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Una minúscula sonrisa levantó una esquina de su boca.

– No te iba a robar el coche.

– ¿No lo harás? Todavía no sé qué está pasando, por qué te dispararon, o incluso si eres un buen tipo.

– ¿Con esas dudas, por qué no has llamado a la policía? -devolvió él, su voz calmada-. Obviamente no llevaba puesto un sombrero blanco cuando me encontraste.

Él iba a contestarle con evasivas hasta el fin, hasta el final como un profesional, aislado y desapasionado. Rachel aceptó que no merecía saber mucho de su situación, aunque le hubiera salvado la vida, pero le haría muchísimo bien saber que había hecho lo correcto. Aunque había actuado siguiendo sus instintos, la incertidumbre la carcomía. ¿Había salvado a un agente de otro país?¿Un enemigo de su país? ¿Qué haría si resultaba ser de esa manera? La peor parte de eso era la atracción innegable y creciente que sentía por él, aun en contra de su mejor juicio.

Él no dijo nada más, y ella no respondió a la mención provocadora de su falta de ropa cuando lo encontró. Ella recorrió con la mirada a Joe y empezó a abrir la puerta de tela metálica.

– Salgo de este calor. Puedes correr el riesgo con Joe si quieres quedarte aquí afuera.

Sabin la siguió dentro, fijándose en lo recto de su espalda. Ella estaba enojada, pero también estaba perturbada. Le habría gustado reconfortarla, pero la dura verdad era que cuanto menos supiese ella, más segura estaría. No podía protegerla en su condición actual y sus circunstancias. El hecho de que ella le protegiera, poniéndose en peligro de forma voluntaria a pesar de sus dudas sobre la verdad, le hacían algo en las entrañas que no deseaba. Caramba, pensó con repugnancia de sí mismo, todo en ella hace algo con mis entrañas. Estaba ya familiarizado con el perfume de su carne y el toque tierno, alarmantemente íntimo de sus manos. Su cuerpo todavía sentía la presión del cuerpo de ella contra él, haciéndolo querer tenerla más cerca y empujarla contra él. Nunca había necesitado la cercanía de otro ser humano, excepto por la cercanía física requerida para el sexo. Miró sus piernas desnudas, delgadas y su suavemente redondeado trasero; el deseo sexual estaba allí, bien, y juró fuertemente, considerando su condición física general. La parte peligrosa de eso era que el pensamiento de estar en la oscuridad con ella y simplemente abrazarla era casi tan atractivo como el de tomarla.

Se apoyó en la puerta y observó como con eficacia terminaba de limpiar los platos. Había una gracia enérgica, parca en sus movimientos, incluso mientras hacía una tarea tan común. Absolutamente todo era organizado y lógico. No era una mujer desordenada. Si bien su ropa era simple y sin adornos, aunque su pantalones deportivos de color beige y la simple camisa azul de algodón no necesitaban ningún adorno aparte de las suaves curvas femeninas bajo ellos. Otra vez se percató de la imagen tentadora de esas curvas, como si supiera que apariencia tenía ella desnuda, como si ya la hubiera tocado.

– ¿Por qué estás mirándome fijamente? -preguntó ella sin mirarle. Había sido tan consciente de su mirada fija como lo habría sido de su toque.

– Lo siento -él no se explicó, pero, luego, dudó de que ella realmente quisiera saber-. Vuelvo a acostarme. ¿Me ayudarás con la camisa?

– Por supuesto – se limpió las manos en una toalla y fue delante de él hacia el dormitorio-. Déjame cambiar las sábanas primero.

La fatiga lo venció cuando se apoyó contra el tocador para aliviar la tensión de su peso en su pierna izquierda. Su hombro y su pierna latían, pero el dolor era de esperar, de modo que lo ignoró. El problema real era su poca fuerza; no podía proteger a Rachel o a sí mismo si pasaba algo. ¿Se atrevería a quedarse aquí mientras se curaba? Su amenazante mirada fija permaneció sobre ella mientras ponía las sábanas blancas en la cama, examinado rápidamente sus opciones disponibles examinando en su mente. Esas opciones estaban gravemente limitadas. No tenía dinero, ninguna identificación, y no se atrevía a llamar para que lo recogieran, porque no sabía hasta que punto la agencia había estado relacionada, o en quién podía confiar. No estaba en forma para hacer nada de todas formas; tenía que recuperarse, así que eso lo podía hacer igualmente estando aquí. Una casa pequeña tenía sus ventajas: el perro de fuera era una defensa malditamente buena; los cerrojos eran firmes; tenía comida y cuidados médicos.

