– Necesito ayuda con la camiseta.
No lo había oído acercarse, y se dio la vuelta, sobresaltándose tanto por su cercanía como por lo que había dicho. Estaba de pie justamente detrás de ella, con los vaqueros negros puestos y sujetando una camiseta de algodón en la mano. Su pecho llenó sus ojos, músculos fuertes tensos cubiertos de pelo negro rizado, y el vendaje envuelto alrededor de su hombro izquierdo. ¿Cuánto tiempo había luchado con la camiseta antes de admitir que no se la podía poner él solo? La sorprendió que simplemente no la hubiera cambiado por la camisa de botones, de modo que no necesitase pedirle ayuda.
– Siéntate para que pueda llegar mejor -le dijo, cogiéndole la camiseta de la mano. Él se agarró de la esquina de uno de los armarios de la encimera para poder caminar cojeando hasta la mesa del comedor y se sentó aliviado en una de las sillas. Rachel subió cuidadosamente la camiseta por su brazo, manteniendo la mirada concentrada mientras intentaba no tocarle el hombro. Cuando la tuvo en su sitio dijo-: Ponte la otra manga mientras protejo tu hombro.
Sin hablar él hizo lo que le había dicho, y a la vez tiraron de la camiseta sobre su cabeza. Rachel la colocó en su sitio, como una madre haría con su hijo, pero el hombre que permanecía sentado inmóvil bajo sus cuidados no era un niño en ningún sentido que pudiese imaginar. No se demoró en la tarea, bien consciente de la aversión que él tenía a pedir ayuda. Rápidamente sacó el pan del horno y lo puso en la cesta para el pan forrada con una servilleta, luego colocó la cesta en la mesa y cogió su silla.
– ¿Eres diestro o zurdo? -preguntó sin mirarle, aunque podía sentir la energía ardiente de su mirada fija cuando respondió:
– Ambidextro. ¿Por qué?
– Te sería difícil manejar la cuchara si fueras zurdo -contestó, señalando con la cabeza el estofado-. ¿Quieres pan?
– Por favor.
Era muy bueno en frases de una palabra, pensó mientras ponía pan en su plato. Realmente no había pensado en preguntarle si podría manejar la cuchilla, porque su cara recién afeitada le decía que evidentemente podía. Comieron en silencio durante un rato, y él realmente hizo justicia del estofado. No había esperado que su apetito fuera tan bueno al comienzo de su recuperación.
El plato estaba casi vacío cuando dejó la cuchara en la mesa y la inmovilizó con el fuego de ébano de sus ojos.
– Dime qué ha pasado.
Era una orden que Rachel no podía responder. Cuidadosamente dejó la cuchara en la mesa.
– Creo que es mi turno de hacer unas cuantas preguntas. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
No le gustaba que le hiciera preguntas. Ella sintió su desagrado, aunque su expresión no cambio. La vacilación duró durante apenas un segundo, pero ella la notó y tuvo la impresión inmediata de que no iba a contestar. Luego él habló arrastrando las palabras:
– Llámame Joe.
– No puedo hacer eso -contesto ella-. Joe es como llamo al perro, porque él tampoco me dirá su nombre. Inventa otro.
Llevada por la oleada de tensión que había en el aire comenzó a recoger la mesa, moviéndose rápidamente y de forma automática. Él la observó durante un momento, luego dijo quedamente:
– Siéntate.
Rachel no se detuvo.
– ¿Por qué? ¿Tengo que sentarme a escuchar más mentiras?
– Rachel, siéntate -no subió la voz, no cambio la inflexión tranquila y seca de su tono, pero de repente era una orden. Clavó los ojos en él durante un momento, después alzó la barbilla y regresó a su silla. Cuando ella simplemente esperó en silencio, mirándolo, él soltó un pequeño suspiro.
– Aprecio tu ayuda, pero cuanto menos sepas, mejor para ti.
Rachel siempre había odiado que alguien supusiera que sabía qué era lo mejor para ella y qué no lo era.
– Ya veo. ¿No debí notar que tenías dos balas en tu cuerpo, cuanto te saque de entre las olas? ¿Debí girar mi cara cuando llegaron dos hombres buscándote que se hacían pasar por agentes del F.B.I, y simplemente que a tu vez los buscaras tú? ¿Debí ponerme sobre aviso cuando tu pusiste un cuchillo contra mi cuello esta mañana? ¡Tengo curiosidad, lo admito! ¡Te he cuidado durante cuatro días, y en verdad me gustaría saber tu nombre, si no es preguntar demasiado!
