preguntó ella-. Si hubiera deseado hacerte cualquier daño he tenido un montón de oportunidades para hacerlo antes de ahora.

En ese momento sus ojos eran completamente grises, sin ningún resquicio de azul. Eran casi como carbones de color, calientes, y con una claridad tan absoluta que parecían insondables. Él sintió una sacudida de reconocimiento. Los ojos, y la mujer, habían estado en sus recientes sueños con un erotismo tan tierno que hizo que se le entrecortase la respiración. ¿Pero… eran sueños? La mujer no era un sueño. Era real, de carne y hueso, y sus manos se había movido sobre él con una facilidad familiar. No actuaba como un guardián, pero no podía permitirse el lujo de tomar esa opción. Si renunciaba ahora al cuchillo podía ser que no lo volviese a conseguir.

– Lo conservaré -dijo él.

Rachel vaciló, preguntándose si debería agilizar el asunto, pero algo en su tono calmada, lacónico, la hizo decidir que no debía obligarlo. Si bien estaba débil y apenas podía permanecer de pie, había algo en él que le decía que no aceptaría ser obligado. Era un hombre peligroso, este desconocido que había pasado la noche en su cama. Apartó su mano de la de él.

– Bien. ¿Tienes hambre?

– No. Comí un plátano y una manzana.

– ¿Cuánto tiempo has estado despierto?

No había mirado un reloj, pero no necesitaba de un reloj para saber el tiempo que había pasado.

– Casi una hora.

Su mirada fija no se había apartado de ella. Rachel sintió como si él pudiera ver a través de ella, como si investigara su mente.

– Te has despertado otras veces, pero aún tenías fiebre y hablabas tonterías.