Sus pestañas habían caído, ocultando su expresión.
– Realmente tienes imaginación.
– Sí -estuvo de acuerdo suavemente.
Él se reclinó en su silla, sobresaltándose un poco cuando movió su hombro izquierdo.
– ¿Quién más sabe que estoy aquí, aparte del veterinario?
– Nadie.
– ¿Entonces cómo me trajiste hasta aquí arriba? ¿Te ayudó el veterinario? No eres Superwoman.
– Te puse sobre una colcha y te arrastré hasta aquí, con la ayuda del perro. Quizás pensó que era un juego -sus ojos grises se oscurecieron cuando pensó en el esfuerzo hercúleo que había hecho para meterlo en la casa-. Cuando llegó Honey, te subimos a la cama.
– ¿Honey?
– La veterinario. Honey Mayfield.
Sabin observó su cara tranquila, admirándose por lo que ella no decía. ¿Hasta dónde lo había arrastrado ella? ¿Cómo lo había traído subiendo las escaleras para ascender al porche? Él había cargado con algunos hombres heridos para sacarlos de una batalla, así que sabía lo difícil que era, aun con su fuerza y entrenamiento. Pesaba cuarenta kilos más que ella; no había modo de que lo hubiera podido levantar. Podía estar acostumbrada a ayudar si hacía falta, pero no tenía ninguna razón para que lo hiciera; eso era todo lo que podía leer entre líneas. Casi cualquier persona hubiera llamado a la policía al encontrar a un hombre herido en su playa, pero ella no lo había hecho. Pocas personas en toda la vida habrían considerado las opciones y las circunstancias que se le habían ocurrido a ella. Las personas normales no pensaban acerca de las cosas de ese modo. No eran parte de sus vidas normales; sólo ocurría en las películas y los libros y por tanto no era real. ¿Qué vida había llevado que la haría tan cuidadosa, tan consciente de algo que hubiese debido estar más allá de su experiencia?
Los dos escucharon al coche que se acercaban al mismo tiempo. Al instante ella estaba fuera de su silla, cogiéndolo del hombre.
– Ve al dormitorio y cierra la puerta -dijo ella uniformemente, sin notar las cejas enarcadas a causa de su petición. Fue a la ventana y miro al exterior; luego la tensión dejó su cuerpo de forma visible.
– Es Honey. Todo está bien. Imagino que se quedara fuera mientras su curiosidad se lo permita.
Capítulo Seis
– ¿Cómo estás del dolor de cabeza? -preguntó la veterinaria, mirando atentamente sus ojos. Era una mujer grande, de huesos fuertes con una cara amigable, pecosa y un toque luminoso. Sabin decidió que le gustaba; tenía una buena forma de tomar el control
– Colgando allí dentro -gruñó él.
– Ayúdame a quitarle la camisa -le dijo ella a Rachel, y las dos mujeres delicada y eficazmente lo desnudaron. Él se alegró de llevar pantalones cortos, o también le habrían quitado los pantalones. No tenía ninguna modestia por la que preocuparse, pero todavía le desconcertó el ser manejado como una muñeca Barbie. Impasiblemente observó la piel purpurada, arrugada alrededor de los puntos en su pierna, preguntándose sobre la extensión de daño que había sufrido el músculo. Era esencial que pudiese hacer algo más que cojear, y pronto. El daño en su hombro, con su sistema complicado de músculos y tendones, tenía más probabilidades de ser permanente, pero la movilidad era su máxima preocupación por el momento. Una vez que hubiera decidido qué curso de acción seguir necesitaría moverse rápido.
Le pusieron vendas limpias, y fue puesto en la cama.