Una recta ceja negra se alzo a causa de su tono sarcástico.
– Podría ser.
– De acuerdo, ni lo pienses. Juega tus pequeños juegos. No contestas a mis preguntas y yo no contesto a las tuyas. ¿Trato hecho?
La observó durante un rato más, y Rachel mantuvo su mirada fija, sin ceder ni un centímetro.
– Mi nombre es Sabin -dijo finalmente, las palabras pronunciadas lentamente como si no quisiera dejarles salir, como si envidiase cada sílaba.
Ella moduló el sonido del nombre, su mente seguía pensando en cómo sonaba y en qué forma.
– ¿Y el resto?
– ¿Es importante eso?
– No. Pero de todos modos, me gustaría saber.
Él hizo una pausa de una fracción de segundo.
– Kell Sabin.
Le tendió la mano.
– Encantada de conocerte, Kell Sabin.
Lentamente él tomó su mano, su palma callosa deslizándose contra la de ella y sus dedos duros, calientes cerrándose alrededor de su mano.
– Gracias por haber cuidado de mi. ¿He estado aquí durante cuatro días?
– Éste es el cuarto día.
– Cuéntame que ha pasado.
Era un hombre acostumbrado a dar órdenes; en vez de pedir, ordenaba, y estaba claro que esperaba que sus órdenes fueran obedecidas. Rachel retiró su mano de la de él, incómoda por su toque caliente y la estremecedora forma en que la afectaba. Entrelazando los dedos para mitigar el cosquilleo que sentía en ellos, apoyó las manos sobre la mesa.
– Te saqué del agua y te traje aquí. Creo que te golpeaste la frente contra una de las rocas que hay alrededor de la boca de la bahía. Tenías una contusión y estabas en estado de shock. La bala seguía en tu hombro.
Él frunció el entrecejo.
– Lo sé. ¿La sacaste tú?
– Yo no. Llamé al veterinario.
Por lo menos algo era capaz de sobresaltarlo, aunque la expresión desapareció rápidamente.
– ¿Un veterinario?
– Tenía que hacer algo, y un doctor tiene que avisar de cualquier herida de bala.
Él la miro atentamente.
– ¿No querías que avisara?
– Creía que tu no querrías que lo hiciera.
– Pensaste bien. ¿Qué sucedió después?
– Me encargué de ti. Estuviste inconsciente durante dos días. Después comenzaste a despertarte, pero la fiebre te hacía desvariar. No sabías que pasaba.
– ¿Y los agentes del F.B.I.?
– No eran del F.B.I., lo comprobé.
– ¿Qué apariencia tenían?
Rachel comenzó a sentirse como si estuviera siendo interrogada.
– El que dijo llamarse Lowell es delgado, oscuro, mide aproximadamente un metro setenta, alrededor de los cuarenta. El otro, Ellis, es alto, guapo con una sonrisa de anuncio de dentífrico, color de pelo castaño arenoso, ojos azules.
– Ellis -dijo él, como para sí mismo.
– Me hice la tonta. Pareció lo más seguro hasta que despertases. ¿Son amigos tuyos?
– No.
El silencio cayó entre ellos. Rachel estudió sus manos, esperando otra pregunta. Cuando no se le hizo ninguna, probó a hacer una de las suyas.
– ¿Debería llamar a la policía?
– Habría sido más seguro para ti que lo hubieras hecho.
– Fue un riesgo calculado. Creí que las probabilidades estaban más a mi favor que al tuyo -Ella aspiró profundamente-. Soy una civil, pero solía ser reportera grafica. Vi algunas cosas en esos días que no tenían ningún sentido, e investigue un poco, encontré que algunas cosas había que dejarlas antes de escarbar demasiado. Podrías ser un camello o un preso fugado, pero no hubo ningún indicio de nada similar en el escáner. También podías ser un agente. Te habían disparado dos veces. Estabas inconsciente y no te podías proteger ni me podías decir nada. Si… algunas personas… te estaban dando caza, entonces no habrías tenido ninguna oportunidad en un hospital.