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– Joe, quieto-dijo Sabin firmemente.

Igual que había pasado antes, la orden envió a Joe a un paroxismo de furia. Ella avanzó acercándose más, lista para saltar si Joe hacia cualquier movimiento para atacar. Sabin le dirigió una mirada de advertencia.

– Joe, quieto -repitió una y otra vez la orden, siempre en una voz tranquila, uniforme, y Joe lanzó una dentellada a centímetros del pie desnudo de Sabin. Rachel se quedó sin aliento y se tiró sobre el perro, cerrando los brazos alrededor de su cuello. Cada músculo del cuerpo del perro se estremecía. La ignoró, su atención concentrada en el hombre.

– Ponlo en libertad y échate hacia atrás -le ordeno Sabin.

– ¿Por qué no regresas a la casa mientras yo lo sujeto?

– Porque soy un prisionero mientras él no me acepte. Puedo necesitar salir corriendo, y no quiero tener que preocuparme por el perro.

Rachel se encorvó alrededor de Joe, sus dedos sepultados en su pelaje y amablemente acariciándolo. Sabin pensaba marcharse ya, claro que ella siempre había sabido que sería así. Lentamente soltó al perro y dio un paso atrás.

– Joe, quieto -dijo Sabin otra vez.

Rachel contuvo la respiración, esperando otra reacción violenta. Podía ver como Joe se estremecía, y sus orejas se levantaron. Sabin repitió la orden. Por un momento el perro se estremeció a punto de atacar, luego, abruptamente, fue al lado de Sabin y se quedó a su lado.

– Siéntate -dijo Sabin, y Joe se sentó.

– Niño bueno, bueno -rígidamente él movió su brazo izquierdo para palmear la cabeza del perro. Por un momento las orejas de Joe se echaron hacía atrás y gruñó suavemente, pero no hizo ningún movimiento para morder. Rachel lentamente soltó el aire que había estado conteniendo, el alivio hizo que sus piernas se tambaleasen.

Sabin le dirigió a ella una rápida mirada con sus ojos negros.

– Ahora ven a sentarte a mi lado.

– ¿Igual que lo ha hecho el perro? -dijo ella sarcásticamente, hundiéndose agradecida a su lado. Entonces Joe se levantó de un salto y se puso delante de ellos, con las orejas echadas hacia atrás de nuevo.

Sabin puso su brazo derecho alrededor de los hombros de ella y la abrazó contra su pecho desnudo, observando cuidadosamente al perro. A Joe no le gustaba del todo; un gruñido empezó a retumbar en su pecho.

– Está celoso -comentó Sabin.

– O piensa que me puedes herir.

Su brazo alrededor de ella interfería con su respiración, y para apartar su mente de él, se centró en Joe.

– Está Bien. Ven acá, chico. Ven.

Cuidadosamente Joe se acercó. Olió la mano extendida de Rachel, luego la rodilla de Sabin. Después de un momento se dejo caer al suelo y puso la cabeza entre las patas.

– Es una lástima que alguien lo maltratara. Es un animal inteligente, caro, y no es viejo. Tendrá unos cinco años.

– Eso es qué Honey piensa.

– ¿Siempre has tenido la inclinación de recoger a los que tienen problemas? -preguntó, y ella supo que no estaba hablando precisamente de Joe.

– Sólo a los interesantes -ella podía oír la tirantez en su voz y se preguntaba si él la oía también, si especulaba por la causa de ésta. Su mano derecha acarició ligeramente su brazo desnudo, un toque inocente si no hubiera sido por el placer caliente que le daba. Un relámpago en el cielo que oscurecía le hizo levantar la mirada, contenta por la interrupción-. Parece que es posible que llueva. Una nube negra pasó directamente por encima de nosotros esta mañana y no dejó caer ni una gota -justo en ese momento, un trueno retumbo y algunas gotas de agua cayeron sobre ellos-. Mejor entramos en la casa…

Sabin le dejó ayudarle a ponerse de pie, pero anduvo sólo hasta la casa. Joe se levantó y se refugió bajo el coche. Cuando Rachel puso el cerrojo a la puerta de tela metálica hubo un relámpago, y los cielos se abrieron para soltar un diluvio. La temperatura cayó en picado mientras ellos permanecían allí, el viento empujo la lluvia fría y una ligera niebla a través de la puerta metálica. Riéndose, Rachel cerró la puerta de madera, luego se giro para encontrarse entre los brazos de Sabin.