– Estaré de regreso en un par de días para quitarte los puntos -dijo Honey, al guardar las cosas en su bolso. A Sabin lo sorprendió que no le hubiese preguntado ni una vez su nombre o hecho cualquier otra pregunta salvo las relacionadas con su bienestar físico. O bien era notablemente indiferente o había decidido que cuanto menos supiera, mejor. Era una idea que deseaba que Rachel compartiese. Sabin siempre había tenido la regla de no involucrar a los ciudadanos inocentes; su trabajo era demasiado peligroso, y aunque él conocía los peligros de su trabajo y los aceptaba, no había ninguna forma realmente en que Rachel pudiese comprender la extensión del peligro que corría por ayudarle.
Rachel salió fuera con Honey, y Sabin cojeó hasta la puerta para observar cómo se iban hacía el coche de Honey, hablando en voz baja. El perro, Joe, se levantó y se acercó, un gruñido bajo saliendo de su garganta cuando cambió de dirección primero para observar a Sabin en la puerta, seguidamente a Rachel, como si no pudiese decidir dónde debía centrar su atención. Su primer instinto era proteger a Rachel, pero esos mismos instintos no le podían permitir ignorar la presencia extraña de Sabin en la puerta.
Honey se montó en el coche y se marchó, y después Rachel volvió caminando al porche.
– Cólmate -amonestó al perro suavemente, atreviéndose a darle un toque veloz en el cuello. Su gruñido se intensificó, y ella se asombró al ver a Sabin saliendo al porche.
– No te acerques demasiado a él -lo avisó ella-. No le gustan los hombres.
Sabin estimó al perro con curiosidad remota.
– ¿De dónde lo trajiste? Es un perro adiestrado para atacar.
Asombrada, Rachel miró hacia abajo a Joe, que estaba muy cerca de su pierna.
– Estuvo vagando por aquí durante las veinticuatro horas, todo flaco y herido. Llegamos a un acuerdo. Le alimento, y él se mantiene cerca. No es un perro de ataque.
– Joe -dijo Sabin agudamente-. Siéntate.
Ella sintió temblar al animal como si estuviera herido, y el desaliento trepó por su garganta cuando él clavo los ojos en el hombre, cada músculo de su gran cuerpo estremeciéndose como si deseara abalanzarse sobre su enemigo pero estuviera encadenado a Rachel. Antes de pensar en el peligro Rachel puso una rodilla en la tierra y rodeó con un brazo el cuello del animal, hablándole suavemente para tranquilizarle.
– Todo está bien-cantó dulcemente-. Él no te lastimará, lo prometo. Todo está bien.
Cuando Joe estuvo más calmado Rachel subió al porche y deliberadamente acarició el brazo de Sabin, dejando al perro verla. Sabin observó a Joe, sin miedo del perro, pero sin mostrarse agresivo de cualquier forma. Él necesitaba que Joe lo aceptara, al menos lo suficiente para poder salir de la casa sin atacarlo.
– Probablemente fue maltratado por su dueño -dijo él-. Tuviste suerte de que no te desayunara a ti cuando saliste andando de la casa por primera vez.
– Creo que estás equivocado. Es posible que fuera un perro guardián, pero no creo que se lo adiestrase para atacar. Tú le debes bastante. Si no hubiera sido por él, no te hubiera podido traer desde la playa -repentinamente se dio cuenta de que su mano estaba todavía en su brazo, lentamente moviéndose de arriba abajo, y la dejó caer-. ¿Estás listo para entrar? Debes estar cansado ya.
– En un minuto – lentamente examinó el bosque de pinos a la derecha y la carretera que curveaba hacía fuera a la izquierda, aprendiendo de memoria las distancias y detalles para usarlo en el futuro-. ¿A qué distancia estamos de la carretera principal?
– Alrededor de cinco o seis millas, creo. Ésta es una carretera privada. Une la carretera del rancho de Rafferty antes de que se una con la Estatal 19.
– ¿Por dónde está la playa?
Ella señaló hacia el bosque de pinos.
– Hacía abajo a través los pinos.
– ¿Tienes un barco?
Rachel lo miró, sus ojos gris muy claros.
– No. La única manera de escapar es a pie o conduciendo.