También estaba Rachel.

Mirarla era fácil; podía transformarse en un hábito incontrolable. Era delgada y se la veía saludable, con un bronceado que parecía que su piel deliciosa estuviera hecha con miel dulce. Su pelo era grueso y recto y brillante, de un oscuro color café y sus ojos grises sin ningún atisbo de otro color que casi parecían plateados. Su cabello le iba bien con sus ojos grandes, claros, grises. No era alta, menos que la media, pero se comportaba de un modo tan directo que daba la impresión de ser una mujer alta. Y era suave, con senos redondeados que cabían en las palmas de sus manos.

¡Diablos! La imagen era tan real, tan fuerte, que continuaba regresando a él. Si fue sólo un sueño inducido por la fiebre, era lo más realista que había soñado en toda su vida. ¿Acaso había ocurrido realmente, cuándo y cómo? Había estado inconsciente la mayoría de las veces, y con fiebre cuando había despertado. Pero continuaba con la sensación de haber tenido sus manos sobre ella, acariciando amablemente, con la intimidad visible de dos amantes, y él o bien había tenido sus manos sobre ella o su imaginación se tambaleaba por la sobreexcitación.

Ella dejó caer pesadamente las almohadas y le preguntó:

– ¿Quieres pasar la noche con los pantalones cortos?

Por toda respuesta él desabrocho los pantalones y los dejo caer, luego se sentó en la cama para que ella pudiera manipular su camiseta. El perfume ardiente, suavemente floral lo envolvió cuando ella se acercó, e instintivamente giró la cabeza hacia é, su boca y su nariz contra el hombro de ella. Ella vaciló, luego rápidamente le quitó la camiseta y se alejó de su toque. El calor húmedo de su aliento había calentado su piel a través de la tela de su camisa y había hecho estragos en el ritmo constante de su latido. Intentando no dejarle ver cómo la había afectado su cercanía, dobló pulcramente la camisa y la colocó en una silla, luego cogió los pantalones y los dejó encima de la camisa. Cuando lo miró otra vez él se estaba poniendo boca arriba, su pierna sana doblada por la rodilla y alzada, su mano sobre su estómago. Sus calzoncillos cortos y blancos creaban un agudo contraste con su piel bronceada, recordándole que él no tenía ningún corte del bronceado en el cuerpo. Gimió interiormente. ¿Por qué tenía que pensar sobre eso en ese momento?

– ¿Quieres que te tape con la sábana?

– No, el ventilador se siente bien – levantó la mano derecha de su estómago y la extendió hacia ella-. Siéntate aquí durante un minuto.

Su mente le dijo que no era una buena idea. Pero de todos modos, se sentó, tal y como había hecho muchas veces desde que él había estado en su cama, puesta para poder mirarle y con la cadera contra la suya. Él pasó el brazo detrás de sus muslos, poniendo la mano en la curva de su cadera como para mantenerla acurrucada contra él. Sus dedos, curvados alrededor de sus glúteos, comenzaron a moverse cariñosamente, y su corazón comenzó a latir aceleradamente de nuevo. Ella fijó sus ojos en los de él y fue incapaz de apartar la mirada, atrapada por el fuego negro e hipnótico de sus ojos.

– No te puedo dar todas las repuestas que deseas -se quejó él-. No las conozco. Incluso si te dijese que soy un buen tipo, solamente tendrías mi palabra, ¿y por qué arriesgar mi cuello diciéndote cualquier otra cosa?

– No juegues al abogado del diablo -dijo ella agudamente, deseando poder encontrar la fuerza de voluntad necesaria para liberarse del poder seductor de su fija mirada y sus caricias-. Negociemos con los hechos. Recibiste disparos. ¿Quién te disparo?