Él no dijo nada. Simplemente cerró su puño en su pelo y le sujetó la cabeza, y su boca cayó encima de la de ella. Su mundo se estremeció, luego se inclinó fuera de su eje. Ella se quedó allí, con las manos en su pecho desnudo, y le dejó hacerle lo que deseara, incapaz de hacer nada, excepto darle lo que quería. Su boca era dura y hambrienta, como había sabido que sería. Él la besó con la habilidad lenta, caliente de la experiencia, su lengua en la de ella, la aspereza de su barba raspando débilmente su piel más suave.

El exquisito placer la aturdió, y apartó su boca de la de él, sus ojos muy abiertos cuando se quedó con la mirada fija en él.

Su puño le sujetaba el pelo.

– ¿Me tienes miedo? -pregunto él suavemente.

– No -susurró.

– ¿Entonces por qué te has apartado?

No podía hacer nada salvo decirle la verdad, quedándose con la mirada alzada hacia él en la oscuridad mientras la tormenta arreciaba sobre sus cabezas.

– Porque es demasiado.

Hubo una tormenta en sus ojos negros, brillando intensamente y crepitando con fuego ardiente.

– No -dijo él-. No ha sido suficiente.

Capítulo Siete

La tensión se enrollaba apretadamente dentro de Rachel; Había estado aumentando durante el transcurso de la noche. Él no la había besado nuevamente, no la había tocado de nuevo, pero la había observado, y de algún modo eso era peor. El poder de su mirada era como un contacto físico, acariciante y ardiente. No podía iniciar una conversación trivial para reducir la tensión, porque cada vez que lo miraba, la estaba observando. Comieron; luego ella encendió la televisión para distraerse. Desgraciadamente los programas no eran muy divertidos, y por eso él la observaba, de modo que volvió a apagar el aparato.

– ¿Quieres que te lea algo? -preguntó al final desesperada.

Él negó con la cabeza.

– Estoy demasiado cansado, y este maldito dolor de cabeza está peor. Creo que voy a volver a la cama.

Él parecía cansado, pero eso no era sorprendente. Había estado de pie durante muchísimo tiempo, teniendo en cuenta que había despertado completamente esa mañana. Ella también estaba cansada, los sucesos del día habían agotado su energía.

– Permíteme darme una ducha primero. Luego te ayudaré a ponerte cómodo -dijo ella, y él asintió.

Se apresuró con su ducha y se puso encima su camisón menos impresionante, luego se puso una bata liviana alrededor de ella. Él la estaba esperando en el dormitorio cuando dejó el baño, y el resto de casa estaba oscura.

– Eso fue rápido -dijo él, sonriendo débilmente-. No sabía de una mujer que podía salir de un cuarto de baño en menos de media hora.

– Machista -contestó ella suavemente, preguntándose si alguna vez su sonrisa alcanzaría sus ojos.

Él se desabrochó los pantalones y los dejó caer, luego los apartó a un lado y cojeó hacia el cuarto de baño.

– Me lavo hasta donde pueda llegar, después tú me haces el resto, ¿de acuerdo?

– Sí -dijo ella, con la garganta cerrándose herméticamente al pensar en sentir su cuerpo bajo sus manos otra vez. No era como si ella no le hubiera bañado antes, pero estaba despierto ahora, y la había besado. Era su respuesta a él lo que la ponía nerviosa, no la preocupación sobre lo que él podía hacer. Estaba demasiado herido como para hacer un avance serio.

No había necesidad de que ella se acostase con él ahora; sería más fácil para los dos si ella no se entregaba a las caricias de él y simplemente se hacía un lecho en el suelo antes de que saliera del baño. Pensando eso, cogió dos colchas de la parte de arriba del armario y las desdobló en el suelo, entonces tiró una almohada abajo. No necesitaría una sábana; su bata sería suficiente.